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Oswald Mayer Sheffield, psicólogo, flaco como un alambre y extraordinariamente alto, dotado con una voz que tanto podía emplearse para cantar ópera con sorprendente virtuosismo como para sostener una enconada discusión, no mostraba la ira que hubiera cabido esperar por el relato de Vernadsky.

Incluso sonreía cuando penetró en la cabina del comandante. Éste tenía aspecto hosco cuando le dirigió la palabra:

—Mire, Sheffield…

—Un momento, capitán Follenbee —le atajó Sheffield—. ¿Cómo estás, Mark?

Mark bajó la vista y respondió con voz ahogada:

—Muy bien, doctor Sheffield.

—No sabía que te hubieses levantado.

A pesar de que no había ni una sombra de reproche en su tono, Mark contestó en son de excusa:

—Me encontraba mejor, doctor Sheffield, y no sé estar sin hacer nada. Desde que embarqué en esta nave no he hecho absolutamente nada. Así es que telefoneé al comandante para pedirle que me permitiese ver el cuaderno de bitácora y él me ordenó que subiese.

—Muy bien. Estoy seguro de que no le importará que vuelvas ahora a tu cabina.

—¿No me importará…? —empezó a decir el comandante.

La apacible mirada de Sheffield se posó en el capitán.

—El muchacho se halla bajo mi custodia y yo soy el responsable de lo que le suceda.

Mark, obediente, dio media vuelta y Sheffield miró cómo se iba, esperando hasta que la puerta estuvo bien cerrada de nuevo.

Entonces se volvió hacia el capitán.

—¿Puede saberse qué demonios pasa, capitán?

Las rodillas de la primera autoridad de la nave se doblaron ligeramente, para enderezarse y volver a doblarse con una especie de ritmo amenazador. Las palmadas que daba con las manos, ocultas a su espalda, se oían perfectamente.

—Esto es cuenta mía. El comandante de la nave soy yo, Sheffield.

—Ya lo sé.

—¿Y sabe lo que significa? Esta nave, en el espacio, goza de las atribuciones jurídicas de un planeta. Eso quiere decir que yo soy su gobernante absoluto. En el espacio, lo que yo digo es ley. El Comité Central de la Confederación respalda mis acciones. Tengo que mantener la disciplina a bordo, y ningún espía…

—Muy bien, muy bien. Permita ahora que le diga unas cuantas cosas. Esta nave ha sido fletada por el Departamento de Provincias Exteriores para efectuar una expedición financiada por el Gobierno al sistema de Lagrange, para quedarse en este sector por el tiempo que lo requieran las investigaciones a efectuar y la seguridad de la tripulación y la propia nave, y emprender finalmente el viaje de regreso. Al firmar este contrato, ha asumido usted ciertas obligaciones, quiéralo o no, capitán. Por ejemplo, no puede usted tocar nuestros instrumentos ni inutilizarlos.

—¿Pero quién habla de hacer eso? —vociferó indignado el capitán.

—Pues lo está haciendo —dijo Sheffield con calma—. Haga el favor de no tocar a Mark Annuncio, capitán. Así como no puede usted tocar para nada el monocromio de Cimon ni el micróptico de Vailleux, no puede tocar a mi Annuncio. Y esto se aplica a todos y a cada uno de sus diez dedos con sus respectivas falanges. ¿Entendido?

El capitán abombó el pecho cubierto por el uniforme.

—Yo no recibo órdenes de nadie a bordo de mi nave. El lenguaje que emplea constituye una falta de disciplina, señor Sheffield. Siga hablando así y le arrestaré en su cabina. A usted y a su Annuncio. Si no le gusta, quéjese a la Junta de Revisión cuando volvamos a la Tierra. Hasta entonces, a callar.

—Capitán, deje que le explique algo. Mark pertenece al Servicio Mnemotécnico.

—Ya lo sé. El me lo dijo. El Servicio Neumotécnico. El Servicio Neumotécnico. Para mí, esto equivale a la policía secreta. Y no estoy dispuesto a tolerarla a bordo de mi nave, ¿estamos?

