Capítulo 3

Roma entera es un palacio y los ministerios son estancias regias. Ser ministro del Gobierno de Italia es tener la oficina donde antaño vivieron reyes, duques o príncipes de la Iglesia. Trabajar rodeado de lujo no mejora la acidez estomacal, pero ayuda a sobrellevarla.

El 3 de septiembre, al llegar a la sede del ministerio, Ottavio Agrícola, ministro del Interior, estaba de un humor canino, circunstancia que le impedía apreciar los mármoles, las taraceas y los cuadros de pintores famosos que le rodeaban.

Al entrar en el despacho apenas saludó a su secretaria y con un gesto despidió al camarero que impecablemente uniformado aguardaba en el antedespacho las oportunas instrucciones para acomodar el primer café del día al gusto del principal inquilino del palacio.

—¡Alicia! —clamó a través del interfono—. ¡Póngame con el ministro de Cultura! ¡Ah, y cuando termine, quiero hablar con el cardenal Lorenzi!

—Sí, señor ministro, ahora mismo le pongo —contestó la secretaria sin poder reprimir una mueca de desagrado. Llevaba muchos años con aquel hombre al que había acompañado en su tránsito por distintos ministerios y creía conocerlo bien.

«Más que enfado —pensó—, lo que tiene es preocupación. Debe de ser por lo del robo de Venecia».

Buscó en su agenda el teléfono del despacho del ministro de Cultura y mientras sonaba la llamada evocó la imagen del elegante Marcello Ratti di Desio, el diletante político que era la estrella mediática del Gobierno.

—¿Nos pasamos? —preguntó a su colega, con ese prurito profesional de las secretarias veteranas que defienden el territorio de sus jefes y consideran una mengua de jerarquía el que la otra parte les haga esperar.

—¡Marcello! ¿Cómo estás?

—¡Ottavio! Estoy bien; ya sabes que yo siempre estoy bien. Recuerda mi máxima: para estar bien sólo se necesita buena salud y mala memoria.

—Tú siempre tan guasón, Marcello. Pero ahora tenemos un problema, ¿no crees?

—¿Lo de Venecia?

—Sí. Y, para ser sincero, me preocupan algunas de las cosas que oigo.

—¿Qué cosas? —preguntó Ratti di Desio poniéndose a la defensiva.

—Pues, por ejemplo, que en un asunto como éste en el que tenemos los focos de todas las televisiones del mundo pendientes de Italia, nosotros hayamos empezado a echarnos las culpas unos a otros.

—Si te refieres a mis declaraciones al Telegiornale, creo que han sido sacadas de contexto; ya sabes cómo son los periodistas: te preguntan de manera genérica, tú contestas durante dos o tres minutos, te explicas y tratas de razonar, y ellos van, te cortan y sacan una respuesta de quince o veinte segundos en los que te hacen decir lo que no habías dicho.

—Sí, sí, Marcello, ya sé cómo funcionan los periodistas. ¡Qué me vas a decir a mí! También me tienen harto; ya sabes que, además, los de algunos canales me han convertido en su bestia negra, pero he oído que decías que el asalto se había producido por negligencia en la vigilancia y, la verdad, me ha parecido injusto. Por eso te llamo. Sabes, como yo, que la seguridad de San Marcos es cosa del Gobierno provincial, del Patronato de la basílica en la que está el Patriarcado de Venecia y también vuestra, de Cultura. Por eso te digo que no me parece justo echar al personal contra nosotros.

—Estás exagerando, Ottavio. Lo que he dicho, y no me han dado oportunidad de explicarlo bien, es que para facilitar las cosas a los veinte millones de turistas que todos los años visitan la basílica quizá se habían relajado las medidas de seguridad; es todo lo que he dicho, pero como te he aclarado, han cortado mis declaraciones y por eso has escuchado sólo las últimas palabras. En cualquier caso, si te parece oportuno —añadió—, llamo ahora mismo a la RAI y aclaro las cosas.

—No, no es eso; sería mucho peor. Ya sabes cómo es la prensa; enseguida empezarían los periodistas a decir que hay discrepancias en el Gobierno. Sería peor el remedio que la enfermedad. No, déjalo, ya no tiene arreglo.

—Ottavio, te noto más preocupado de lo que esperaba. ¿Hay algo más en este asunto? ¿Algo que yo no sepa?

—¿A qué te refieres? —preguntó el ministro del Interior.

—Quiero decir que si las cosas son como parece: un intento de robo, o hay algo más que… —dijo la voz al otro lado del teléfono sin completar la frase.

—¿Algo más de qué?

—… Algo más de lo que le estamos contando a la gente.

—No, que yo sepa. Parece claro que ha sido un intento de robo; que no se han llevado nada; al menos eso es lo que me dicen los policías. Parece que no se llevaron nada porque el ladrón o ladrones se asustaron al sonar las alarmas y no les dio tiempo a llegar hasta donde está la Pala de Oro.

—Convendrás conmigo en que es raro que intentaran forzar el sarcófago del altar mayor cuando tenían al lado, a cinco metros, la Pala de Oro, ¿no?

