Capítulo 13

—¿Estás seguro? ¿No podría ser un error del sistema? —preguntó el comisario jefe del laboratorio de la Policía Científica de Roma donde estaban siendo analizadas las muestras de ADN recogidas en la basílica de San Marcos de Venecia.

—Estoy seguro, comisario, por desgracia, no hay margen de error posible: alguien ha entrado en el sistema y ha robado los datos. No sé cómo ha podido pasar porque tenemos un filtro anti-hacker, pero está claro que quien haya sido es más listo que nosotros, debe de ser un genio de la informática —contestó el especialista del laboratorio sin poder disimular su nerviosismo.

—¡Lo que es es un cabrón! —dijo el policía dando un puñetazo encima de la mesa sobre la que estaba el ordenador en cuya pantalla se reflejaba el resultado de las muestras analizadas.

—Lo siento, señor, nunca nos había pasado una cosa así, estamos desolados.

—¿Cuánta gente lo sabe?

—Pues no estoy seguro; lo saben Franca, Martino, que está hoy de guardia, el jefe de servicio Bonardi y yo —respondió el especialista señalando a las personas que asistían en silencio a la conversación.

—Bien, les voy a dar una orden: tienen prohibido comentar lo sucedido; nadie debe enterarse de la existencia del pirata y del contenido del informe. Les repito que es una orden. ¿Me han entendido?

Los cuatro funcionarios asintieron en silencio.

—Ahora —añadió el jefe del laboratorio— les diré lo que vamos a hacer: ustedes dos pueden irse —añadió señalando a la mujer y al llamado Martino—. Usted, Bonardi, y usted… perdone, no recuerdo su nombre —dijo, señalando al especialista que le había informado del caso.

—Bianchi, señor, Paolo Bianchi.

—Bien, pues usted, Bianchi, y Bonardi, acompáñenme a mi despacho.

—Perdón, señor, si me permite, creo que debería guardar el informe y cerrar el ordenador. No tardaré, es un momento.

—Bien, le espero en el despacho —respondió el jefe iniciando la marcha seguido del mencionado Bonardi. El despacho estaba dos pisos más arriba. Cuando llegaron al antedespacho, la secretaria se dirigió al jefe:

—Comisario, ha llamado el director. Le he dicho que estaba usted en el laboratorio y que enseguida le llamaría. Como se ha dejado usted el móvil encima de la mesa, no le he podido avisar.

—No se preocupe, Silvana, ahora le devolvemos la llamada. Ah, Silvana, espero en mi despacho al señor Bianchi del laboratorio. Cuando venga, no le haga esperar, que pase.

—Descuide, señor.

Los dos hombres entraron en el despacho. Bonardi permaneció de pie frente a la mesa de su superior.

—Siéntese, Italo —dijo el comisario.

—Gracias, señor.

—Italo, supongo que no se le oculta la gravedad del caso.

—No, señor; quiero decir que sí, señor, que comprendo que el robo del informe nos puede crear problemas.

—¿Problemas? ¿Sólo problemas dice usted? ¡Pero, hombre, no se da cuenta de que es una bomba! ¡Que nos pueden hacer polvo por lo sucedido! ¡Nos han jodido, hombre, nos han jodido! —contestó airado el comisario.

—Lo siento, señor. Si quiere usted, tiene mi dimisión encima de la mesa —respondió compungido el otro policía.

—¿Su dimisión? ¿Y qué hago yo con su dimisión, Bonardi? ¡No diga tonterías, hombre! ¿Qué solucionaría su dimisión? ¡Nada! Lo que tenemos que hacer es pensar, pensar en cómo podemos reparar el daño averiguando quién nos ha hecho la pirula robándonos el informe.

—De eso, señor, quien más sabe es Bianchi —dijo el policía señalando al informático que en aquel mismo momento estaba llamando a la puerta del despacho del comisario.

—Pase, Bianchi, pase, que le estábamos esperando.

—Siento el retraso, señor —contestó el recién llegado—, encriptar y guardar el informe me ha costado más de lo que esperaba porque el hacker nos ha dejado un regalito: un virus que a punto ha estado de arruinar todo el programa. Menos mal que me he dado cuenta antes de cerrar.

—¿Un virus? —preguntó el comisario.

—Sí, bueno, en cierto modo es normal; quiero decir, señor, que es así como suelen actuar los piratas informáticos: es su forma de borrar sus huellas. Pero, como le digo, no lo ha conseguido del todo.

—¿Quiere decir que podemos averiguar quién es, que ha dejado algún rastro? —preguntó el comisario con indisimulado interés.

—Rastro como tal, no, pero al haber neutralizado el virus es probable que se pudiera rastrear.

—¿Puede usted hacerlo?

—Nosotros solos, no, señor, pero el fabricante sí —respondió el técnico mirando a Italo Bonardi, su superior inmediato.

—¿Me está diciendo que tenemos que llamar a Bill Gates? —preguntó el comisario en tono sarcástico.

—A Bill Gates, no; lo que Bianchi quiere decir, comisario —terció Bonardi—, es que podemos entrar en contacto con la Brigada de Delitos Informáticos de Interpol; ellos tienen medios para rastrear las huellas del pirata.