—Servicio Mnemotécnico —le corrigió Sheffield pacientemente—. Eme-ene-e-eme-o-te-é-ce-ene-i-ceo. No Neumotécnico. Es una palabra de origen griego que significa memoria.

El capitán entornó la mirada.

—¿Recuerda cosas?

—Exactamente, capitán. En cierto modo, esto es culpa mía, pues debiera habérselo advertido. Desde luego, lo habría hecho si el chico no se hubiese sentido tan mal inmediatamente después del despegue. Su estado hizo que me olvidase de todo lo demás. Por otra parte, no se me ocurrió que pudiese llegar a interesarse por el gobierno de la nave. Con esto cometí una estupidez, pues le interesa todo.

—Conque le interesa todo, ¿eh? —El capitán consultó de una ojeada el reloj del cuadro—. Explíquemelo ahora, ¿eh? Pero no trate de engatusarme. La verdad y nada más que la verdad. Tengo el tiempo limitado.

—No tardaré, se lo aseguro. Usted es un hombre del espacio, capitán. Dígame, pues, ¿cuántos mundos habitados cree que hay en la Confederación?

—Ochenta mil —respondió el capitán.

—Ochenta y tres mil doscientos, exactamente —puntualizó Sheffield—. ¿Qué supone que se requiere para dirigir una organización política de estas dimensiones?

El capitán tampoco vaciló esta vez:

—Calculadoras —contestó.

—Perfectamente. Ahí tiene usted la Tierra, la mitad de cuya población trabaja para el Gobierno y no hace otra cosa más que calcular. Luego, todos los demás mundos tienen sus respectivas sucursales calculadoras. Y aun así se pierden datos. Cada mundo sabe algo que los demás ignoran. Es lo mismo que sucede con los hombres. Mire nuestro pequeño grupo. Vernadsky no sabe nada de biología y si yo tuviese que salvarme con la química que sé, no duraría ni dos días. Ninguno de nosotros es capaz de pilotar la más pequeña nave del espacio, a excepción de Fawkes. Por lo tanto no tenemos más remedio que trabajar en equipo y complementar mutuamente nuestros respectivos conocimientos… Pero esto tiene su punto flaco. Ninguno de nosotros sabe con certeza qué datos o conocimientos que él posee podrían ser útiles a un compañero suyo en determinadas ocasiones. No podemos sentarnos para exponer todo cuanto sabemos. Así es que no tenemos más remedio que actuar basándonos en conjeturas, y a veces estas conjeturas son erróneas. En ocasiones, dos hechos, por ejemplo, el hecho A y el hecho B, pueden concordar maravillosamente. Por lo tanto el individuo A, que conoce el hecho A, dice al individuo B, que conoce el hecho B: ¿por qué no me decías esto hace diez años? Y el individuo B responde: no lo consideré importante, o bien: creí que era del dominio general.

—Para esto están las calculadoras —observó el capitán.

—Las calculadoras son limitadas, capitán —repuso Sheffíeld—. Hay que someterles las preguntas. Es más, estas preguntas tienen que ser de una especie tal que puedan hacerse por medio de un número limitado de símbolos. Y lo que es más, las calculadoras responden única y exclusivamente lo que se les pregunta y no lo que uno piensa. A veces la pregunta se hace mal o se dan a la calculadora unos símbolos equivocados, con el resultado de que entonces la calculadora ni siquiera responde. Lo que nosotros necesitamos, lo que necesita toda la Humanidad, es una máquina calculadora que no sea mecánica; una calculadora con imaginación. Sólo hay una, capitán. —El psicólogo se golpeó la frente—. Todos tenemos una.

—Es posible —gruñó el capitán—, pero yo me quedo con las tradicionales, ¿eh? Con las que hay que apretar un botón. —¿Está seguro? Las máquinas no tienen presentimientos. ¿No ha tenido usted alguno?

