Dos horas antes del aterrizaje, Sheffield entró en la cabina de Mark para hacerle compañía. Al principio del viaje, ambos ocupaban la misma cabina. Aquello se hizo a titulo experimental, pues a los mnemotécnicos les desagradaba la compañía de los legos. Aunque fuesen de los mejores. De todos modos, el experimento fue un fracaso. Casi inmediatamente después del despegue, la cara sudorosa de Mark y sus ojos suplicantes demostraron que deseaba de una manera absolutamente indispensable la intimidad.
Sheffield se sentía responsable por ello. Se sentía responsable de todo cuanto concerniese a Mark, tanto si era culpa suya como si no. Eran hombres como él los que habían educado a Mark y a otros semejantes suyos, convirtiéndolos en una verdadera ruina humana. Deformaron su crecimiento mental. Retorcieron y moldearon su espíritu. Les privaron del contacto normal con niños de su edad, para evitar que se desarrollasen en ellos hábitos mentales normales. Ningún mnemotécnico pudo contraer matrimonio normalmente, ni siquiera dentro de su propio grupo.
Aquello creaba un terrible complejo de culpabilidad en Sheffield.
Veinte años atrás hubo una docena de muchachos educados en la única escuela existente a la sazón que se hallaba dirigida por U Karaganda, el asiático más loco que jamás hubiera exasperado tanto a un grupo de reporteros. Karaganda-terminó por suicidarse, impelido por cualquier motivo vago, pero otros psicólogos, Sheffield entre ellos, de mayor respetabilidad si bien de menor talento, conocían ya su obra y llegaron a colaborar con él.
Su escuela continuó funcionando y se fundaron otras. Incluso se estableció una en Marte, que en el momento de su fundación sólo tenía cinco alumnos. Según las últimas cifras facilita das, existían a la sazón ciento tres licenciados con matrícula de honor. Naturalmente, sólo una pequeña parte dé los que se matriculaban terminaban el curso. Cinco años atrás, el Gobierno Planetario Terrestre —que no hay que confundir con el Comité Galáctico Central, con sede en la Tierra y que gobierna toda la Confederación Galáctica— autorizó la creación del Servicio Mnemotécnico, dependiente del Ministerio del Interior.
Se había amortizado varias veces el costo de su creación, pero eso lo sabían muy pocos. Por otra parte, el Gobierno Terrestre no divulgaba el hecho, ni nada de cuanto se relacionaba con el Servicio Mnemotécnico. Se trataba de una cuestión delicada, que aún se consideraba como un «experimento». El Gobierno temía que el fracaso repercutiese en el terreno político. La oposición —a la que ya era difícil evitar que sacase partido político de ello para sus campañas— mencionaba en sus mítines la «chifladura del Gobierno» y la «dilapidación del dinero del contribuyente». Y esto sin poseer pruebas fehacientes de ello; por el contrario todo demostraba que el experimento era rentable.
En la civilización maquinista que llenaba la Galaxia, era difícil que se valorasen las realizaciones de la mente humana sin una adecuada preparación psicológica.
Sheffield se preguntaba cuánto tiempo se tardaría en inculcar aquellas ideas a la gente.
Pero era mejor que no se mostrase deprimido en presencia de Mark. Existía el peligro de que su depresión se le contagiase.
—Te encuentro muy bien, muchacho.
Mark pareció alegrarse de verle.
—Cuando volvamos a la Tierra, doctor Sheffield… —Se interrumpió, sonrojándose ligeramente, para proseguir—: Esto suponiendo que volvamos… Pienso procurarme tantos libros y películas como pueda sobre las costumbres de la gente. He buscado en la biblioteca de la nave y no hay nada sobre esta materia.
—¿A qué viene ese interés?
—Es por el capitán. Según usted, él le dijo que la tripulación no debía saber que viajábamos hacia un mundo que se convirtió en la tumba de la primera expedición que lo visitó, ¿no es así? —Sí. ¿Por qué?
—Porque los astronautas consideran que trae mala suerte tocar en un mundo así, especialmente si parece inofensivo. ¿Sabe cómo lo llaman? «Engañabobos».
