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Miguel Antonio Rodríguez y López era el microbiólogo; un hombrecillo moreno, de cabello negro bastante largo, que gozaba de la reputación —que él no hacía nada por desmentir de ser un perfecto exponente de la raza latina, por lo que respecta a las mujeres.

Tomó el polvo procedente del analizador de gases de Vernadsky, y lo sometió a cultivo con una combinación de precisión y respetuosa delicadeza.

—Nada —concluyó—. Todos los cultivos que he obtenido son inofensivos.

Le apuntaron que las bacterias de Júnior podían ocultar su carácter mortífero tras un aspecto inocente; que las toxinas y los procesos metabólicos no podían analizarse visualmente ni siquiera mediante el microscopio.

Estas insinuaciones provocaron su acalorada y desdeñosa réplica, pues no toleraban intromisiones en su esfera profesional. Enarcando una ceja, dijo:

—Yo sé lo que me traigo entre manos. Cuando uno ha visto el microcosmos como yo lo he visto, se olfatea el peligro… o la ausencia del mismo.

Aquello era una descarada mentira y Rodríguez lo demostró transfiriendo con el mayor sigilo y cuidado varias muestras de las diversas colonias de bacterias en ambientes aislados e isotónicos e inyectando a varios conejillos de Indias soluciones concentradas de los mismos. No les produjeron efecto aparente.

En grandes campanas se introdujo atmósfera del planeta, junto con varios ejemplares de formas inferiores de vida de la Tierra y otros planetas. Todos aquellos animalillos parecían encontrarse perfectamente.