Procedente de Zagreb, adonde había viajado desde Londres, el profesor William Sharp —una eminencia en el diagnóstico de enfermedades genéticas y en análisis de filiación e identificación— llegó a Dubrovnik a media tarde del día 5 de septiembre. El viaje en coche desde la capital de Croacia le había fatigado; los últimos kilómetros por carreteras que serpenteaban entre montañas se le habían hecho eternos. Al llegar a Villa Cassandra le sorprendió la rotundidad del paisaje y el metálico y rizado brillo de la mar.
Le estaban esperando. El coche en el que viajaba, un Mercedes de última generación, penetró a buena marcha en el interior de la villa, deteniéndose a las puertas de una cortina metálica tras la que se abría un espacioso garaje. Al salir del coche, el profesor se dirigió a la parte de atrás a recoger su equipaje, pero el chófer se le había anticipado y tenía ya su maleta en la mano.
—Es por aquí —dijo, señalando a una puerta que parecía ser la de un ascensor—. Sígame, por favor.
Sharp no contestó. Se limitó a caminar hacia el ascensor.
Cuando éste se abrió, apareció otro hombre en su interior. Era un hombre de unos cuarenta años con el pelo muy corto. En un inglés que delataba su origen eslavo se dirigió al profesor.
—¿Ha tenido usted un buen viaje? —preguntó.
—Sí, gracias; se me ha hecho un poco largo, pero ha sido interesante, gracias.
Tras aquellas palabras de cortesía, los dos hombres permanecieron en silencio. El inglés calculó que el ascensor unía el garaje con una segunda o tercera planta, pero en el panel de mandos no había ninguna indicación capaz de corroborar tal suposición.
—Ya estamos —dijo el acompañante haciéndose a un lado para dejar paso al recién llegado.
—Gracias —respondió el profesor al tiempo que salía del ascensor para entrar en un salón cuyos espaciosos ventanales daban al Adriático.
Frente a él, de pie, llenándolo todo con su enorme corpulencia, estaba aquel hombre que se hacía llamar Merkurio.
—¡Bienvenido, profesor Sharp! Le agradezco que haya aceptado mi invitación y que lo haya hecho tan pronto. Pase y tome asiento. ¿Le apetece algo de beber? —preguntó al tiempo que miraba a un hombre vestido de camarero que aguardaba en silencio en un rincón de la estancia.
—Pues no sé qué decirle —contestó el recién llegado—, pero, en fin, dada la hora a la que salí esta mañana de Londres y lo tarde que es, aceptaría un gin-tonic.
El camarero hizo una ligera reverencia y salió de la estancia.
—¿Usted no tomará nada, señor? —preguntó el inglés.
—Ahora no, profesor, quizá más tarde, después de la cena a la que espero que nos acompañe —respondió el anfitrión sin desviar la mirada de su interlocutor—. Profesor —añadió—, he leído en su currículo que es usted especialista en diagnóstico de enfermedades genéticas y en análisis de filiación e identificación.
—Sí, así es.
—La segunda parte de su especialidad es la que nos interesa —dijo Merkurio invitando con un gesto al profesor para que tomara asiento.
—Creía que su interés se centraba en la arqueología y en los vestigios del mundo antiguo —respondió el doctor Sharp, poniéndose instintivamente en guardia.
—Y así es, profesor. Mis socios y yo nos interesamos por conocer el pasado teniendo en cuenta el presente.
—Perdóneme, pero no entiendo muy bien lo que quiere decir.
—Pues es muy sencillo, doctor Sharp. Usted es un gran especialista en ADN y nosotros tenemos un acertijo que someter a su consideración, como supongo le informó la persona que se puso en contacto con usted en Londres. Queremos que nos ayude a interpretar lo que tengo entendido que ustedes, los expertos, llaman un «árbol filogenético» —añadió.
—¿Cómo dice usted? —replicó desconcertado el profesor—. Creía que mi trabajo iba a consistir en analizar restos óseos procedentes de alguna excavación, eso fue lo que creí entender de cuanto me habló la persona que en su nombre se puso en contacto conmigo en Londres.
—Quizá Wilson, nuestro representante, no se explicó bien. Aunque es verdad que también nos gustaría contar con su colaboración para datar las características de un hallazgo arqueológico. Por ambos trabajos será usted espléndidamente recompensado. ¿Qué le parece un primer pago de cincuenta mil libras ahora y otras tantas al terminar su trabajo?
—¿Cien mil libras? —preguntó el profesor cambiando el signo de su desconcierto—. Cien mil libras son…
—Mucho dinero —interrumpió el anciano con sorna.
—Exactamente, es mucho dinero —acertó a decir el recién llegado—. Y ¿qué es lo que quieren ustedes que haga a cambio de tanto dinero? —preguntó.
—Lo sabrá a su debido tiempo. Ahora —añadió el hombre que se hacía llamar Merkurio— lo único que necesito saber es si acepta usted nuestra oferta.
—Pues la verdad es que sí. Sus razones son muy poderosas, así que acepto —contestó el doctor Sharp probando el gin-tonic que minutos antes le había traído el camarero.
—Bien. Ha tomado usted la decisión correcta. A partir de este momento debo pedirle un favor: debe usted comprometerse a que nada de cuanto vea u oiga aquí le pertenece. Exijo a mis colaboradores la máxima eficiencia y también la máxima discreción. Sobre este aspecto no admito fallos. Debe quedar claro desde el primer momento. ¿Lo ha entendido usted bien? —preguntó, clavando en su interlocutor una mirada fría como un estilete.
William Sharp sintió un escalofrío. De repente se dio cuenta de que aquel hombre tenía el don de ponerle nervioso. Tuvo un mal presentimiento, pero no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza.
—Bien, profesor, empezaremos a trabajar mañana por la mañana. Pero nos veremos antes, nos veremos esta noche en la cena. Ivo —dijo señalando al camarero que había vuelto a entrar en el salón— le acompañará a su habitación. La cena será a las nueve hora local; supongo que un poco tarde para sus costumbres inglesas.
—Sí, la verdad es que para un británico fuera de las islas todo resulta un poco excéntrico, pero, en fin, me acostumbraré —respondió el doctor Sharp con una mueca que quería parecer una sonrisa.