Hacía tiempo que en aquel solemne despacho que ocupaba la planta noble del Ministerio del Interior no se escuchaba una voz tan destemplada. Alicia, la secretaria del ministro, no recordaba la última vez que había oído gritar a su jefe. Ottavio Agrícola estaba fuera de sí. Frente a él, Alvise Pisani, director general de la Policía y viejo conocido del ministro, guardaba silencio. Llevaban así cerca de diez minutos desde que entró en el despacho y depositó encima de la mesa del ministro una carpeta de color rojo con una etiqueta en la que bajo un sello rotulado con la palabra «Confidencial» sólo estaban escritas estas tres palabras: «Informe San Marcos».
Contenía doce folios y era una síntesis del resultado de las pruebas de ADN realizadas en el laboratorio de la Policía científica a los restos remitidos días atrás por la Policía de Venecia.
—¿Pero cómo puede ser que la información más confidencial de Italia esté ahora mismo en manos de un desconocido? —preguntó en voz alta sin mirar a su interlocutor—. ¿Cómo puede ser que esté rodeado de tantos inútiles? ¡Dímelo tú, Alvise! ¿Cómo puede ser?
—Ministro, estas cosas pasan. No es por buscar excusas, pero, en América, hace poco entraron en el ordenador del Pentágono y…
—¡No digas sandeces, Alvise! ¿Qué tiene que ver el Pentágono en todo esto?
—No me he explicado bien. Lo que quiero decir es que nadie está a salvo de los hackers, que la informática fue uno de los grandes inventos del siglo pasado y supone un adelanto extraordinario, pero no es segura. Hay gente superdotada, por lo general jóvenes cerebros, que disfrutan haciendo este tipo de cosas.
—¿Quieres decir que el robo ha podido ser un juego? —preguntó el ministro cambiando el tono de voz.
—No puedo responder a esa pregunta, ministro. Lo que me dicen los técnicos es que puede ser obra de un genio en busca de diversión, un «cerebrín» que ha entrado en el sistema para demostrar que es más listo que nadie, hipótesis que pronto podremos verificar o descartar, o bien que haya sido obra de un profesional, un robo por encargo.
—¿Por qué dices que vamos a poder salir enseguida de dudas respecto de la primera hipótesis?
—No lo digo yo, lo dicen los expertos en informática de la Policía con los que he estado hablando. Creen que si ha sido un hacker exhibicionista, alguien que ha querido demostrar que es más listo que nadie, no tardará en colgar la pieza cobrada en Internet.
—¡Dios mío! Pues sólo nos faltaba eso: ¡que cuelguen en la Red el «Informe San Marcos»! ¡Qué desastre, Alvise, qué desastre! —añadió el ministro quitándose las gafas y llevándose una mano a la frente.
—No he dicho que vaya a suceder. Lo que dicen, ministro, es que podría pasar, pero puede que no. Ya han transcurrido cinco horas y, de momento, no ha sucedido nada. Por cierto, ministro, que asumiendo toda la responsabilidad, he autorizado que el laboratorio se pusiera en contacto con la Interpol, con el Departamento de Delitos Informáticos, para que nos ayuden a identificar al hacker.
—¿Era necesario contarle a toda Europa lo torpes que somos? —añadió el político con un deje de amargura.
—Creo que sí, ministro. Nosotros no tenemos capacidad para rastrear todos los sistemas; Interpol sí. Llegado el caso, podría, incluso, requerir la colaboración del fabricante del programa informático para que nos ayudara a identificar, si no al pirata, al menos el sitio, la red telefónica desde la que se realizó el asalto.
—Y la prensa, ¿cuánto tardará en publicarse la noticia?
—No tiene por qué filtrarse, ministro. La gente de Interpol en Lyon es seria…
—Qué ingenuo eres, Alvise, parece mentira con los años que llevas en la Policía. Seguro que en este momento mi colega francés ya está al tanto de lo ocurrido y mañana o pasado lo sabrán todos los de los países de la Unión Europea. En fin, habrá que asumir la situación tratando de ganar tiempo. Como sabes, el tiempo es el gran aliado secreto de la política. La prioridad es identificar al pirata: saber su identidad nos conducirá hasta él o hasta quienes hayan podido servirse de él para atacarnos. Lo que está claro es que puede haber personas o grupos interesados en el contenido del «Informe San Marcos».
—Sí, eso parece. Lo que no entiendo es a quién puede interesar conocer el ADN de los restos enterrados en la basílica de San Marcos.
—Veo que se te escapa la vertiente principal de este asunto, Alvise. Lo veo y me preocupa —contestó el ministro mirando con desdén al policía—. ¿No te parece que esa información en manos de desconocidos puede hacerle mucho daño a Italia?
—¿A Italia? Me lo tendrá que explicar, ministro, porque, le repito, no acabo de coger la onda.
—¡Piensa, por favor, piensa! Lo tienes ante tus ojos y no lo ves: ¿dónde estaban los restos que fueron traídos desde Venecia para que los analizara el laboratorio de la Policía Científica?
—Lo sabe todo el mundo: en San Marcos —contestó, desconcertado, el policía—. No sé muy bien adónde quiere ir a parar, ministro.
—¡Tú lo has dicho! Si estaban en San Marcos… ¡deberían ser los restos de San Marcos! ¿No crees, Alvise?
—Sí, bueno, no, yo… La verdad es que no sé muy bien qué quiere decir con eso.
—Lo que quiero decir es que estamos metidos en un buen lío porque las cosas han rodado de tal manera que lo que podría haber sido un simple caso de intento de robo llevado a cabo con nocturnidad y con resultado de destrozos en edificio protegido se ha convertido en un caso en el que está en el aire nada menos que la identidad de un evangelista, lo cual quiere decir que corre peligro la credibilidad de la Santa Madre Iglesia. ¿Lo comprendes ahora?
