Capítulo 5

Acuciado por las numerosas peticiones que había recibido, Ottavio Agrícola, el ministro del Interior de Italia, había decidido convocar una rueda de prensa. Odiaba a los periodistas casi tanto como los necesitaba. Llevaba muchos años en la política y sabía cuán importante era llevarse bien con aquella tribu en la que había dos tipos de individuos: los que urdían sus preguntas en función de sus afinidades políticas o adscripciones partidistas y los independientes; a estos últimos era a los que más detestaba porque, aunque eran pocos, solían ser insaciables, siempre dispuestos a hacer sangre.

Aconsejado por su jefe de Gabinete, el ministro había optado por guardar silencio hasta la hora prevista para la rueda de prensa. «Si antes de la rueda de prensa habla con alguna emisora, los demás periodistas se cabrearán», le había dicho. Resistió, pues, la tentación de llamar a alguno de los plumillas a los que utilizaba para filtrar noticias interesadas o crear determinados estados de opinión, pero estaba intranquilo. La conversación con el cardenal Lorenzi había contribuido al desasosiego. Según el cardenal, había que evitar a cualquier precio que las reliquias del apóstol fueran manipuladas para tratar de aislar los posibles restos de ADN. «A los santos —había dicho con voz seca— hay que dejarlos en paz. Meter sus restos bajo un microscopio sería una profanación, un verdadero sacrilegio que no estamos dispuestos a consentir». Italia es un Estado laico, pero el peso de la Iglesia es tan grande que ningún político que aspire a seguir en la política se puede permitir el lujo de ignorarlo. «Ni Berlinguer en los tiempos en los que el PCI era omnipresente se atrevió a desairar al Vaticano», pensó Ottavio Agrícola recordando los años en los que en Italia el Partido Comunista era la fuerza política más potente y mejor organizada.

Alicia, la secretaria del ministro, que sabía de la preocupación de su jefe, y era tan profesional como solidaria, trató de ayudarlo a llevar la mañana.

—Perdón, ministro, ¿ha leído usted la columna de Nicola La Bruna en Il Messaggero? La verdad es que está muy bien. Creo que debería llamarle. Dice en su análisis que el Gobierno aguanta por la solidez política del titular de esta casa.

—¿Ah, sí? ¿Eso dice La Bruna? No lo he leído, pero lo haré. Viniendo de él, la verdad es que es algo más que un cumplido. Gracias, Alicia. Le prometo que lo leeré más tarde; ahora, por favor, póngame con el director general de la Policía.

—Enseguida le pongo, ministro —contestó la secretaria.

Ottavio Agrícola quería saber si había alguna novedad sobre el caso del intento de robo en San Marcos.

Estaba preocupado por la rueda de prensa y llamó a Riccardo Salcioli, su jefe de Gabinete. Salcioli tenía el despacho junto al suyo, así que apenas un minuto después de recibir la llamada, entró en el despacho de su jefe casi sin darle tiempo a colgar el teléfono.

—Pasa, Riccardo, pasa —le dijo el ministro al tiempo que con una mano señalaba una de las sillas que tenía delante de su espléndida mesa—. Pasa y siéntate.

—Le veo preocupado… —dijo el recién llegado.

—Lo estoy, Riccardo. Estoy preocupado. No quiero cabos sueltos; no quiero que la jauría de periodistas se me eche encima preguntando sobre alguna cuestión de la que yo no esté al tanto, alguna filtración de la que no tenga ni idea.

—Tranquilo, ministro, todo está bajo control.

—Eso es lo que más me preocupa. Me preocupa que creamos que todo está bajo control. Ya sabes cómo son los periodistas. Seguro que alguien en alguna parte está tratando de sacar mierda de algún pozo negro o pagando a algún resentido para que se invente alguna historia con la que desacreditar al Gobierno en general y al ministro del Interior en particular. No me fío, Riccardo, no me fío —concluyó el ministro.

—Entonces, lo mejor sería suspender la rueda de prensa —dijo Salcioli.

—No, eso daría pie a todo tipo de especulaciones. No; vamos a mantener la conferencia de prensa, pero antes quiero hablar con el director de la Policía para que me informe de las últimas novedades. Quédate, le voy a llamar ahora mismo —añadió, al tiempo que apretaba un botón del interfono que le comunicaba con su secretaria.

—Alicia, por favor, llame al director de la Policía.

—Ministro, creo que le estamos dando más importancia a este asunto de la que realmente tiene; en última instancia se trata de un simple intento de robo y de ese mal nadie está a salvo. El año pasado, en Oslo, robaron El grito, de Munch, y recuerde lo que pasó en el Louvre con La Gioconda. Aquí, que yo sepa —concluyó el jefe de Gabinete—, no falta nada.

—He hablado con el cardenal Lorenzi y en el Vaticano están preocupados. Temen que el asalto forme parte de algo más que un robo. Sospechan que podría tratarse de una profanación o algo oscuro que iría más allá de un intento de robo.

