Capítulo 11

—Comisario —dijo la voz al otro lado del teléfono—, hemos encontrado el cadáver de un hombre en San Lazzaro. Creo que debería venir a verlo. —Era la voz del inspector Benzoni, su ayudante.

—Tarsizio, estoy muy liado con todo el asunto de San Marcos. Llama tú al juzgado y habla con el juez para que vaya a levantar el cadáver, conoces igual que yo los trámites. Por cierto, Benzoni, te había enviado a Mestre a rastrear los talleres. ¿Qué diablos haces en San Lazzaro?

—Insisto, jefe, en que debería echar un vistazo al fiambre. No quiero decirle nada por teléfono, pero creo que es importante que lo vea. Creo que podría tener algo que ver con el asunto del que me habla —respondió el inspector con tono de voz confidencial.

—¡Benzoni, no te oigo bien! ¿Por qué bajas la voz?

—Sí, sí, jefe, hay periodistas. Seguramente les han avisado desde el monasterio y han venido a cubrir la noticia.

—No puedes hablar porque tienes a los periodistas delante. ¿Es eso lo que me quieres decir, Benzoni?

—Usted lo ha dicho, comisario. Así es. Por eso le digo que creo que debería venir a ver lo que hemos encontrado.

—Voy enseguida. Que no toquen el cadáver, ya sabes cómo se pone su señoría…, y no te quiero decir si está de guardia uno de los jóvenes que han llegado hace poco a la Audiencia.

—Descuide, jefe, así lo haremos, pero no tarde, que esto parece el carnaval.

Marco Sforza tardó veinte minutos en llegar a San Lazzaro degli Armeni, una islita que se encuentra frente al Lido y sobre cuya exigua superficie se levantan un monasterio, una iglesia, una biblioteca, una imprenta, un claustro, una pequeña destilería y minúsculos jardines y huertos cuidados con esmero por un reducido grupo de monjes de origen armenio.

Al desembarcar, observó que en la pequeña explanada que a modo de bandeja se ofrece al visitante como antesala de la sobria belleza del cenobio había un movimiento inusual de gente.

Los carabinieri habían acotado una zona formando un perímetro vedado a los curiosos junto a uno de los caminos de tierra que unen el embarcadero con la entrada del monasterio, donde se levanta la estatua en bronce de Manug di Pietro, «Mechitar», el monje armenio fundador de aquel pequeño universo de estudio y rezos.

Aquel punto del embarcadero es el lugar preferido de los turistas porque ofrece una vista incomparable de la Laguna. Los carabinieri que estaban de guardia frente a la entrada del monasterio le reconocieron y, tras cuadrarse, le dejaron pasar.

Una vez en el interior, al llegar al claustro, el comisario preguntó por el inspector Benzoni.

—Creo que está en la biblioteca, comisario —respondió uno de los carabinieri, que estaba de guardia bajo los arcos de uno de los corredores del austero claustro, en cuya zona exterior crecían docenas de plantas y flores de diferente familia, color y tamaño.

—Perdone, padre, ¿dónde está la biblioteca? —preguntó el policía a un anciano vestido con una sotana negra que ajustaba con una correa de cuero.

—Le acompaño, hijo.

—Padre, ¿qué es lo que ha pasado?

—Pues la verdad es que no sé exactamente cómo ha ocurrido, pero me han dicho que en la biblioteca ha aparecido un hombre muerto. Perdone que no le pueda dar más detalles, porque, la verdad, yo estaba trabajando en la imprenta cuando ha venido el grupo de turistas en el que iba ese hombre, pero ya le digo que hablo de oídas y me limito a repetir lo que me han dicho mis hermanos.

—¿Un grupo de turistas? Así que esa persona, la que ha fallecido, no pertenecía a la comunidad, no vivía aquí con ustedes.

—No, no pertenecía a la comunidad, pero no le sorprenda, porque al cabo del año por aquí pasan varios miles de visitantes, de turistas que sienten curiosidad por el monasterio y, en el caso de los ingleses, por Lord Byron. ¿Sabía usted que Lord Byron vivió aquí, en San Lazzaro?

—¿Byron, el poeta inglés? Sabía que había estado en Venecia, pero creía que había vivido en el Gran Canal; creo recordar que en el Palazzo Mocenigo hay una placa en la que dice que vivió allí.