—¡Fantástico! ¡La solución ideal! Les pedimos ayuda y al día siguiente media Europa se entera de que nos han robado el «Informe San Marcos» y nos convertimos en el hazmerreír de todo el mundo.

Los otros dos hombres —el que permanecía de pie y el que estaba sentado— se miraron sin atreverse a decir palabra.

—Estamos bien jodidos —prosiguió el comisario—. Si la única solución es llamar a Interpol, estamos apañados; y no quiero pensar cuando se entere la prensa… ¡Nos van a cortar los cojones!

—¿Qué vamos a hacer, comisario? —se atrevió a preguntar Bonardi.

—¿Que qué vamos a hacer? Pues empezar a tomar lecciones de canto, Bonardi, ¡como los castrati!, ya sabe —exclamó, realizando un gesto muy explícito con dos dedos que simulaban ser unas tijeras—. Llame a Interpol, ande, llamen y pidan ayuda, que yo se lo comunicaré al director… ¡Nos van a fumigar! Venga, pónganse en marcha, no hay tiempo que perder —concluyó señalando con una mano la puerta.

—Si no ordena nada más, señor, nos vamos —dijeron a dúo Bianchi y Bonardi precipitándose en pos de la salida.

—¡No! ¡No pierdan el tiempo! Y usted, Bonardi, téngame informado de cualquier novedad.

Así que los dos hombres hubieron abandonado el despacho, el comisario llamó a su secretaria.

—Silvana, por favor, póngame con Pisani.

—Sí, señor, ahora mismo le pongo con el director.

Sonó el teléfono y al otro lado una voz masculina anunció la llamada.

—Tiene usted al teléfono al director general de la Policía. ¡Hablen, por favor!

—Cicogna, ¿cómo estás? ¿Todo bien en casa?

—Sí, señor, en casa estupendamente, mi mujer, los niños, todos bien, gracias.

—Y por ahí, en el laboratorio, ¿cómo van las cosas, tenéis ya el informe?

—Sí, sí, lo tenemos, ya está listo.

—Bueno, Baldassare, me das una buena noticia. No te puedes imaginar la cantidad de gente que está interesada en lo que la prensa ha bautizado de manera, creo yo, un tanto rimbombante como el «Informe San Marcos».

—Sí, yo también leo los periódicos, director.

—Te noto raro, ¿pasa algo? ¿Dice algo especial el informe?

—Especial… La verdad es que no sabría decir si hay algo especial, aún no he tenido tiempo de leerlo…

—¿Cómo? ¿Que no lo has leído? No me lo puedo creer, Cicogna. Tienes entre manos el informe más requerido de los últimos años ¿y me dices que no lo has leído?

—No es eso, director, no es por falta de interés, es que, verá, ha surgido un problema…

—¿Un problema? ¿Qué tipo de problema? —preguntó el director cambiando el registro de voz.

—Verá, como le digo, tenemos el informe, pero se nos ha colado un hacker en el sistema…

—¿Un hacker? ¿Quieres decir que han robado el informe?

—Sí, señor, lo siento, pero así ha sido. —Un silencio que al comisario Cicogna le pareció eterno siguió a sus últimas palabras—. Director, ¿está usted ahí?

—Sí, comisario, estoy aquí. ¿Se da usted cuenta de lo que me acaba de decir?

—Claro que me doy cuenta del problema que tenemos, director.

—Los técnicos, los ingenieros informáticos del laboratorio, ¿no pueden hacer algo? No sé, por lo menos saber quién ha sido.

—Están en ello, pero me dicen que nosotros solos no podemos rastrear al pirata, así que les he autorizado para que pidan ayuda a la Brigada de Delitos Informáticos de Interpol. Espero que no le parezca mal.

—¿Lo saben en Interpol? ¿Se da usted cuenta de que en dos días será un secreto a voces?

—Sí, señor, ya he pensado en eso, pero, la verdad, si queremos saber quién ha sido el canalla, no tenemos otra opción.

La verdad es que no hay más remedio que confiar en la discreción de nuestros colegas de Lyon.

—Dos días, Cicogna, incluso menos de dos, tardaremos en leerlo en los periódicos, y si no al tiempo. En fin, vamos a ver cómo se lo explico al ministro y cómo lo cuentan los periodistas. Lo primero que tiene que hacer es reforzar las medidas de seguridad. La verdad es que creía que estábamos protegidos de los ataques de piratas informáticos, el año pasado recuerdo que doblamos el presupuesto del laboratorio.

—También yo lo creía, director, pero lo que me dicen nuestros técnicos es que cada día se inventan nuevos «troyanos», nuevos virus para penetrar en los sistemas. De todas formas, el informe ahora está cifrado y a salvo.

—Cicogna, quiero saber qué dice el informe, así que espero que esta misma mañana hagas llegar una copia a mi despacho. La quiero descifrada. Ah, y que la traiga un motorista, nada de por e-mail, ¿de acuerdo?

—Sí, claro; descuide, que, antes de las doce, lo tiene en su despacho.

—Bien, Cigogna, ya hablaremos. ¡Adiós!

—Adiós, director, buenos días —respondió el comisario colgando el teléfono. El «ya hablaremos» con el que se había despedido Alvise Pisani, director general de la Policía, resonaba en sus oídos provocando el mismo desasosiego que la contemplación de un piano que sólo tuviera teclas de color negro.