Era una especie de juicio, se dijo Sheffield, ceñudo. Nadie seguía los procedimientos legales con exactitud, pues nadie los conocía, empezando por el capitán.
Habían habilitado como sala de juicios la gran sala de actos, donde, en los cruceros ordinarios, la tripulación se reunía para contemplar los programas del subetéreo. En esta ocasión, la tripulación había sido rigurosamente excluida, aunque todo el personal científico asistía al juicio.
El capitán Follenbee se sentaba ante una mesa, justo debajo del cubo receptor del subetéreo. Sheffield y Mark Annuncio tomaban asiento a su izquierda, ambos vueltos hacia él.
El capitán se sentía incómodo. Se dedicaba a cambiar impresiones con los diversos «testigos», menester que alternaba con repentinas explosiones de «¡Silencio!», dirigidas contra los espectadores demasiado parlanchines.
Sheffield y Mark, que se encontraban en la «sala» por primera vez desde el vuelo en la navecilla, se estrecharon las manos solemnemente a petición del primero. Mark no se había atrevido al ver la cruz de esparadrapo que aún presentaba el cráneo parcialmente afeitado de Sheffield.
—Lo siento, doctor Sheffield. Lo siento muchísimo.
—No te preocupes, Mark. ¿Cómo te han tratado?
—Bien.
Resonó el vozarrón del capitán:
—¡Silencio entre los acusados!
—Oiga, capitán —replicó Sheffield en tono coloquial—: no tenemos abogados. No hemos tenido tiempo de preparar nuestra defensa.
—No hacen falta abogados —repuso el capitán—. Esto no es un juicio ordinario en la Tierra. Soy yo quien lo realiza. Es diferente. Sólo me interesan los hechos, no las triquiñuelas jurídicas. El sumario ya podrá revisarse luego en la Tierra.
—Y para entonces ya podemos estar muertos —dijo Sheffield, con ardor.
—¡Comienza la vista! —exclamó el capitán, golpeando la mesa con una cuña de aluminio en forma de T.
Cimon ocupaba un asiento de la primera fila. Sonreía levemente. La mirada inquieta de Sheffield apenas se apartaba de él.
Su sonrisa se mantuvo imperturbable mientras eran llamados diversos testigos, los cuales declararon que ellos sabían que debía ocultarse cuidadosamente a la tripulación la verdadera naturaleza del viaje, de acuerdo con las instrucciones que habían recibido; y que Sheffield y Mark se hallaban presentes cuando se les dieron estas órdenes. Un micólogo declaró haber sostenido una conversación con Sheffield, de la que se desprendía que éste se hallaba perfectamente al tanto de la prohibición.
Se citó el hecho de que Mark estuvo enfermo durante casi todo el viaje de ida, y que luego se portó de modo extraño cuando desembarcaron en Júnior.
—¿Cómo se explican ustedes esto? —preguntó el capitán. De pronto se alzó la tranquila voz de Cimon entre el público:
—Estaba asustado. Deseaba hacer algo, lo que fuese, que le permitiese huir del planeta.
Sheffield se levantó como movido por un resorte.
—Las observaciones de este hombre son irregulares. No es un testigo.
El capitán golpeó fuertemente la mesa con la cuña.
—¡Siéntese! —gritó.
El juicio continuó. Fue llamado a declarar un miembro de la tripulación, el cual dijo que Mark les había informado de la primera expedición y que Sheffield estaba presente y no intervino.
—¡Exijo un careo! —gritó Sheffield.
—Luego hablará usted —le dijo el capitán. Ordenaron al tripulante que se retirase. Sheffield observaba al público. Parecía evidente que sus simpatías se inclinaban enteramente del lado del capitán. No obstante, en su calidad de psicólogo, se preguntaba cuántos no se sentirían secretamente aliviados por haber tenido que partir rápidamente de Júnior, y agradecidos a Mark por haber precipitado los acontecimientos. Además, el carácter sumario e improvisado del tribunal debía de desagradar a más de uno. Vernadsky tenía un talante sombrío, mientras Novee miraba a Cimon con mal disimulado disgusto.
