Lejos de Venecia, en Dubrovnik, a las diez y media de la mañana de aquel mismo día, una voz chillona quebró el silencio que reinaba en la «burbuja» electrónica instalada en el sótano de Villa Cassandra.
—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Soy un genio! —Costan Zorian, el especialista en informática contratado por Merkurio, estaba exultante. Llevaba una hora delante de la pantalla de un potentísimo equipo intentando penetrar en el ordenador de la sede central de la Policía italiana en Roma. Había tardado veinte minutos; acceder al programa del laboratorio de la Policía Científica le había costado algo más. Cuando, por fin, rompió el filtro y, a velocidad de vértigo, empezó a copiar los archivos, se le ocurrió la idea del virus. «Les voy a dejar un regalito», pensó. La idea iluminó su cara de niño malo.
—¿Qué te pasa, Zorian? —preguntó uno de los técnicos que estaba trabajando en las escuchas telefónicas.
—¿Que qué me pasa? Pues lo que me pasa, colega, es que soy un genio, coño. Eso es lo que me pasa.
—Bueno, hombre, yo en tu lugar tampoco exageraría; quien más quien menos, todos hemos tenido una abuelita.
Costan Zorian no contestó. Estaba seriando los archivos que había pirateado del ordenador de la Policía italiana. Cuando concluyó el trabajo, abandonó la burbuja tarareando una melodía que vagamente recordaba los acordes de Pop corn, un éxito musical de los años setenta del siglo XX. Al doblar un recodo del pasillo se dio de bruces con Marko, el mayordomo.
—Quiero hablar con Merkurio, es muy urgente —le dijo en un tono de voz que delataba su nerviosismo.
—Veré si él quiere hablar con usted —respondió con displicencia el mayordomo.
—Lo que tengo que decirle es muy importante.
—Eso lo decidirá él. Sígame y espere en el salón —zanjó el mayordomo.
Costan Zorian tenía treinta años, un cociente intelectual muy alto y una personalidad infantiloide. Ni siquiera reparó en la distancia con la que le trataba el mayordomo; estaba tan satisfecho de haber penetrado en el ordenador central de la Policía italiana que, como el niño grande que era, lo único que aguardaba era el reconocimiento de los adultos y el premio a su proeza. Cuando el coronel, el ayudante de Merkurio, entró en el salón, Zorian estaba jugando con la esfera armilar que presidía uno de los rincones de la estancia.
—No sé si conoce el valor de esa pieza, tiene más de cuatrocientos años y es un ejemplar único —dijo el militar subrayando cada una de sus palabras.
—Lo siento, pero no creo que se vaya a romper.
—Déjela, por favor, a Merkurio no le gustaría ver que alguien está jugando con la esfera como si fuera una ruleta. Bien, Zorian, ¿qué es lo que tiene que decirnos?
—Quiero hablar con Merkurio, lo que tengo que decir es muy importante —respondió Zorian, resentido por las palabras del militar.
—Merkurio está muy ocupado. Dígame a mí lo que tenga que decir —respondió el coronel en un tono de voz conminativo.
—Está bien, he conseguido penetrar en el ordenador de la Policía italiana. He hecho lo que me pidió Merkurio, ahora necesito saber qué es lo que le interesa. Tengo todos los archivos; los he copiado todos —añadió, con un deje de superioridad.
—Lo que me dice es muy importante. Le felicito por su trabajo. A Merkurio le gustará la noticia. Espere aquí, veré si puede hablar con usted.
Diez minutos después, seguido del coronel, el gigantesco anciano irrumpió en la estancia. Cuando llegó a la altura de Zorian, el informático sintió miedo. La mirada de aquel hombre era una mirada de fanático.
—Me dice el coronel que ha conseguido entrar en los archivos de la Policía italiana. ¿Es eso cierto?
—Sí, señor. He conseguido descifrar el código y entrar en el ordenador central. He copiado todos los archivos.
—¿También los del laboratorio de la Policía Científica?
—Sí. También los tenemos. Ahora, como le decía al coronel, necesito que me digan ustedes qué documento es el que les interesa ver.
—No perdamos tiempo, veamos si es verdad. ¡Acompáñenme hasta la «burbuja»! —ordenó Merkurio.
Todos le siguieron. Al llegar a la estancia, Costan Zorian se sentó frente al ordenador e inició el rastreo de los archivos. Merkurio y el coronel permanecían de pie junto a él.
—¿Qué es lo que buscamos? —preguntó.
—Algo que tenga relación con Venecia, un robo en Venecia, en San Marcos, o algo así —contestó el militar.
—Venecia, Venecia, por Venecia no encuentro nada —dijo el informático mientras seguía rastreando archivos con el ratón.
—Tiene que estar, pruebe con San Marcos —ordenó el coronel.
—Veamos: San Marcos, San Marcos… «Informe San Marcos». ¡Aquí está! —exclamó Zorian señalando con un dedo la pantalla—. Supongo que es esto, vamos a ver qué dice, lógicamente está escrito en italiano. A ver, a ver… Sí, aquí habla de «… revisadas las pruebas de ADN, podemos concluir que…». ¿ADN? Creía que buscaban algo relacionado con un robo.