—Lo siento, ministro, no había caído, no se me había ocurrido pensar que lo ocurrido en Venecia iba a tener repercusiones hasta en el Vaticano.
—Pues las tiene, Alvise, ¡vaya que si las tiene!
—Ministro, ¿me permite una pregunta, digamos, personal?
—Adelante.
—¿Usted piensa que hay alguien que crea de verdad en las reliquias?
—Claro que sí. Yo creo en las reliquias, Alvise. Creo que son lo que son: huesos o partes del cuerpo de hombres y mujeres santos que dieron su vida por Cristo o que murieron dando testimonio de su fe. Has de saber que durante siglos las reliquias llegaron a tener más valor que el oro o la plata. Guerras hubo para hacerse con reliquias de santos y reyes, como Felipe II de España, que vivió y murió rodeado de ellas.
—Bueno, eso sí lo sabía, quiero decir, el significado histórico de las reliquias. Pero a lo que yo me refería es a otra cosa; me refería a si usted cree que los restos humanos que están debajo del altar mayor de la basílica de San Marcos son los del apóstol. A eso me refería.
—Deberían serlo, Alvise; deberían serlo por el bien de todos. Espero que lo sean porque, de otra manera, no quiero ni pensar la que se nos viene encima —añadió con voz apesadumbrada el político.
—Perdone que insista, pero ¿cómo se puede tener la certeza de que los huesos del sarcófago corresponden al apóstol si en realidad nadie sabe lo que pasó hace dos mil años en Palestina?
—Te equivocas, Alvise —dijo con inopinada dureza el ministro—. Te equivocas. Los cristianos sí sabemos lo que pasó: lo dicen los evangelios, entre otros el que escribió el propio San Marcos.
—Bueno, sí, eso ya lo sé, ministro, pero me refiero a algo más… cómo diría yo… algo más científico.
—No voy a discutir contigo sobre el contenido de los evangelios, Alvise. Nos conocemos hace muchos años y te aprecio y respeto, pero veo que este asunto te supera. Debes saber que lo que tú llamas ciencia no puede anular la fe y la creencia que a lo largo de los siglos nos ha legado la Historia Sagrada acerca de lo ocurrido en Tierra Santa hace dos mil años.
—No quería ofender sus creencias, ministro, le pido disculpas. Quizá no he sabido explicarme, lo que quería decir es que da lo mismo que el resultado del análisis sea uno u otro: sea el que sea, nadie va a protestar.
—Vuelves a equivocarte, Alvise. El ADN es una huella que sobrevive al tiempo. Analizando los restos de una momia egipcia podría saberse en qué lugar de Egipto nació el personaje que fue en vida. Lo mismo ocurriría con los restos del evangelista: conocido su ADN, podría rastrearse el origen judeo-palestino de los restos. ¿Comprendes ahora la importancia y los peligros de este asunto?
—¿El peligro sería que San Marcos no fuera San Marcos? ¿Que no fueran los restos del apóstol, sino los de otra persona los que se guardan en el sarcófago del altar mayor? ¿Es eso a lo que se refería?
—¡Por fin lo has entendido! ¿Te das cuenta de lo que podría pasar si con base en el análisis de ADN alguien cuestionara la autenticidad de los restos del apóstol? ¿Qué pasaría con el crédito de la Iglesia católica y hasta con el buen nombre de Venecia?
—Sí, ahora que lo dice, me doy cuenta —contestó el policía, llevándose una mano a la frente en un gesto que sugería una repentina fatiga.
—Bien, Alvise, aunque quizá llegamos un poco tarde, te diré lo que vamos a hacer: en primer lugar, vamos a intentar ser discretos; en segundo término, quiero que me llames cuanto antes para decirme que ha sido localizado el pirata informático, y en tercer lugar, a lo más tardar antes de las ocho de la noche, quiero tener encima de mi mesa un ejemplar completo del «Informe San Marcos». Ahora, puedes irte —concluyó el político con aire de resignación y sin responder al saludo de despedida del desconcertado director general de la Policía. Minutos después, tras leer un par de veces la versión resumida del informe, apretó la tecla de un interfono:
—¿Alicia?
—Sí, ministro.
—Póngame con el cardenal Lorenzi… Mejor, no. No, no me ponga. Alicia, hágame un favor, ¿no tendrá usted por ahí una aspirina o algo para el dolor de cabeza?
—Aspirina, no sé si vamos a tener, pero creo que en el botiquín hay paracetamol.
—Pues tráigame dos, y de momento olvídese del cardenal, ya le llamaremos más tarde —contestó el ministro desviando la mirada hacia uno de los magníficos cuadros que adornaban su despacho. Era uno de los bocetos elaborados por el pintor español Diego Velázquez para el retrato del papa Inocencio X, cuyo original se guarda en la Galería Doria-Pamphili, en la Ciudad del Vaticano. Velázquez pintó aquel boceto cuando el pontífice, nacido Giovanni Battista Pamphili, tenía ya setenta y cinco años, edad en la que aún conservaba un vigor físico y una fealdad que el artista no quiso ocultar. El gesto sombrío de aquel anciano de mirada terrible cuya fama de cascarrabias atraviesa los siglos ejercía un extraño magnetismo sobre Ottavio Agrícola. «Es como si tuvieras al Papa en tu despacho, espiando todo lo que haces», le había dicho un día en tono de guasa Marcello Ratti di Desio, el ministro de Cultura.
Recordando las palabras de su amigo, pensó que la mirada severa del hombre del cuadro le reprochaba la situación creada en torno a los restos del evangelista de Venecia.