La tarde del 2 de septiembre, a muchos kilómetros de Venecia, cerca de la ciudad croata de Dubrovnik —una ciudad fortificada en cuyas murallas están escritas las historias de los comerciantes, santos, guerras y piratas que son el pasado de todo el mar Adriático—, tres hombres y una mujer permanecían sentados alrededor de una mesa situada en el centro del salón principal de una enorme mansión asomada a un acantilado. Otro hombre de edad avanzada y estatura fuera de lo común estaba de pie mirando a la mar y dando la espalda a los allí reunidos. Tras un minuto de silencio que a los presentes les debió de parecer un siglo, el coloso que estaba de pie se volvió.
La mujer, que aguardaba en silencio, sintió un extraño desasosiego cuando el gigante la señaló con un dedo.
—Milena, ¿qué novedades tenemos de Venecia? —preguntó con voz enronquecida por el abuso del tabaco.
—No demasiadas, señor. Tenga en cuenta que estamos a dos de septiembre; todavía es pronto para saber qué reacciones ha provocado la operación. A través de nuestros contactos en la Policía de Roma hemos sabido que sus colegas de Venecia están desorientados; al parecer, manejan dos hipótesis sobre el caso. Creen que se trata de un robo fallido, creen que la intención de los ladrones era llevarse cuanto pudieran del retablo que llaman la «Pala de Oro». Ya sabe que se trata de una tabla llena de piedras preciosas…
—¡Milena! ¡Ahora no nos interesa que nos cuente cómo son los retablos de la basílica de San Marcos! ¿A qué se refería cuando ha dicho que hay una segunda hipótesis? —interrumpió el gigante con tono airado.
—Perdón, Merkurio —se excusó ella—. La Policía italiana no descarta que el asalto haya sido obra de una secta satánica.
—¿Satánicos? ¡Qué tontería!
—Han establecido esa posibilidad, señor, tratando de explicar por qué han encontrado abierto el sarcófago que está bajo el altar mayor donde están guardados los restos del evangelista San Marcos —añadió la mujer tragando saliva.
Aquel hombre la intranquilizaba y no sabía muy bien por qué. Estaba enfadada consigo misma por haber dado pie a sus reproches.
—Bien, me parece una bobada, pero, en cualquier caso, que piensen eso favorece nuestros planes porque les tendrá entretenidos buscando fantasmas —declaró el hombre que se hacía llamar Merkurio—. Milena —prosiguió—, quiero que hable usted con sus colaboradores del Ministerio del Interior en Skopie para que nos tengan informados al minuto de la marcha de las investigaciones de los italianos.
La mujer asintió con la cabeza.
—Y usted, Zorian, ¿qué ha podido averiguar? —preguntó Merkurio dirigiéndose a otro de los asistentes, Costan Zorian, un joven genio de la informática que tenía fama de ser uno de los hackers más osados de los Balcanes.
—Pues que van a trasladar las reliquias a Roma. Eso es al menos lo que dice un correo de la Dirección General de la Policía en Roma en el que ordenan a sus colegas de Venecia que les manden los restos que estaban bajo el altar mayor de San Marcos.
—¿Dicen dónde han de enviarlos? —preguntó impaciente aquel hombre de aspecto intimidante.
—Sí, sí, señor, lo dicen. Los van a enviar al laboratorio de la Policía Científica que está en Roma —contestó con suficiencia Zorian, amagando una sonrisa que abortó al instante tras sentir la frialdad de la mirada de aquel a quien llamaban Merkurio.
—Éste es un asunto muy serio, señor Zorian. Limítese a hacer su trabajo y cuando todo termine, no tendrá quejas de nosotros. Mientras tanto, a usted y a todos los demás les recuerdo la estricta confidencialidad a la que se han comprometido. La menor filtración, una sola, pondría en peligro toda la operación y a todos nosotros. Pero eso… les garantizo que no va a ocurrir —añadió, mirando hacia el tercero de los asistentes, un hombre de unos cuarenta años que parecía estar en muy buena forma física y cuyo atuendo y modo de sentarse delataban la aparente incomodidad que sienten algunos militares cuando visten de civiles—. Bien —prosiguió el gigante—, quiero que mañana, a las nueve de la mañana, estén ustedes abajo, en la «burbuja» acondicionada en el sótano. Saben que no deben abandonar la villa sin mi autorización; les servirán la cena en el comedor, a las ocho. Milena y usted, coronel, quédense. Ustedes dos —continuó, dirigiéndose a los otros en un tono de voz que más que una sugerencia había sonado como una orden— pueden retirarse.
Tras aguardar la salida de Zorian y del hombre que había permanecido en silencio, el coloso al que llamaban Merkurio acercó una silla a la mesa y se sentó.
