Capítulo 4

Camino de Vergina, una pequeña población agrícola del norte de Grecia que se encuentra a cincuenta kilómetros de Tesalónica, Dimitri Jorga recordó el día en el que, meses atrás, dos hombres que dijeron ser policías se colaron en su casa de Skopie.

Nunca supo cómo habían dado con él porque llevaba meses quieto, había cambiado de nombre y en el barrio en el que residía nadie sabía nada de su vida de ladrón. Uno de los más hábiles y escurridizos de Belgrado, aunque también en Zagreb sabían de su habilidad para escalar fachadas, penetrar donde hubiera algo de valor, abrir cajas fuertes y salir sin dejar rastro. Un reportero de uno de los periódicos más populares de la antigua Yugoslavia habló de sus «hazañas» comparando su agilidad con la de Spiderman, el héroe norteamericano de los cómics. El mote había hecho fortuna y la propia Policía, que seguía muy de cerca sus pasos, lo había hecho suyo en los informes.

El último que manejaba la Policía de Serbia —heredera de los archivos centrales de la antigua Yugoslavia— le situaba en paradero desconocido, aunque sus datos biográficos consignaban que había nacido en Skopie, la capital de la Macedonia yugoslava. Dimitri Jorga no entendía de política, pero como todos los habitantes de Belgrado, se había visto arrastrado por el torbellino de la guerra; por eso, cuando Milosevic se hizo con el poder, decidió abandonar la capital. Primero estuvo un tiempo en la ciudad croata de Dubrovnik, pero la guerra también llegó hasta allí y Dimitri Jorga se fue antes de que la aviación serbia la bombardeara. Volvió entonces a Skopie, viviendo de la venta de las joyas que había conseguido en sus últimos robos en Belgrado. Pero después de una guerra la vida es muy cara y el dinero se va de las manos con la velocidad de la luz, así que estaba barruntando la posibilidad de trasladarse a vivir a Tesalónica, la gran capital griega del norte en la que ya había estado alguna vez siguiendo a los jugadores de su equipo, el Estrella Roja de Belgrado. Tesalónica es una ciudad grande, cuyas gentes —a juzgar por las muchas ventanas abiertas que vio al pasear por la avenida Tsimiski— a Dimitri Jorga le pareció que vivían muy confiadas.

En ésas estaba cuando una mañana en la que regresaba de hacer la compra en el supermercado que estaba dos manzanas más abajo de su casa recibió la visita de dos hombres en su apartamento del barrio periférico en el que vivía.

Acababa de dejar la bolsa con la compra encima de la mesa de la pequeña cocina en la que él mismo se preparaba la comida cuando sonó el timbre. «Debe de ser la pesada de la portera —pensó—, seguro que viene a cobrar el alquiler». Cuando abrió descubrió el error, pero ya era demasiado tarde.

—¿Dimitri Jorga? ¿Podemos pasar? —preguntó con tono burlón el más corpulento de los dos visitantes.

—Aquí no vive nadie que se llame así —contestó Jorga, captando al instante la condición de los recién llegados y mirando de reojo a la ventana que comunicaba con el patio interior.

—¿No está Dimitri Jorga? ¿A lo mejor prefieres que preguntemos por Spiderman?

Les dejó pasar.

—Estoy limpio. No tienen nada contra mí —dijo mirando al hombre que todavía no había abierto la boca.

—Lo sabemos, tranquilízate —contestó el grandullón.

Aquello había ocurrido hacía cuatro meses. Ahora aquel hombre que no había despegado los labios viajaba junto a él en un BMW algo pasado de moda.

Cubrieron los doscientos y pico kilómetros que separan Skopie de Vergina en dos horas; al avistar la población habían disminuido la velocidad. Su acompañante, que era quien conducía, comentó que no debían llamar la atención. Era la segunda vez que hacían aquel viaje. La anterior había sido a finales de julio, en medio de un calor que Dimitri Jorga creyó que no podría soportar.

Cuando llegaron a Vergina, la antigua Egas, capital que fue del rey Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, se mezclaron con los grupos de turistas que acudían a visitar el túmulo en cuyo interior se encuentran las tumbas de aquel rey y de un príncipe que, según decía la guía que habían comprado, podía ser Alejandro IV el infortunado hijo del conquistador de Babilonia. Confundidos con los grupos de visitantes, entraron en la sala hipogea donde se hallaban las tumbas excavadas. En el mismo lugar, bajo tierra, se encuentra expuesto el tesoro hallado en las tumbas. Entre otras maravillas tales como coronas de hojas de roble elaboradas en oro, a los dos hombres les sorprendió ver dos extraordinarias arquetas de oro macizo. Estaban dentro de una vitrina protegida por un cristal blindado.