Era Cimon quien preocupaba a Sheffield. Debió de ser él, pensaba el psicólogo, quien debió de convencer al capitán para que representase aquella farsa y sería él quien pediría con insistencia la última pena. Sheffield lamentaba profundamente haber herido la patológica vanidad de aquel hombre, pero la cosa ya no tenía remedio.
Pero lo que mayor pasmo y sorpresa causaba a Sheffield era la actitud de Mark. No mostraba la señor señal de mareo espacial ni de intranquilidad. Lo escuchaba todo atentamente, pero nada parecía impresionarle. Actuaba como si nada terrenal pudiese afectarle en aquellos momentos; como si algo que sólo él supiese, restase importancia a todo lo demás.
El capitán golpeó con la cuña.
—Creo que esto es todo —dijo—. Los hechos están muy claros y no hace falta deliberar. Podemos dar por terminado el juicio.
Sheffield se puso nuevamente en pie de un salto.
—Espere. ¿No tenemos derecho a hablar?
—Cállese —le ordenó el capitán.
—¡Cállese usted! —exclamó Sheffield, volviéndose hacia el público—. Oigan, no hemos podido defendernos. Ni siquiera hemos tenido derecho a realizar un careo con los testigos. ¿Es justo esto?
Hubo un murmullo que se impuso a los golpes de la cuña. Fríamente, Cimon preguntó:
—¿Cree usted que hay algo que defender?
—Quizá no —dijo Sheffield—, en cuyo caso nada perderán con escucharnos. ¿O acaso temen ustedes nuestra defensa? Sonaron varios gritos aislados entre el público.
—¡Que hable!
Cimon se encogió de hombros.
—Por mí, que hable.
—¿Qué se propone? —le preguntó el capitán, sombrío.
—Asumir mi propia defensa —replicó Sheffield—, y llamar a Mark Annuncio como testigo.
Mark se levantó con notable flema. Sheffield volvió su silla de cara al público, y con un gesto ordenó a Mark que se sentase. Sheffield llegó a la conclusión de que no valía la pena imitar los dramones judiciales que se daban de vez en cuando en los seriales del subetéreo. Las pomposas preguntas acerca del nombre, estado, ocupación y otros pormenores de nada servirían. Más valía ir al grano.
—Mark, ¿sabías lo que ocurriría si comunicabas a la tripulación la existencia de la expedición anterior?
—Sí, doctor Sheffield. —¿Entonces, por qué lo hiciste?
—Porque era de la mayor importancia que nos fuésemos de Júnior sin pérdida de tiempo. La manera más rápida de conseguir que abandonásemos el planeta, consistía en decir la verdad a la tripulación.
Sheffield se dio cuenta de la mala impresión que esta respuesta causaba entre el público, pero tenía que seguir lo que le dictaba su instinto. Esto, y el convencimiento de que sólo algo muy especial podía haber obligado a Mark a actuar de aquel modo para luego mantener aquella calma frente a los acontecimientos y la adversidad. Sin duda había algo inaudito, lo cual no era raro teniendo en cuenta que ésta era precisamente su misión: saber cosas.
—¿Por qué era tan importante abandonar Júnior, Mark? El joven no pestañeó. Su mirada se posó con firmeza en los expectantes científicos.
—Porque sabía por qué fue aniquilada la primera expedición, y era sólo cuestión de tiempo antes de que nos matasen también a nosotros. En realidad, quizá ya sea tarde. Es posible que ya seamos todos unos moribundos. Es más, prácticamente, quizá somos ya hombres muertos.
Sheffield dejó que el murmullo del público se acallase. Incluso el capitán, sorprendido, se olvidó de golpear con el improvisado mazo y la sonrisa de Cimon se hizo apenas perceptible.
