Un barracón central prefabricado había sido añadido a las siete tiendas, y los científicos estaban reunidos en su interior, sentados alrededor de la larga mesa.
Era un gran momento, pero todos se hallaban algo intimidados. Vernadsky, que aprendió a cocinar en sus tiempos de estudiante, asumía esa tarea. Levantando el humeante guiso del fogón de onda corta, preguntó:
—¿Quién quiere calorías?
Luego, con ayuda de un gran cucharón, sirvió abundantes raciones a todos.
—Huele muy bien —dijo Novee, no muy convencido.
Ensartó un pedazo de carne con su tenedor. La carne era violácea y aún estaba muy dura, a pesar de la cocción interior. Las hierbas que la rodeaban parecían más blandas pero su aspecto era muy poco apetitoso.
—Vamos —dijo Vernadsky—, a comer. Dadle un bocado. Yo lo he probado y es bueno.
Se metió un buen bocado en la boca y empezó a masticar.
—Está dura, pero es buena.
Con voz fúnebre, Fawkes dijo:
—Probablemente nos matará.
—Tonterías —repuso Vernadsky—. Las ratas la han comido durante quince días.
—Quince días no es mucho —objetó Novee.
—Bueno, un bocado no me matará —dijo Rodríguez—. ¡Anda, pero si es buena!
Y lo era. Por último, todos dieron la razón a Vernadsky. Hasta entonces todo parecía indicar que los animales y vegetales comestibles de Júnior eran buenos. En cuanto a los granos y semillas era casi imposible triturarlos para obtener harina, pero una vez logrado, con ella se podía hacer un pan con un contenido de proteínas muy elevado. Sobre la mesa, en aquellos momentos, había algunas hogazas de aquel pan negro y pesado. Pero tampoco era malo.
Fawkes había estudiado las hierbas de Júnior, llegando a la conclusión de que una hectárea de la superficie de Júnior, debidamente sembrada y regada, podía alimentar a un número de cabezas de ganado diez veces superior a las que podrían pastar en una hectárea de alfalfa en la Tierra.
Esto causó una gran impresión en Sheffield, quien dijo que Júnior podría convertirse en el granero de un centenar de mundos, pero Fawkes se encogió de hombros ante sus propias declaraciones, diciendo con displicencia:
—Es un engañabobos.
Una semana antes, hubo gran agitación en el grupo cuando se comprobó que los conejillos de Indias y los ratones blancos no querían comer ciertas hierbas nuevas que Fawkes había traído. La mezcla de pequeñas cantidades de aquella hierba con la comida normal que se les daba, dio por resultado la muerte de los animales que la ingirieron.
¿Sería la solución?
No lo era. Vernadsky apareció pocas horas después y dijo con la mayor flema:
—Cobre, plomo y mercurio.
—¿Qué? —dijo Cimon, estupefacto.
—Esas plantas. Contienen una elevada proporción de metales pesados. Probablemente es un recurso evolutivo para evitar que las coman.
—Los primeros colonos… —empezó a decir Cimon.
—No. Esto no es posible. Casi todas las plantas son inofensivas. Sólo éstas son dañinas y nadie las comería.
—¿Cómo lo sabe?
—Las ratas no quieren ni probarlas. —Pero son ratas.
Era lo que Vernadsky esperaba. Con tono teatral, dijo:
—Salude usted a un modesto mártir de la ciencia. Yo he probado esas plantas.
—¿Cómo? —gritó Novee.
—Sólo las he lamido, no se preocupe. Soy un mártir que toma sus precauciones. De todos modos, son tan amargas como la estricnina. ¿Qué esperaban? Si una planta se atiborra de plomo para ahuyentar a los animales, ¿de qué le serviría a la planta que el animal lo averiguase muriéndose después de comerla? Como aviso, le añade un poco de sustancia amarga. Y esa combinación es lo que consigue la finalidad propuesta.
—Además —dijo Novee—, los colonos no murieron a causa de un envenenamiento de metales pesados. Los síntomas no son ésos.
Todos conocían los síntomas bastante bien. Algunos en lenguaje profano y otros en términos científicos. Una respiración difícil y jadeante que cada vez se hacía más dolorosa y angustiada. Estos eran los síntomas principales.
Fawkes dejó su tenedor sobre la mesa.
—Pero supongamos que estas plantas contuviesen un alcaloide que paralizase los nervios que gobiernan la respiración pulmonar.
—Las ratas tienen músculos respiratorios —observó Vernadsky—. Y no las mató.
—Tal vez sean una serie de causas acumuladas.
—Muy bien, muy bien. Cada vez que les cueste respirar, vuelvan a comer raciones de a bordo a ver si mejoran. Pero no le echen la culpa a los factores psicosomáticos.
Sheffield gruñó:
—Eso no es lo mío. No se preocupen por ello.
Fawkes hizo una profunda inspiración y luego otra con semblante hosco, y se llevó otro pedazo de carne a la boca.
En un rincón de la mesa, Mark Annuncio, que comía más despacio que sus compañeros, pensaba en la monografía de Norris Vinograd sobre El gusto y el olfato. Vinograd estableció una clasificación de sabores y olores basada en la inhibición enzimática en el interior de las papilas del gusto. Annuncio no comprendía su significado exacto, pero recordaba los símbolos, sus valores y las definiciones descriptivas.
Mientras situaba el sabor del guiso en tres subclasificaciones, terminó de comer. Le dolían un poco las mandíbulas a causa de tanto masticar.