—¿No se aparta de la cuestión? —preguntó el capitán, mirando de nuevo al reloj.

—En el cerebro humano quedan registrados todos los datos y hechos que se han grabado en él. Sólo una pequeñísima parte de estos datos pertenece al recuerdo consciente, pero todos están allí, y basta una pequeña asociación para evocar un dato determinado, sin que el individuo sepa de dónde viene. Entonces se tiene lo que se llama un «presentimiento» o una «sensación». Algunas personas son más sensibles a estas cosas que otras y pueden ser adiestradas especialmente. Una reducida minoría alcanza la perfección, como Mark Annuncio y un centenar de seres como él. Confío en que algún día habrá un billón de personas así, y entonces podremos hablar de verdad de un Servicio Mnemotécnico… Durante toda su vida estas personas no hacen más que leer, mirar y escuchar. Y se ejercitan para realizar estas actividades de manera perfecta. Los datos que almacenan no tienen importancia en sí. No hace falta que se refieran a esto o aquello. Da lo mismo que un hombre del Servicio quiera pasarse una semana estudiando los resultados de los campeonatos de polo espacial del Sector de Canopus del siglo pasado. Cualquier dato puede ser de utilidad algún día. Este es nuestro axioma fundamental… Muy de vez en cuando, un miembro del Servicio consigue relacionar unos datos que ninguna máquina hubiera sido capaz de relacionar. La máquina aquí fracasa, porque ninguna máquina puede poseer dos datos completamente distintos e independientes, y aunque los poseyese, a nadie se le ocurriría hacerle la pregunta adecuada. Una buena correlación establecida por el Servicio puede amortizar todo el dinero invertido en él durante diez o doce años o incluso más.

El capitán levantó su ancha mano con expresión turbada.

—Espere. Annuncio dijo que en el registro terrestre no figura ninguna nave llamada Triple G. ¿Quiere decir que se sabe de memoria todas las naves registradas?

—Es probable —repuso Sheffield—. Quizá se haya leído de cabo a rabo el Registro de Naves Mercantes. En este caso, sabe todos los nombres, tonelajes, años de construcción, puertos de escala, dotación y todo cuanto contenga el registro.

—Y una vez aquí, se puso a contar las estrellas. —¿Por qué no? Es un dato.

—Esto me parece absurdo.

—Tal vez, capitán. Pero un hombre como Mark es diferente a todos. Ha recibido una extraña educación y ve la vida de una manera igualmente desviada y extraña. Ésta es la primera vez que deja la Residencia del Servicio desde que ingresó en ella a la edad de cinco años. Se altera por cualquier cosa… y puede echarse a perder fácilmente. Como esto no debe ocurrir, yo tengo la obligación de velar por él. Es mi instrumento; un instrumento más valioso que todo cuanto contiene esta astronave, envuelto en una red de plutonio. Sólo hay un centenar de seres como él en toda la Vía Láctea.

El capitán Follenbee asumió un aire de dignidad ofendida.

—Muy bien, pues. Que mire el cuaderno de bitácora. Pero de un modo rigurosamente confidencial, ¿eh?

—Descuide. Sólo habla conmigo, y yo no digo nada a nadie, a menos que descubra una correlación.

Pareció como si el capitán creyese que aquello también estaba comprendido bajo la clasificación de «confidencial…».

—La tripulación… —dijo, e hizo una pausa significativa—. Ya sabe a qué me refiero.

Sheffield se dirigió a la puerta.

—Mark ya sabe eso. La tripulación no lo sabrá por él, esté tranquilo.

—Oiga, Sheffield… ¿Qué?

—¿Qué diablos es un lego?

Sheffield contuvo una sonrisa.

—¿Le llamó eso?

—¿Qué es?

—El nombre que los del Servicio dan a los que no pertenecen a él. Como usted, por ejemplo. Yo también soy un lego. Es el nombre que se daba antiguamente a los faltos de instrucción. En mi opinión, capitán… creo que tiene razón.

Salió apresuradamente de la cabina.