Por el momento, a Sheffield le preocupaba menos lo que supiese Mark, fuese lo que fuese, que el hecho de que aquel conocimiento le había servido coro pretexto para obrar por su cuenta. Y no era la primera vez que ocurría. Antes, Mark ya había escudriñado el cuaderno de bitácora de la nave para confirmar una teoría propia. Sheffield lamentó profundamente no haber sondeado más aquella tendencia cuando aún era tiempo. Así, la siguiente pregunta que hizo con voz enojada fue:
—¿Por qué no me consultaste antes, Mark?
Mark vaciló un momento.
—Usted no me hubiera creído. Por eso me vi obligado a golpearle, para que no me impidiese hacerlo. Nadie me hubiera creído. Todos me detestan.
—¿Qué te hace suponer eso?
—Acuérdese de lo que pasó con el doctor Rodríguez. —Eso ocurrió hace bastante tiempo. Nadie más discutió contigo.
—Sólo yo sé cómo me miraba el doctor Cimon. Y el doctor Fawkes quiso desintegrarme con una pistola.
—¿Cómo? —exclamó Sheffield dando media vuelta, olvidándose de guardar las apariencias judiciales. Oiga, Fawkes ¿es verdad eso?
Fawkes se levantó, muy colorado, mientras todos se volvían a mirarle.
—Yo estaba en el bosque —dijo— y él me andaba acechando. Creí que era un animal y adopté mis precauciones. Cuando vi que era él, guardé la pistola.
Sheffield se volvió a Mark.
—¿Es cierto eso?
Mark estaba nuevamente ceñudo.
—Bueno…, también pedí al doctor Vernadsky que me mostrase algunos datos que había reunido, y me dijo que no los publicase antes que él lo hiciese. Trató de insinuar que soy un plagiario.
—¡Por el amor de la Tierra, sólo bromeaba! —se oyó gritar entre el público.
Sheffield dijo atropelladamente:
—Muy bien, Mark. Tú no confiabas en nosotros y creíste que debías obrar por tu cuenta y riesgo, ¿no es eso? Vamos a ver ahora, ¿qué crees qué fue lo que mató a los primeros colonos?
—Quizá también al explorador Makoyama, pues sólo sé que se dice que pereció en un aterrizaje forzoso, dos meses y tres días después de comunicar su llegada a Júnior. Pero esto no lo sabremos jamás.
—Muy bien, pero… ¿quieres decirnos que fue?
En la sala se hubiera oído el vuelo de una mosca. Mark miró a su alrededor.
—El polvo —dijo.
Estalló una carcajada general entre el público. Mark se sonrojó vivamente.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Sheffield.
—¡El polvo! El polvo del aire. Contiene berilio. Pregúnteselo al doctor Vernadsky.
—¿Qué dices?
—Sí —afirmó Mark—. Figuraba en los datos que usted me mostró. La cantidad de berilio que contiene la corteza es muy elevada; por consiguiente, también lo debe contener la atmósfera.
—¿Y qué si contiene berilio? —dijo Sheffield—. Por favor, Vernadsky, déjeme que le pregunte.
—Este berilio provoca envenenamiento. Al respirar polvo de berilio, se forman en los pulmones unos granulomas malignos e imposibles de curar. ¿Qué son granulomas? No lo sé. La respiración se hace difícil y el enfermo termina por morir.
Una nueva voz, muy agitada, se unió a las exclamaciones generales.
—¿De qué habla este muchacho? No es médico. Era Novee.
—Desde luego que no —repuso Mark con vehemencia—. Pero leí una vez un libro antiquísimo sobre venenos. ¡Era tan antiguo que estaba impreso en hojas de papel, figúrense! En la biblioteca había alguno de estos libros y yo los leí atraído por su rareza.
—Muy bien —dijo Novee—. ¿Y qué leíste? ¿Puedes repetírmelo?
Mark levantó la barbilla con altivez.