—¿Una profanación? No entiendo muy bien cómo han podido llegar a esa conclusión.

—Por lo del altar mayor, Riccardo. La Policía todavía no ha encontrado una explicación para el hecho de que los ladrones, en lugar de ir a por la «Pala de Oro», se entretuvieran levantando la lápida de mármol que sellaba el sarcófago que contiene las reliquias de San Marcos.

—Perdone, ministro, no le había dado más importancia a ese detalle; he leído la noticia por encima, en Internet, y supongo que, como la mayoría, he pensado que los ladrones iban a por las piedras preciosas de la Pala de Oro y salieron pitando al sonar las alarmas. Lo del altar, no sé… quizá pensaron que podría contener oro o joyas. Es sabido que antiguamente junto a los restos de los santos se enterraban objetos de mucho valor. Quizá los salteadores eran modernos ladrones de tumbas como los que antaño saquearon las pirámides de los faraones.

El ministro no contestó. El argumento de su colaborador no parecía haber despejado sus preocupaciones. En eso sonó el teléfono. Era el director de la Policía.

—¿Sí? ¡Pisani! ¡Buenos días! ¿Qué novedades tenemos de Venecia? —preguntó el ministro a bocajarro.

—No hay gran cosa, ministro —contestó Alvise Pisani, un policía veterano que había logrado cierta notoriedad tiempo atrás, en los llamados «años de plomo», cuando Italia fue sacudida por el zarpazo de organizaciones terroristas de extrema izquierda y de extrema derecha.

Por aquel entonces, Ottavio Agrícola era ya un joven pío y ambicioso que, tras culminar de manera brillante la carrera de Derecho, se había afiliado a la Democracia Cristiana, partido que gobernaba en el país prácticamente sin interrupción desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

El joven y brillante abogado había sido destinado al Gabinete de estudios del partido y de allí había dado el salto al gran juego de la política de la mano de Aldo Moro, un hombre carismático que le había enseñado cuanto sabía en política. El final trágico de su mentor —fue secuestrado y posteriormente asesinado por un comando de las Brigadas Rojas, un grupo terrorista de extrema izquierda— había marcado su vida.

Fue en los días aciagos del secuestro de Aldo Moro cuando conoció al joven inspector Alvise Pisani. Había seguido toda su carrera en la Policía y cuando a Ottavio Agrícola le nombraron ministro, él, a su vez, llamó a Pisani para que se hiciera cargo de la Dirección General de la Policía.

—¿No me puedes decir nada? ¿No hay nada? ¿Ninguna pista de los ladrones, algún cabo del que tirar?

—He hablado hace media hora con el comisario jefe de Venecia y le he apretado las tuercas, pero me ha dicho que hay que esperar. Tengo a toda mi gente de Venecia trabajando en el caso, pero debe comprender que hay que dejar trabajar a los especialistas, están buscando huellas, están interrogando sospechosos, hablando con confidentes, analizando todo lo que circula por la Red… En fin, que nadie está tumbado en la playa del Lido, perdone que se lo diga así, ministro.

—¿Qué es lo que esperan encontrar en Internet? —preguntó, intrigado, el ministro.

—Pues… no lo sabemos todavía, pero Sforza, el comisario jefe de Venecia, cree que quien ha hecho una cosa así lo mismo necesita jactarse de su fechoría. Hay mucho loco suelto y también mucho exhibicionista, ya sabe la cantidad de cosas que cuelgan en Internet. Es una vía más, pero, en fin, la verdad es que yo no confío mucho en que de ahí podamos sacar algo en claro.

—Bueno, Pisani, tenme al corriente de cualquier novedad por pequeña que sea.

—Descuide, ministro, así lo haré.

—Adiós —respondió el ministro, y colgó el teléfono—. No hay nada nuevo, estamos como estábamos. A una hora de la conferencia de prensa y sin nada nuevo con que dar de comer a las fieras —añadió dirigiéndose a su jefe de Gabinete, que le contemplaba en silencio.

Riccardo Salcioli había pasado por momentos parecidos y la experiencia le decía que lo mejor era no decir nada porque en el estado de tensión en el que se encontraba su jefe era preferible dejarle hablar, no intervenir tratando de restar importancia al problema que tanto le preocupaba. Cuando alguna vez lo había intentado, el resultado había sido frustrante, así que, aconsejado por la sabiduría que da la experiencia, guardaba silencio.

—Creo, Riccardo, que no ha sido una buena idea convocar a los periodistas.

—Ministro, si quiere, desconvocamos la rueda de prensa.

—No, eso no, ya te he dicho que sería peor. En fin, todavía falta un rato, voy a revisar unos papeles y luego te llamo para que me acompañes a la sala de prensa.

—Claro, ministro. Aquí estaré.