—Sí, así es, en 1818, pero antes estuvo aquí en San Lazzaro; el «gran libertino», como le llamaron en su tiempo, también tenía un lado místico y estuvo aquí, tuvo su propia celda, estudió nuestra lengua y le gustaba nuestro licor de pétalos de rosa. Desde aquí salía hacia el Lido para cabalgar por la arena con su amigo Shelley. En la biblioteca, bajo un retrato suyo que recuerda su paso por este santo lugar, es donde apareció a mediodía el cadáver de ese hombre. ¡Dios mío, qué sacrilegio! Un crimen en San Lazzaro, nunca había ocurrido algo así en los tres siglos de vida del monasterio —exclamó el monje con aire de pena.

—Lo siento, padre, pero estas cosas pasan —replicó el comisario, sin saber muy bien qué contestar.

—En fin —añadió el religioso—, hemos llegado. Ésta es la biblioteca —dijo señalando una amplia estancia en forma de recodo cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías de madera de peral abarrotadas de libros antiguos. Al entrar, lo primero que llamó la atención del comisario Sforza fue una momia. Estaba en el interior de un armario colocada en posición vertical.

—No es ése el fiambre, comisario, el muerto que nos interesa es otro —dijo en tono de guasa una voz. Venía de atrás. Era el inspector Benzoni. Le acompañaban dos hombres; uno de ellos era un sargento de carabinieri, el otro, un monje.

—Benzoni, en estas circunstancias las bromas están de más.

—Lo siento, jefe. Le presento al padre Bernardo Trevisan, que es el prior del monasterio. Al sargento Muti ya lo conoce —dijo señalando al hombre uniformado, quien, al reconocer al comisario, se había cuadrado llevándose la mano derecha a la cabeza.

—Comisario Marco Sforza, padre.

—Encantado. Como le he dicho al inspector Benzoni, estamos desolados. Nunca había ocurrido nada parecido en San Lazzaro.

—¿Cómo ha sido?

—Ya se lo he contado a sus compañeros. Todos los días, a las once y media, recibimos a los grupos de visitantes. Llegan gentes de todas las naciones y también muchos venecianos que quieren conocer lo que hacemos en San Lazzaro. Le supongo al tanto de nuestro trabajo. Aquí no sólo nos dedicamos a rezar por la paz en el mundo; somos pocos, pero trabajamos mucho; trabajamos para preservar la memoria del pueblo armenio. Nuestra biblioteca es la más importante del mundo en libros de historia de Armenia; tenemos varios incunables. En estos siglos en los que los turcos arrebataron la libertad a nuestros antepasados, aquí, gracias a la generosidad de la ciudad de Venecia, se preservó la memoria del pueblo armenio, de sus luchas, de su saber y también de la tragedia que fue el genocidio al que los turcos sometieron a mi pueblo a principios del siglo XX. Tenemos una imprenta y traducimos libros. Todos los monjes de nuestra comunidad son políglotas. No le quiero aburrir, comisario, pero estamos desolados. La muerte de ese hombre ha venido a quebrar el ambiente de recogimiento y estudio que resume la vida de la comunidad armenia de San Lazzaro.

—Lo comprendo, padre, lo comprendo. Intentaremos molestarles lo menos posible, pero debe entender que la justicia tiene que seguir su camino, y si, como parece, estamos ante un crimen, no nos queda otro remedio que investigarlo.

—De que estamos ante un homicidio no hay duda, jefe. El finado tiene una herida sangrante en una pierna —dijo el inspector.

—¿Una herida en una pierna? Y ¿es eso lo que le ha provocado la muerte? —preguntó el comisario sin disimular el asombro causado por las palabras de su compañero.

—Eso he dicho, comisario. Ahora se lo explicaré con más detalles. Si le parece, vamos a la escena del crimen —añadió, al tiempo que con una mano señalaba hacia un lugar situado en el centro de la estancia. Al llegar hasta el punto indicado, el comisario observó que colgado en lo alto de una de las paredes había un retrato de Lord Byron. Con una mirada entre melancólica y canalla, el poeta parecía observar cuanto ocurría en la estancia.