—Todos nos hacemos esa misma pregunta, Marcello, y en eso están trabajando los especialistas de la Policía.

—He oído que habían trasladado los restos del sarcófago aquí, a Roma.

—Sí, me consultaron y les dije que me parecía una decisión correcta, pese a que supongo que tus amigos de la Liga Norte me van a crucificar la semana que viene en el Parlamento preguntando si es que no hay laboratorios en Venecia y si es verdad que la Padania sigue siendo una colonia de Roma.

—Creo que más que a los de la Liga, a quienes no les habrá gustado nada ni el traslado ni la investigación de los restos es al patriarca de Venecia y a tus amigos de la Curia —replicó con malicia Marcello Ratti di Desio, recordando el pasado democristiano de su interlocutor.

—¿Por qué les iba a disgustar si de lo que se trata es de investigar si les han robado algo?

—Hombre, Ottavio, ¡parece mentira que precisamente tú me preguntes eso! Estamos hablando de reliquias, de restos de personas santas que murieron hace muchos siglos. En el caso de San Marcos, acuérdate de que murió en el siglo I, que según la tradición fue enterrado en Egipto, en Alejandría, y que, ochocientos años después, dos comerciantes venecianos robaron sus restos y los trajeron a Venecia.

—Conozco la historia, Marcello, pero no sé adónde quieres ir a parar —replicó, suspicaz, el ministro del Interior.

—Pues está muy claro adónde quiero ir a parar, Ottavio. Han pasado más de mil años desde que los huesos de San Marcos arribaron a Venecia; siempre han estado en la basílica, pero no en el mismo sitio. ¿Y si lo que había bajo el altar mayor no era lo que se supone que debía ser? ¿Y si no son los restos del apóstol? Según he oído en la televisión, en el laboratorio de la Policía Científica iban a identificar el ADN de San Marcos.

—¡Eso es un titular de los periodistas! ¡Un titular sensacionalista, hombre! Parece mentira que no te hayas dado cuenta.

—Claro que me doy cuenta. Será todo lo sensacionalista que quieras, pero algo de eso hay y la cuestión de fondo permanece. Vamos a saber si lo que había en el sarcófago corresponde a quien se dice que corresponde: un varón nacido hace veinte siglos en la región de la antigua Galilea, una zona cuyo mapa de ADN es conocido. Por eso te decía que no creo que a tus amigos de la Curia que siempre hilan tan fino les haya gustado mucho la idea de trasladar las tabas de San Marcos a Roma.

—Marcello, por favor, no hables así; sabes que soy creyente y considero que los santos merecen respeto —contestó el ministro del Interior, preocupado no por la irreverencia de su compañero de Gabinete, sino por la inquietante deriva que apuntaba en sus últimas palabras—. ¿En qué te basas para dudar de que los restos son de quien durante siglos se ha dicho que eran: los restos del apóstol San Marcos?

—Pues porque ha llovido mucho desde que hace mil y pico años Rustico da Torcello y Buono da Malamocco robaron en Alejandría el cuerpo del apóstol, y luego desapareció y volvió a aparecer, y, en fin, Ottavio, no quisiera herir tus sentimientos religiosos, sabes que te respeto y respeto cuánto significa la Iglesia y más en Italia, pero si yo fuera el patriarca de Venecia o un miembro de la Curia, me preocuparía por lo que pueda decir el análisis de ADN.

—Gracias, Marcello, lo tendré en cuenta. ¡Cuídate! Y, por favor, si tienes que volver a referirte al caso, te pediría que extremaras la prudencia y que, en fin, si no te importa, no comentaras esto último que me acabas de decir.

—Cuenta con que así será. Ahora bien, piensa que será inevitable que me pregunten por el caso porque, como sabes, en Venecia se celebra la Mostra y mañana tengo que estar en el Lido para entregar un premio, creo que a Brad Pitt, así que, como estará lleno de periodistas y paparazis, será un milagro que no me pregunten, pero te repito que no debes preocuparte, no hablaré ni del ADN ni de la reliquia, iré por el lado del intento de robo de la Pala de Oro. ¡Adiós, Ottavio, cuídate tú también! —se despidió el ministro, y colgó el teléfono.

Marcello Ratti di Desio se quedó pensando en Venecia; le vino a la cabeza el Lido y la fantasía barroca de mármol, estuco, trampantojos y arañas de cristal que es el Gran Hotel, el brillante escenario en el que se entregan los premios de la Mostra de Cine de Venecia.

También su interlocutor, el ministro del Interior, se quedó pensando. Pero no era la evocación de la belleza irrepetible de la ciudad de los canales lo que nublaba su mente. Lo que le preocupaba era lo que tendría que decirle al cardenal Lorenzi, el purpurado más influyente del Vaticano. Según indicaba la nota que su secretaria había dejado encima de la mesa, había llamado a primera hora de la mañana diciendo que era urgente. Para un ministro de la antigua Democracia Cristiana, la llamada de un cardenal era la segura antesala de un sermón que, ineluctablemente, acaba en penitencia.

—Alicia, por favor, póngame con el cardenal Lorenzi.

«Y que sea lo que Dios quiera», dijo para sus adentros.