—Saben ustedes cuán importante es esta operación para el futuro de nuestra querida Macedonia. Me consta su patriotismo y estoy convencido de que sabrán dar lo mejor para que podamos llevarla a término con éxito. Usted, Milena, como viceministra del Interior, dispone de información y recursos que nos serán de mucha utilidad en la segunda fase de la operación cuando debamos exponer ante el mundo los fundamentos de nuestra justa causa.
—Señor Lauer —interrumpió la mujer—, a propósito de la segunda fase, hay algo que me preocupa. ¿Cuándo vamos a conocer los resultados de los estudios de ADN realizados aprovechando la campaña de vacunación efectuada en Macedonia?
—Señorita Tomic, no me importa que me llame por mi nombre porque el coronel Bojovic tiene toda mi confianza, pero por la buena marcha de la operación y hasta que todo haya concluido y para evitar descuidos o filtraciones es preferible que para todos siga siendo Merkurio.
La frialdad con la que había pronunciado aquellas palabras generó en la estancia el mismo efecto que habría provocado una corriente de aire procedente del Polo Norte.
—Lo tendré en cuenta, señor —contestó la mujer con un tono de voz sofocado.
Durante unos segundos el silencio se apoderó de la estancia. Después el anciano habló:
—Coronel, conteste usted a la pregunta de nuestra querida viceministra. ¿Cuándo podremos tener los resultados totales de los análisis de ADN realizados?
—No antes de un mes. Tengan en cuenta que la extracción de muestras se ha realizado aprovechando una campaña general de vacunación. Obtener el ADN es un proceso complejo que exige medios y tiempo.
—Sobre el tiempo no opino, aunque sé que no tenemos todo el tiempo del mundo; sobre los medios, sí. Coronel, ¡llevo gastados más de diez millones de dólares en este proyecto y espero resultados, no palabras!
—Los tendrá. Pero no olvide que los recursos de nuestro Ministerio de Sanidad son limitados. Cuando pertenecíamos a la Federación, Belgrado quedaba lejos; ahora que navegamos solos, se ve más el abandono en el que nos tenían. Además, como bien sabe usted, éste es un asunto que hemos llevado con la mayor discreción posible porque, si hubiera llegado a conocimiento del presidente Mitrovic, habríamos tenido muchos problemas para seguir.
—Lo sé, lo sé, el presidente Mitrovic nunca ha sabido estar a la altura de las exigencias de la patria. No supo defender a Macedonia en tiempos de Tito, no la defendió bajo Milosevic y no sabe hacerlo ahora que somos un Estado independiente. Tiene en su despacho de Skopie el mapa que refleja claramente la tierra que nos pertenece, desde el Vardar hasta Tesalónica, pero no es capaz de verla, ni menos aún de reclamarla. Reclamar lo que nos pertenece, lo que antaño nos robó Roma, después Bizancio, luego los turcos, después Bulgaria y ahora Grecia. Mitrovic dice que es un patriota, pero es un cobarde. ¡Claro que no debe estar al tanto de la operación! Su cobardía nos crearía muchos problemas.
Milena y el coronel se miraron, pero permanecieron en silencio. Su interlocutor se había puesto de pie y ahora les daba la espalda. Frente a él, a los pies del acantilado sobre el que se levantaba la villa, un mar rizado y transparente parecía traer las primeras noticias del otoño. Era una casa grande de tres alturas con terrazas y un pórtico de arquitectura barroca que culminaba en una torre rematada por una cúpula alicatada con mosaicos de color azul. Pese a que había una placa en la entrada en la que se podía leer el nombre de «Villa Cassandra», todos los habitantes del lugar la conocían como la «Casa del Americano». Un recuerdo de su primer propietario, un emigrante croata que había hecho fortuna en el Nuevo Mundo. Su actual propietario, el coloso de pelo blanco que se hacía llamar Merkurio, había heredado la mansión.
—Mañana vamos a tener mucho trabajo, así que les recomendaría que intenten dormir —dijo a modo de despedida sin volverse para mirar al hombre y a la mujer que abandonaban en silencio la estancia frente a cuyo gran ventanal se recortaba la figura del gigante. Un mar en calma en el que junto a otros yates y embarcaciones de menor porte fondeaba un Versilcraft 77 de bandera maltesa. Era un modelo antiguo pero potente en el que llamaba la atención la pequeña cúpula geodésica que delataba la instalación de un avanzado sistema de radares y escuchas.
Aunque distorsionada por el viento, en los altavoces de cubierta la voz ronca de una mujer desgranaba las notas desgarradas de Adje Jano, una tonada balcánica tradicional.
Bajo cubierta, tres hombres permanecían de pie, abstraídos, mirando cómo una línea de grabación de sonido oscilaba en la pantalla de un potente ordenador que era manejado por un cuarto hombre que tenía el pelo cortado a cepillo.