—Eso es.
—Así lo dice el capitán, pero no veo la verdad que pueda haber en ello. Pienso en los diecisiete planetas habitables de los que nunca regresaron las primeras expediciones que los visitaron y en los que nunca se pudo establecer colonias. Y cada uno de ellos fue colonizado más tarde y actualmente todos son miembros de la Confederación. Sarmatia es uno de ellos, y se ha convertido en un mundo muy desarrollado.
—También hay planetas en que los desastres son continuos. Sheffield, deliberadamente, formuló esta frase como afirmación de un hecho cuando debiera haberla realizado en forma de pregunta.
No hay que hacer nunca preguntas de carácter técnico. Esta era una de las Reglas de Karaganda. Las correlaciones mnemotécnicas no corresponden a la inteligencia consciente; no son volitivas. Cuando se hace una pregunta directa las correlaciones resultantes son numerosas, pero sólo como las que un hombre culto de tipo normal puede suministrar. Era la mente inconsciente la que salvaba los amplios e imprevisibles fosos.
Mark, como le hubiera ocurrido a cualquier mnemotécnico, cayó en la trampa y denegó enérgicamente:
—Yo nunca he oído hablar de uno solo de ellos. Por lo menos, no cuando el planeta es totalmente habitable. Si el planeta es de hielo macizo, o un desierto completo, entonces es diferente. Pero Júnior no es así.
—No, no es así —asintió Sheffield.
—Entonces, ¿por qué le teme la tripulación? Esta noche, en la cama, no hacía más que pensar en ello. Entonces fue cuando se me ocurrió ver el cuaderno de bitácora. Como nunca había visto uno, valía la pena hacerlo. Y estaba seguro de hallar la solución allí.
—Ya… —aprobó Sheffield.
—Pero… resulta que me equivoqué. No hallé la menor mención en todo el cuaderno de los propósitos de la expedición. Ahora bien, esto sólo tiene una explicación: que se desea mantener en secreto la finalidad de la expedición, incluso a los restantes oficiales de la nave. Y en el cuaderno el nombre de la nave aparece como George G. Grundy.
—Esto no me extraña. Es natural que así sea —dijo Sheffield.
—No sé. Esa cuestión del Triple G me hizo entrar en sospechas —dijo Mark, sombrío.
—Pareces decepcionado por el hecho de que el capitán no te mintiese —observó Sheffield.
—Decepcionado, no. Más bien aliviado. Yo pensaba…, pensaba… —Se interrumpió, azarado, pero Sheffield no hizo nada por ayudarle. Así, se vio obligado a continuar—: creí que todos me estaban mintiendo… No sólo el capitán. Incluso usted podía mentirme, doctor Sheffield. Yo pensaba que usted no quería que hablase con la tripulación por la razón que fuese.
Sheffield trató de sonreír y lo consiguió. La enfermedad más corriente en el Servicio Mnemotécnico era la suspicacia. A causa del aislamiento en que vivían aquellos muchachos, eran raros y extravagantes. La relación de causa y efecto saltaba a la vista. Con tono ligero, Sheffield dijo:
—Cuando estudies la historia de las costumbres, verás que estas supersticiones no se fundamentan necesariamente en el análisis lógico. Todos esperan que suceda algo malo en un planeta que ha alcanzado la notoriedad. Las cosas buenas que en él ocurren pasan desapercibidas; las cosas malas, en cambio, se proclaman a los cuatro vientos, se pregonan y se exageran. Y los hechos van aumentando de grosor, como una bola de nieve.
Apartándose de Mark, se puso a inspeccionar los asientos hidráulicos. Pronto aterrizarían. Palpó innecesariamente la ancha malla de las correas, vuelto de espaldas al joven. Así protegido de sus oídos indiscretos dijo, casi en un susurro:
—Y desde luego, lo que empeora más la cuestión es que Júnior sea tan diferente.