A Dimitri Jorga, que antes de visitar el lugar nunca había oído hablar del rey Filipo II de Macedonia, lo que más le llamó la atención fue que en la tapa de las arquetas brillaba un sol de rayos destellantes con una luz que parecía brotar del interior del metal. Un sol y unos rayos que le recordaron los de la bandera de su país. En otras de las vitrinas se podía ver la espada, la armadura, la cimera, las grebas y el carcaj de oro del rey macedonio. También había una colección de diminutos retratos tallados en marfil —uno de ellos de Filipo y otro de su hijo Alejandro— y los huesos de aquel monarca, que —según explicó la guía a un grupo de turistas italianos que visitaban las tumbas— era lo que había quedado tras la cremación ritual del cuerpo del rey Filipo II, quien —según añadió— había sido asesinado cerca de allí, en el teatro de la ciudad, el día en el que celebraba la boda de una de sus hijas. Según la guía, tras incinerar el cuerpo del rey, sus restos fueran lavados con vino y tras ser envueltos en una túnica de púrpura, los depositaron en el interior de aquella maravillosa arqueta de oro macizo en cuya tapa brillaba el sol con dieciséis rayos —ocho principales y ocho secundarios—, que era el símbolo de la Casa Real macedonia.

Aquel sol era el que su hijo, Alejandro el Magno, llevaba en sus estandartes cuando al frente de sus tropas conquistó el Imperio Persa y llegó hasta la India. En el interior de la vitrina, efectivamente, se veían varios huesos, pero faltaba el cráneo.

El acompañante de Dimitri Jorga, hablando en inglés, preguntó por la calavera a una de las mujeres que vigilaban el museo.

—No está aquí en el museo, el cráneo está en el laboratorio. Lo están analizando —contestó señalando en dirección a la puerta.

El laboratorio estaba situado en la parte exterior del recinto en el que se habían excavado las tumbas. Es un edificio de una sola planta que, pared con pared, comparte sus instalaciones con una tienda de recuerdos, una cafetería y los servicios.

Al abandonar el túmulo, durante unos minutos, los dos falsos turistas se dedicaron a hacer fotos. Cambiando de posición y relevándose en la tarea lograron obtener varias imágenes del laboratorio. Después, mezclados con los turistas que hacían un alto en el recorrido, permanecieron un buen rato tomando café bajo un ciprés gigante cuya sombra abarcaba buena parte del tejado de aquel edificio en cuyo interior se encontraba el cráneo de Filipo II, el gran rey macedonio que, tras derrotar a tebanos, atenienses y espartanos, logró reunir bajo su poder a todas las ciudades de Grecia. Observando las ventanas del laboratorio, Dimitri Jorga pensó que los griegos eran gente muy confiada.

Poco antes de terminar la visita, los dos hombres se ocultaron entre la crecida vegetación que rodea el laboratorio y aguardaron la llegada de la noche. Cuando las sombras se apoderaron del recinto, Dimitri Jorga penetró en el edificio por una de las ventanas del piso alto, abriendo después la puerta a su acompañante, que parecía entumecido tras las tres horas de espera que habían permanecido escondidos entre los setos plantados en el interior del recinto arqueológico.

Dimitri Jorga no era un hombre culto; ni conocía la historia de Grecia ni era fetichista. Por eso no sintió la menor emoción al tener en sus enguantadas manos el cráneo del rey Filipo II de Macedonia. Lo había cogido del interior de un pequeño armario de cristal que estaba junto a una mesa en la que había varios microscopios, un par de centrifugadoras y diferente material de laboratorio.

—¡Ten cuidado! No se te vaya a caer y la caguemos —dijo su taciturno compañero, señalando el cráneo.

—No se preocupe, amigo, no se me caerá. Lo que no sé es qué interés puede tener esta calavera. Cuando estábamos en la tumba, el oro que vimos allí sí me pareció que merecía la pena, pero esto… —concluyó Jorga en tono despectivo—, esto me parece que no vale nada.

—Lo que valga o deje de valer no te importa. Déjalo encima de la mesa con cuidado —ordenó el hombre corpulento que acompañaba a Dimitri Jorga, al tiempo que extraía de un bolso que llevaba colgado al hombro un pequeño taladro y un bote lleno de un líquido transparente.

—¿Qué va a hacer con eso? No irá a cargarse otra vez al muerto.

—¡Calla y no hagas preguntas estúpidas! Hemos entrado bien. No has perdido tus habilidades de ladrón, pero no quiero que me distraigas diciendo sandeces. ¿Entendido?

—Está bien, hombre. No hace falta que se enfade. Sólo era una pregunta —dijo Jorga en tono conciliador.

—Lo que no se sabe no se puede repetir. ¿Me has entendido? —cortó el otro hombre en tono amenazador—. ¿Tienes un pañuelo?

—¿Un pañuelo? ¿Qué tipo de pañuelo? —preguntó Jorga desconcertado.