—Ahí lo tiene, jefe —exclamó el inspector señalando el cuerpo caído de un hombre de pequeña estatura que por su aspecto debía de rondar la treintena. Llevaba pantalones cortos, calzaba zapatos deportivos de color blanco y calcetines del mismo color. Como había indicado Benzoni, en la pierna derecha tenía una herida, un pinchazo del que había manado un poco de sangre.

—Según han contado algunos de los testigos —dijo el prior—, cuando el grupo de visitantes estaba aquí, escuchando las explicaciones de nuestro guía, el hombre —añadió señalando al cadáver— dio un grito y poco después se desplomó.

—Habla usted de un guía…

—Sí, es el padre Nazarian.

—He hablado ya con él, comisario —terció el inspector Benzoni—. Me ha dicho lo que ha contado el padre Trevisan, que él estaba hablando, contándoles a los turistas la historia de esta momia que al parecer es un príncipe egipcio…

—El príncipe Nehmeeket, un miembro de la familia del faraón que vivió mil años antes de Cristo —añadió el prior.

—¿Y los demás visitantes? ¿Qué sabemos de ellos? —preguntó el comisario.

—Poco, jefe. Se marcharon con el barco al terminar la visita. Nadie les dijo que debían quedarse, tenga en cuenta que esto ha pasado hace dos horas y en medio de la confusión a nadie se le ocurrió pedirles que se quedaran. Ya sabe que son pocos los viajes del motoscafo y los turistas van de un lado para otro.

—Pues vaya faena. Vamos a tener que averiguar en la ACTV cuántos billetes han vendido hoy para San Lazzaro. Quizá tengamos suerte, Benzoni, y alguno de los billetes lo hayan pedido desde algún hotel —dijo el comisario al tiempo que se inclinaba sobre el cadáver.

—Jefe, fíjese en la herida de la pierna, parece como si le hubieran clavado un punzón o un estilete. Es un corte limpio.

—¿Ha venido el juez?

—Le estamos esperando. Han llamado del juzgado diciendo que estaba en Burano y que venía hacia aquí.

—¿En Burano? ¿Estando de guardia, qué se le habrá perdido en Burano? —preguntó en voz alta el comisario.

—Por la hora que es, lo mismo se ha ido a comer un risotto a Da Romano.

—¿Estando de guardia? No creo. No seas mal pensado, Benzoni. Por cierto, me tienes que informar de tu excursión a Mestre.

—Sí, jefe. Ha sido productiva. Ya hablaremos.

Mientras los policías, agachados, examinaban el cadáver, un hombre joven vestido con descuidada elegancia irrumpió en la escena del crimen.

—Buenas tardes, señores. Soy Giacomo Zanetti, juez de guardia de Venecia. ¿Quién está aquí al mando de la investigación?

—Marco Sforza, señoría, comisario jefe de Venecia —contestó el policía, al tiempo que se incorporaba para saludar al recién llegado.

—¿Usted? ¿Usted está al mando de la investigación? No me han informado de que el asunto fuera tan importante —replicó el magistrado, con un tono de voz impertinente.

—Trabajamos duro para que los ciudadanos puedan vivir felices y confiados —respondió el comisario con sorna.

—Bien, por favor, póngame al tanto de lo ocurrido. ¿Saben ya quién era y de qué ha fallecido? —preguntó señalando el cuerpo del hombre que yacía tendido en el suelo.

—No, la verdad es que todavía no podemos contestar a ninguna de las dos preguntas. Como es lógico, no hemos tocado el cadáver esperando a que llegara su señoría. Por las estimaciones del inspector Benzoni —añadió el comisario, señalando a su subordinado— la víctima parece que podría haber sido agredida con un objeto punzante. Como verá, tiene una herida en la pierna derecha. Los hechos han ocurrido sobre las once, hace dos horas y media.

—Bien, regístrenlo.

—Si no le importa, lo haré yo, comisario —dijo el inspector.

—Como quiera, Benzoni.

El inspector se acercó al cadáver y fue depositando en el suelo los objetos que encontró en los bolsillos del caído.

—No lleva documentación, jefe. Tenía dinero, dos mil… doscientos… treinta y dos euros, dos mil doscientos treinta y dos euros; una guía de Venecia, una llave, unas gafas, un abono de la ACTV y esto —añadió mostrando lo que parecía ser un resguardo de la consigna de la Ferrovia, la estación de ferrocarriles de Santa Lucia, que se encuentra en el lado oeste del Gran Canal.

