A la espera de noticias del inspector Benzoni, al que había enviado a Mestre a investigar en los talleres mecánicos de la ciudad, Marco Sforza volvió a la plaza de San Marcos. En otras circunstancias, se habría aproximado a cualquiera de los míticos cafés del lugar y habría pedido una ombretta, el aperitivo local, pero aquel día no estaba de humor para tomar vinos. Caminaba distraído, sin fijarse en la gente; al pasar junto a las mesas del café Florian, uno de los camareros le reconoció.
—¿Qué tal va la cosa, comisario? ¿Les han cogido ya?
—Estamos en ello. Aún es pronto, pero no te preocupes, que los cogeremos —respondió el policía.
«Lo que no sé es cuándo», pensó. Al escuchar las solemnes campanadas del reloj de la Torre dell’Orologio, echó una mano al bolsillo buscando el teléfono móvil. Después marcó el número de su casa. Vivía solo atendido por una asistenta de nacionalidad rumana, una señora de armas tomar que pasaba de los cincuenta y había sobrevivido a las cárceles de Ceaucescu.
—María, ¿cómo está? —preguntó al escuchar la voz metálica de la mujer—. María —añadió—, no iré a casa en todo el día. Así que coma usted y no me espere.
—Señor Marco, ¿cuánto tiempo cree que aguantará sin comer? No puede ser; si no come, no trabaja, y entonces será usted mal policía.
—No se preocupe, María, aunque no vaya a casa, comeré algo, no se preocupe. Adiós.
—Adiós, señor Marco. Rezaré por usted —contestó la mujer.
«Falta me hará», dijo para sí el comisario, cortando la conexión.
—¡Falta me hace! —añadió en voz alta con un timbre tan alto que espantó a dos palomas que hasta aquel momento habían permanecido ocultas a la vista de los transeúntes, cobijadas bajo el falso techo de una de las arcadas de la galería comercial.
Sforza las miró y, como si una idea nueva hubiera trazado una raya en sus pensamientos, se llevó una mano a la frente y la lanzó después al aire.
—¡Claro, hombre! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? —dijo en voz alta, sorprendiendo a una pareja de turistas japoneses que se le quedaron mirando.
Dejándose llevar por la corazonada, salvó a grandes zancadas los pocos metros que le separaban de la puerta principal del templo. Al llegar, uno de los agentes que hacían guardia en la entrada le reconoció y se cuadró.
—Buenas tardes, comisario. Sin novedad en la zona.
—Gracias. Dígame, ¿siguen dentro los del laboratorio de huellas?
—Sí, creo que todavía queda alguno, comisario.
—Bien, gracias. Infórmeme si hay novedades —contestó Sforza despidiéndose del carabiniere. Después entró en el templo y se dirigió hacia la angosta escalera que sube hasta el primer piso de la basílica, en uno de cuyos rincones se halla la Logia de los Caballos, donde, a salvo de la intemperie, se encuentran los famosos caballos de bronce traídos desde Constantinopla. Una réplica de este grupo escultórico único en el mundo corona la parte exterior de la balconada de la basílica que encara la plaza de San Marcos.
Sin detenerse, como impulsado por un resorte, el policía se dirigió hasta la parte posterior de una de las galerías del primer piso que está habilitada como museo de tapices y cuadros. Había estado allí hacía cosa de un año acompañando a Philippe de Vaucluse, un colega francés, ex comisario jefe de París y flamante director de Interpol, que estaba de vacaciones con sus hijos, y recordó que al final del recorrido, junto al recodo de una escalera que se abre sobre el rellano, había unos servicios ante los que la gente mayor guardaba cola. A medida que se acercaba al lugar observó que abajo, en el centro de la nave sobre la que se yergue el baldaquino construido sobre el altar mayor, había tres hombres enzarzados en lo que parecía ser una interesente disputa. No alcanzaba a oír con nitidez sus palabras, pero la articulada gesticulación de los tres no ofrecía dudas: eran italianos. El comisario esbozó una sonrisa. Sin detenerse salvó los últimos metros que le separaban de la zona de los lavabos.
Al llegar frente a ellos, entró en el de caballeros. Una vez dentro, apoyando los pies en la taza del váter, logró alcanzar el techo. Era de yeso. Sacó la pistola y, con la culata, golpeó la superficie. Sonaba a hueco. Guardó el arma y haciendo fuerza con las dos manos consiguió separar una de las placas. Una pequeña nube de partículas de yeso se le vino encima. Se limpió con el dorso de una mano y volvió a empujar. La placa había dejado al descubierto un hueco de dimensiones reducidas. «Aquí no cabría ni un enano», se dijo, decepcionado, al comprobar las reducidas dimensiones del sitio. «Voy a ver en la toilette de señoras, a ver si hay suerte». Entró, pues, en el lugar y tras comprobar que el techo era de similares características, repitió la operación.
Apoyando los pies en la taza se encaramó en lo alto y, haciendo fuerza con las dos manos, no sin fatiga, consiguió desplazar uno de los paneles. Sabedor de la lluvia de yeso que le esperaba, cerró los ojos. Al abrirlos miró hacia arriba y fue entonces cuando el asombrado carabiniere, que había llegado hasta allí atraído por los ruidos y contemplaba estupefacto la escena, le oyó decir al comisario Sforza aquellas palabras que luego él habría de repetir una y otra vez, en cada ocasión que le pedían que contara lo que había visto en San Marcos.
—¡Bingo! ¡Bingo, coño, bingo!
—Comisario, ¿está usted bien?
—Sí, amigo, estoy estupendamente. Hágame un favor, llame a los del laboratorio de huellas y dígales que suban aquí y empiecen a peinar esto —contestó Marco Sforza, señalando el hueco que se abría en el techo, un amplio espacio flanqueado por dos robustas vigas. Un hueco en el que una persona de poca estatura podría haber encontrado refugio a cubierto de miradas extrañas.