—Un pañuelo, joder. ¿Es que no te limpias los mocos? —contestó el hombre al tiempo que buscaba en el interior del bolso y le tendía uno de papel. Después extrajo otro y se lo llevó al rostro tapándose la nariz, al tiempo que vertía sobre el cráneo el líquido del bote provocando un olor intenso.

—¡Coño! ¿Qué hace? ¡Me mareo!

—¡Tápate la nariz, hombre! Es cloroformo. ¿No lo hueles?

—¿Cloroformo? —preguntó Jorga, sorprendido.

—Sí, cloroformo.

—¿Y para qué hace eso?

—Ya te he dicho que lo que no se sabe no se puede contar. No preguntes. Y, ahora, sujeta la calavera y no te muevas.

Dimitri Jorga obedeció y permaneció en silencio mientras aquel hombre que había puesto en funcionamiento el minúsculo taladro eléctrico perforaba la pulida calavera de Filipo II de Macedonia a la altura del hueso occipital recogiendo en una bolsa de plástico translúcida el aserrín óseo que provocaba la incisión. Después, tras cerrar herméticamente la bolsa de plástico, extrajo del bolso otro bote y una jeringuilla cuyo grueso émbolo semejaba un torpedo en reposo. Cargó la jeringuilla con el líquido del segundo recipiente y lo inyectó en el angosto orificio que el taladro había perforado en el hueso.

«Espero —se dijo para sus adentros— que el médico inglés sepa lo que se trae entre manos y este “consolidante” o como diablos se llame no vaya ahora a ser un ácido que se coma el hueso».

Los dos hombres aguardaron en silencio unos minutos. Dimitri Jorga paseaba la mirada por las mesas del laboratorio en busca de algo de valor y su acompañante no quitaba ojo de la calavera del famoso rey macedonio. Satisfecho al comprobar que la incisión prácticamente había desaparecido, ordenó a Dimitri Jorga que devolviera el cráneo al armario de cristal donde lo había encontrado.

—¡Mételo con mucho cuidado, no se te vaya a caer!

—¡Señor! ¡Sí, señor! —replicó con guasa Dimitri Jorga.

—¡Déjate de coñas y haz lo que te digo! Y cuanto antes, porque aquí ya hemos terminado y no tenemos nada que hacer, ¿entendido?

—¿Para esto hemos venido? ¿Para pinchar un hueso nos hemos arriesgado a que nos trinquen los griegos? ¿No vamos a llevarnos el oro de las tumbas esas que hay enfrente?

—La respuesta es ¡no! ¡Y cállate, que no me dejas pensar! ¿Lo has entendido? —dijo el hombre fornido mirando con cara de pocos amigos—. Hay que salir de aquí cuanto antes y sin que se note que hemos entrado.

Dimitri Jorga hizo lo que le había ordenado aquel hombre y depositó el cráneo en el interior del armario. La calavera tenía un surco que cruzaba la parte superior del pómulo izquierdo y llegaba hasta el arco superciliar; la depresión presentaba una tonalidad distinta a la del resto del hueso.

—Menudo tajo tiene aquí —dijo, señalando el hueso—. A este tío le debieron de sacar un ojo, ¿no?

—Sí, era tuerto —respondió el hombretón—. ¡Venga, vamos! Voy a salir y después cierras la puerta por dentro. Te esperaré fuera. No te entretengas ni cojas nada, ¿entendido?

Minutos después, Dimitri Jorga apareció en lo alto de una de las ventanas del primer piso del edificio en el que se encuentra el laboratorio arqueológico de Vergina. Con agilidad, de un salto, salvó la distancia que le separaba del suelo.

—¡Hecho! —dijo con aire de triunfo—. Es sorprendente, pero no hay alarmas.

—Mejor así. Vamos a salir despacio para no llamar la atención.

Así lo hicieron. Amparándose en los setos que flanquean el camino que conduce a la puerta de salida, consiguieron llegar hasta la tapia que bordea el recinto arqueológico sin llamar la atención del policía que montaba guardia.

El agente parecía estar en otro mundo muy lejos de allí, animado por el ritmo de Christos Nikolopoulos, cuyo marchoso Enthimion Florinis sonaba en un transistor colocado en lo alto de uno de los rebordes de la garita pintada de azul y blanco.

Habían dejado el coche dos manzanas más arriba del solar en el que se encuentran las tumbas y, escoltados por el ladrido de algunos perros de las casas cercanas, llegaron sin problemas hasta el vehículo.

Despacio, sin apretar el acelerador, Dimitri Jorga y su taciturno acompañante abandonaron la ciudad griega de Vergina por la carretera interior que conduce a Verria; después, enlazando con la autovía nacional que sigue el trazado de la Vía Egnatia, la antigua calzada romana que unía las ciudades del norte del país heleno con Constantinopla, regresaron a Skopie, la capital de la Antigua República Yugoslava de Macedonia.