Calma, calma, se dijo. No había que precipitar las cosas. Ya había probado aquella treta anteriormente y…
—No, no es eso —dijo Mark—. En absoluto. La otra expedición, la que fracasó, así como las que la precedieron en otros planetas con idénticos resultados, eran diferentes. Esta es la verdad.
Sheffield se mantenía vuelto de espaldas esperando. Mark prosiguió:
—Las otras diecisiete expediciones que fracasaron en planetas que ahora están habitados, eran todas ellas pequeñas expediciones de reconocimiento. En dieciséis de los casos, la causa de la muerte fue destrucción de la nave por una causa u otra, y en el caso restante —el de Coma Minor—, el fracaso fue resultado de un ataque por sorpresa lanzado por formas de vida indígena, no inteligentes, desde luego. Poseo los detalles de todos ellos…
Sheffield dio un respingo. Mark era capaz de darle los detalles de las diecisiete expediciones, sin olvidar ni uno solo. Para él resultaba fácil citar todos los informes de cada expedición palabra por palabra; tan fácil como decir sí o no. Y a lo mejor se le ocurría citarlos. Los mnemotécnicos no tenían poder selector. Este era uno de las aspectos que hacían imposible la convivencia entre ellos y las personas corrientes. Los mnemotécnicos eran unos tremendos pelmazos por su propia naturaleza. Incluso Sheffield, que estaba acostumbrado a escucharlos y hasta cierto punto inmunizado y que no tenía intención de interrumpir a Mark si a este le daba por hablar, suspiró levemente.
—Pero de nada serviría citarlos —continuó Mark, y Sheffield sintió que se salvaba de un espantoso rollo—. No concuerdan con los de la expedición a Júnior. Esta consistió en una verdadera colonización: se establecieron en el planeta setecientos ochenta y nueve hombres, doscientas siete mujeres y quince niños menores de trece años. En el curso del año siguiente, se añadieron a éstos por inmigración trescientas quince mujeres, nueve hombres y dos niños. La colonia se mantuvo sin novedad durante casi dos años y la causa de que todos sus miembros pereciesen se desconoce. A juzgar por su propio informe, pudo haber sido una epidemia. Esto es distinto, desde luego. Pero Júnior no tiene nada de insólito si exceptuamos, naturalmente… Mark hizo una pausa, como si aquel detalle tuviese tan poca importancia que ni siquiera valiese la pena mencionarlo. Sheffield se contuvo para no gritar. Pero se esforzó por decir con calma:
—Ah, sí, esa diferencia que todos conocemos.
Mark prosiguió:
—La misma. Que tiene dos soles y los demás planetas sólo tienen uno.
El psicólogo hubiera llorado de rabia. ¡Nada!
¿Pero de qué hubiera servido? Otra vez tendría más suerte. Quien no sea capaz de tener paciencia con un mnemotécnico, más valdrá que prescinda de él.
Se sentó en la butaca hidráulica y se ató perfectamente a ella con las correas. Mark hizo lo propio. (A Sheffield le hubiera gustado ayudarle, pero esto no hubiera sido juicioso). Consultó su cronómetro. Era muy posible que ya estuviesen descendiendo en espiral.
A causa de la decepción que sentía, Sheffield estaba muy conturbado. Mark Annuncio había hecho mal al seguir su barrunto, que le impulsaba a considerar unos embusteros al capitán y a los demás miembros de la tripulación. Los mnemotécnicos tenían tendencia a creer que, puesto que su repertorio de datos era muy grande, era también completo. Evidentemente, con esto cometían un craso error. Por consiguiente era necesario (en palabras de Karaganda), que presentasen sus correlaciones a una autoridad debidamente calificada, sin actuar nunca por su cuenta.
¿Qué importancia podía tener el error de Mark? El muchacho era el primer mnemotécnico que abandonaba la residencia del Servicio; el primero que era separado de sus colegas; el primero que vivía entre legos. ¿Qué efectos produciría esto sobre él? ¿Qué efectos había producido ya? ¿Serían malos? En este caso, ¿cómo podían evitarse?
El doctor Oswald Mayer Sheffield ignoraba la respuesta a todas estas preguntas.