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El traqueteo de la navecilla al aterrizar, pensó más tarde Sheffield, fue lo que le devolvió a la conciencia. Al principio no comprendía aquel dolor tenue y confuso.

La voz de Mark le llegó apagada, y aquélla fue su primera sensación. Luego, cuando trató de dar la vuelta para incorporarse, notó un latido en la cabeza.

Durante unos instantes la voz de Mark sólo fue una serie de sonidos desprovistos de significado. Luego empezaron a unirse en palabras. Finalmente, cuando abrió los ojos a la luz deslumbradora, que le obligó a cerrarlos de nuevo empezó a entender frases. Se quedó donde estaba, con la cabeza inclinada y apoyado en una rodilla temblorosa.

—Mil muertos —decía Mark, sin aliento y con voz aguda—. Sólo hay tumbas. Y nadie sabe por qué.

Se oyó un susurro que Sheffield no comprendió de momento. Sí, era una voz ronca y profunda. Luego volvió a escuchar la de Mark:

—Es verdad. ¿Por qué cree que están a bordo todos los sabios?

Sheffield se puso en pie con dificultad, apoyándose en una pared. Se llevó la mano a la cabeza y la retiró manchada de sangre. Esta formaba un grumo reseco con su cabello. Gimiendo, se dirigió tambaleándose hacia la puerta de la cabina de la navecilla. Buscó el pestillo y lo descorrió.

La rampa de desembarco había sido bajada. Permaneció de pie por unos momentos, tambaleándose y sin atreverse a confiar en sus piernas.

Tuvo que mirarlo todo por todos lados. Ambos soles estaban muy altos en el cielo, y a unos trescientos metros de distancia el gigantesco cilindro de acero de la Triple G apuntaba con su proa a lo alto, dominando los árboles achaparrados que la rodeaban.

Mark se hallaba al pie de la rampa, frente a un semicírculo de tripulantes de la nave, desnudos de medio cuerpo para arriba y casi negros a causa de las radiaciones ultravioleta de Lagrange l. Afortunadamente, gracias a la espesa atmósfera y a la gruesa capa de ozono de su parte superior, los rayos ultravioleta no eran mortales.

El tripulante que estaba frente a Mark se apoyaba en un bate de béisbol. Otro tiraba una pelota al aire y volvía a recogerla. Entre los restantes, muchos llevaban guantes.

«Tiene gracia —se dijo Sheffield, aún aturdido—. Mark ha desembarcado en medio de un partido de pelota base».

Mark levantó la vista y lo distinguió.

—Muy bien, pregúntenselo —gritó con excitación—. Vamos, pregúntenselo. Doctor Sheffield, ¿no es cierto que una vez vino una expedición a este planeta, y todos sus miembros murieron misteriosamente?

Sheffield trató de decir «¿Qué haces, Mark?», pero no pudo. Cuando abrió la boca, sólo logró emitir un gemido.

—¿Es cierto lo que dice este renacuajo, señor? —dijo el tripulante del bate de béisbol.

Sheffield se asió a la barandilla con manos sudorosas. La cara del tripulante parecía oscilar. Tenía unos gruesos labios y los ojos hundidos bajo unas cejas espesas. Se movía terriblemente.

Entonces la rampa pareció subir hacia él. Sus dedos se hundieron en la tierra y notó un dolor agudo en la mejilla. Abandonó la resistencia y de nuevo se sumió en la inconsciencia.