—Claro que puedo. Palabra por palabra: «Una sorprendente variedad de reacciones enzimáticas en el cuerpo resulta activada por cualquier número de iones metálicos bivalentes de radio iónico similar. Entre éstos figuran el magnesio, el manganeso, el cinc, el hierro, el cobalto y el níquel, así como otros iones. Frente a todos éstos, el ion de berilio, que posee una carga y tamaño similares, actúa como inhibidor. Por lo tanto, el berilio sirve para desordenar cierto número de reacciones enzimocatalíticas. Como los pulmones no poseen ningún medio para expulsar al berilio, diversos trastornos metabólicos, causantes de graves enfermedades y la muerte, pueden producirse a consecuencia de inhalar polvo que contenga ciertas sales de berilio. Se conocen casos en que una sola exposición ha provocado la muerte. La aparición de los síntomas es engañosa, pues a veces tarda dos y tres años. El pronóstico no es bueno».
El capitán, agitado, se inclinó hacia delante.
—¿Qué significa esto, Novee? ¿Tiene sentido lo que dice este muchacho?
—Todavía no sé si tiene razón, pero no es absurdo lo que dice.
—¿Quiere decir que no sabe si el berilio es venenoso? —preguntó Sheffield, con aspereza.
—No, no lo sé —respondió Novee—. Desconozco este particular. No tengo noticia de ningún caso.
—¿Tiene el berilio alguna utilización particular? —dijo Sheffield a Vernadsky—. ¿Lo sabe usted?
—No —repuso Vernadsky, sorprendido—, no se utiliza para nada. La verdad, no lo recuerdo. Sin embargo, en los primeros tiempos de la energía atómica, se empleaba en las primitivas pilas de uranio como decelerador de los neutrones, junto con otros materiales como parafina y grafito. Ahora me acuerdo.
—¿Y ya no sigue empleándose? —preguntó Sheffield.
—No.
—Creo recordar que en las primeras lámparas fluorescentes se emplearon capas de berilio y cinc —dijo un especialista en electrónica.
—Pero, ¿nada más? —preguntó Sheffield.
—No.
—Bien, escuchen —dijo Sheffield—. En primer lugar, todo cuanto cita Mark es exacto. En mi opinión, el berilio es venenoso. En la Tierra, eso no tiene importancia, porque el contenido de berilio en la corteza terrestre es muy bajo. Cuando el hombre concentró el berilio para emplearlo en pilas nucleares, en lámparas fluorescentes, o incluso en aleaciones, descubrió su toxicidad y buscó sustitutos. Los encontró, se olvidó del berilio y también de su toxicidad. Por eso, al llegar a un planeta desusadamente rico en berilio como Júnior, no supo cuál era la causa de su misteriosa enfermedad.
—¿Qué significa eso de que el pronóstico no es bueno? —preguntó Cimon, que parecía no escuchar.
Con aire abstraído, Novee contestó:
—Significa que los que han contraído el envenenamiento por berilio ya no tienen salvación.
Cimon se dejó caer pesadamente en su silla. Volviéndose a Mark, Novee le dijo:
—Supongo que los síntomas del envenenamiento por berilio…
—Puedo darle la lista completa —repuso Mark, interrumpiéndole—. No entiendo el significado de las palabras, pero…
—¿Hay uno llamado «disnea»?
—Sí.
Novee suspiró:
—Volvamos a la Tierra cuanto antes para someternos a tratamiento.
—Pero, ¿de qué servirá, si no podemos salvarnos? —preguntó Cimon, con voz débil.
—La medicina ha progresado mucho desde que los libros se imprimían sobre papel —dijo Novee—. Además, quizá no hayamos recibido la dosis tóxica. Los primeros colonos soportaron un año de exposición continua. Nosotros sólo hemos estado un mes, gracias a la pronta y enérgica acción de Mark Annuncio. Fawkes, casi a punto de llorar, gritó:
—¡Por amor del espacio! ¡Capitán, sáquenos de aquí y haga regresar esta nave a la Tierra!
Aquello significó el fin del juicio. Sheffield y Mark salieron entre los primeros.
Cimon fue el último en abandonar su asiento. Cuando se levantó, tenía el aspecto de un hombre condenado a muerte.