—Creía que habían suprimido las consignas en la Ferrovia, para evitar amenazas terroristas —dijo el juez.

—Hay un servicio nuevo para los turistas que llegan cargados de maletas y disponen sólo de unas horas para visitar Venecia. Les toman el nombre y les obligan a identificarse presentando el pasaporte. Así que si éste ha seguido el procedimiento, pronto le tendremos identificado.

—¡Ojalá! La verdad es que un muerto en San Lazzaro en plena Bienal no es lo que más favorece la imagen de Venecia. La prensa se va a poner las botas con este asunto.

—Lo peor —añadió el juez señalando al cadáver— es que al contar la historia de este pobre diablo recordarán el caso «todavía sin resolver» de lo ocurrido en San Marcos.

Había pronunciado las últimas palabras con desdén. El magistrado tenía a gala marcar distancia con los funcionarios de Policía; era una suerte de esnobismo que le había convertido en un hombre muy bien tratado en determinados ambientes periodísticos muy politizados. Por el contrario, los policías le aborrecían y temían el día que estaba de guardia en la sede central de los Juzgados de Venecia. Sforza era un veterano y no se dejó intimidar.

—El asalto tuvo lugar hace tres días, es verdad que «todavía» no está resuelto. En cambio, la Justicia lleva sus asuntos al día…

—¿Qué insinúa, comisario?

—Digo, señoría, que las cosas llevan su tiempo y que el eco mediático que está teniendo el asalto a la basílica no nos debe hacer perder la cabeza. Más pronto que tarde cogeremos al culpable, pero debemos estar seguros del terreno que pisamos, ¿no le parece?

—¿Por qué habla de «culpable», en singular? ¿Es que dispone ya de una pista sobre la identidad de quién perpetró el asalto?

—Bueno, culpable o culpables, era una forma de hablar —contestó el comisario eludiendo dar cuenta al juez de sus conjeturas sobre el modo de operar seguido por el intruso. Sin llegar a detestarlo, como abiertamente reconocían sus compañeros de la brigada, tampoco a él le caía bien el magistrado.

—Creo que me oculta algo, Sforza.

—Señoría, hasta que la anguila no está en el plato no se puede decir que la pesca ha sido buena. Ya sabe usted lo escurridizos que son esos bichos.

—Bien, no creo que lo ocurrido en San Lazzaro tenga que ver con el intento de robo de San Marcos, pero, como nunca se sabe, si hubiera algún nexo, entonces el caso caería en mi juzgado; de ser así, comisario, me temo que usted y sus hombres tendrán que hacer horas extraordinarias.

—Espero que, al menos, las paguen, no como viene sucediendo hasta ahora —contestó, sin arrugarse, el policía.

—Bueno, bueno, ya veremos —dijo el juez, dando la espalda al comisario y dirigiéndose a la secretaria del juzgado, que había asistido a la escena en silencio—. Carlotta, tome nota, por favor: «En San Lazzaro, a las trece horas y veinte minutos del día 5 de septiembre, procedemos al levantamiento del cadáver de un varón de unos treinta años, caucasiano, pelo de color trigueño, ojos…».

La funcionaría, una mujer joven y despierta a la que unas gafas de concha de color rojo y montura alargada conferían un aire de grulla simpática, empezó a redactar el atestado escribiendo a gran velocidad.

—Si no ordena lo contrario —interrumpió el comisario—, me gustaría seguir con la investigación, todavía hay algunos cabos sueltos que quizá alguno de los religiosos pueda aclararnos.

—Está bien, hágalo, pero esté localizable. Carlotta —preguntó el juez mirando a la secretaria del juzgado—, ¿tenemos el número del móvil del comisario?

—Sí, señor juez, lo tenemos.

—Bien, entonces no veo inconveniente en que prosiga usted su trabajo y nos deje a nosotros concluir el nuestro.

Marco Sforza no contestó. «Definitivamente —pensó—, este tío es un gilipollas». Tras un gesto que quería remedar un saludo militar, dio media vuelta y se alejó del lugar en el que el cuerpo sin vida del desconocido parecía haber entrado ya en contacto con el misterioso silencio de la Tierra.