—¡Zorian! ¡No le pago a usted para que establezca conjeturas! Limítese a hacer su trabajo —cortó con sequedad Merkurio con un registro de voz que sonó como si fuera un chasquido—. ¡Copie el documento! —prosiguió—. Saque una copia en papel y guarde el programa. Ah, y no lo comente con nadie. He dicho con nadie. ¿Entendido?
—Sí, claro; no hace falta que levante la voz —respondió Zorian, dolido por lo que entendía que era una falta de consideración hacia su persona, sobre todo tras el éxito de su incursión pirática—. Aquí tiene la copia —añadió.
—Está bien. Por hoy, su trabajo ha concluido. Puede hacer lo que quiera, pero ya sabe que no debe abandonar la casa.
—Lo sé, lo sé, no hace falta que me repita tantas veces las instrucciones. No estamos en la milicia.
Merkurio no respondió, hizo una seña al coronel y el militar cogió los papeles que había vomitado la impresora. Los dos hombres miraron con desprecio al joven que tenían delante y abandonaron la «burbuja». Zorian no dijo más. «Estos cretinos —pensó para sus adentros— no saben apreciar mi genio». Estaba muy dolido.
Los dos hombres se dirigieron al despacho de Merkurio. Una vez allí, el anciano de pelo blanco se sentó frente a su mesa y procedió a examinar el documento pirateado por Zorian. Pasado un tiempo —que el coronel respetó de pie y en silencio—, el dueño de la casa habló:
—Coronel, estamos de racha. Según dice aquí —añadió, señalando las fotocopias—, el ADN analizado por la Policía italiana a partir de las muestras obtenidas en San Marcos ¡es similar al que conocemos de las muestras obtenidas hasta ahora en la «campaña de vacunación»!
—¡Enhorabuena, señor! Estaba usted en lo cierto.
—Sí, coronel, yo estaba en lo cierto. Han sido muchos años para hacer realidad un sueño. Ahora ya nadie podrá poner en duda ni nuestras raíces históricas ni nuestros derechos territoriales. Hoy es un gran día para Macedonia, aunque la mayor parte de nuestros compatriotas no lo saben.
—Pero usted se lo hará saber, ¿no es así, señor? —preguntó el coronel queriendo avizorar los planes de Merkurio.
—Todo a su debido tiempo y por su orden. Usted, coronel, es militar y sabe la importancia que tiene el orden. Aguardar a que las piezas encajen. La precipitación es enemiga de la victoria. Nosotros, lo dice aquí, en este papel —afirmó el hombre señalando la fotocopia—, nosotros —repitió—, ya hemos ganado una batalla, pero la guerra no ha terminado. En realidad, para nuestros enemigos ni siquiera ha empezado porque hasta ahora todos nuestros movimientos han sido discretos o secretos. Todavía no ha llegado la hora para navegar en superficie, de momento el submarino debe seguir bajo el agua —concluyó, con aire enigmático, el coloso.
—Bien, señor, yo, como bien sabe usted, no acostumbro a ser indiscreto. Se lo preguntaba por estar al tanto y colaborar en los próximos movimientos. Nada más.
—Sí, sí, coronel. Sé de su lealtad. Nunca me ha fallado y espero que eso nunca suceda. Ya sabe usted que para mí la lealtad lo es todo, y cuando digo todo, quiero decir que es hasta el final. Hasta dar la vida, si fuera necesario.
—Cuenta usted conmigo para siempre, señor —contestó el militar cuadrándose y dando un taconazo. Fue un acto instintivo, reflejo de sus muchos años en la milicia.
—Relájese, coronel, que ya no está usted en la Milicija. Quiero que vaya usted a Skopie y que prepare todo lo necesario para reunir el Foro Financiero y de Empresarios para celebrar el lunes de la semana que viene una sesión en el hotel Holiday Inn. Puede invitar, también, a algunos periodistas. Trabaje usted en nuestras oficinas en la capital, hable con mi secretaria para que le dé la lista de los periodistas que quiero que asistan; ella le orientará, también, con los empresarios —ordenó Merkurio, posando de nuevo la mirada sobre las fotocopias que le había entregado Zorian, el hacker informático.
—Coronel, ni que decir tiene que no debe comentar ni una palabra de esto —señaló los papeles— a nadie. Nadie en el Ministerio del Interior debe saber que tenemos en nuestras manos lo que los italianos llaman «Informe San Marcos». ¿Me ha entendido usted bien?
—Sí, señor. Nadie, nadie sabrá por mí que tenemos ese informe.
—Eso espero —replicó el coloso inclinando la leonina cabeza y fijando la mirada en la media docena de folios que contenían una copia pirata del informe encargado por la Questura de Venecia sobre el ADN de las muestras tomadas en el sarcófago que se encuentra bajo el altar mayor de la basílica de San Marcos.