La dotación científica de la Triple G era escasa para la misión que debían efectuar, y compuesta por individuos jóvenes. Tal vez no tanto como Mark Annuncio, que formaba una clase aparte. Ni siquiera el mayor de ellos, Emmanuel George Cimon, astrofísico, había cumplido los cuarenta; y debido a su cabello oscuro y a sus grandes y luminosos ojos, parecía aún más joven. Aunque, a decir verdad, el brillo de sus ojos se debía principalmente a que llevaba lentillas de contacto.
Cimon, quien tal vez era demasiado consciente de su edad relativa y de su derecho a ocupar el cargo de jefe de la expedición (cosa que la mayoría de sus colegas se sentían inclinados a olvidar), solía adoptar una actitud muy poco teatral ante la misión que les había sido encomendada. Hizo pasar la cinta perforada entre sus dedos y luego dejó que se enrollase minuciosamente en su bobina.
—Lo que suponía —suspiro, sentándose en la butaca más mullida de la pequeña cámara destinada al pasaje—. Nada. Contempló las últimas fotografías en color del sistema binario de Lagrange, sin que su belleza le impresionara. Lagrange I, más pequeño y más caliente que el sol de la Tierra, era de un brillante verde azulado, con una corona perlina verde amarillenta rodeándolo como la engastadura de oro de una esmeralda. Tenía el tamaño de una lenteja o de una bola de rodamiento de un trinquete Lenser. A poca distancia (pura ilusión fotográfica) estaba Lagrange II. Su tamaño aparente era el doble del de Lagrange I, debido a la posición que ocupaba en el espacio. En realidad, su diámetro era 4/5 del de Lagrange, su volumen la mitad y su masa las dos terceras partes. Su color rojo anaranjado, para el cual la película era menos sensible que la retina humana, parecía más opaco que nunca ante el glorioso resplandor de su sol hermano.
Alrededor de ambos, sin que su brillo estuviese mitigado por el de los soles conjuntos, gracias a las lentes distintamente polarizadas empleadas con aquella finalidad, se extendía el brillo increíble del conjunto globular de Hércules. Parecía polvillo de diamantes, denso y apretado: amarillo, blanco, azul y rojo.
—Nada —repitió Cimon.
—Esto me parece bien —dijo el otro ocupante de la cámara. Era el físico Groot Knoevenaagle, un hombre bajo y rechoncho al que todos llamaban Novee.
—¿Dónde está Júnior? —preguntó.
Y miró por encima del hombro de Cimon, atisbando con sus ojos ligeramente miopes. Cimon levantó la mirada y se encogió de hombros.
—No se llama Júnior. Pero en este condenado espacio tan lleno de estrellas no podrás ver al planeta Troas, si es a él al que té refieres. Esta fotografía es del Scientific Earthman. No tiene mucha utilidad.
—¡Oh, qué pena! —exclamó Novee, desesperado.
—¿Pero no crees que da lo mismo? —dijo Cimon—. Suponte que yo dijese que uno de estos puntos es Troas. Uno cualquiera. Tú no distinguirías la diferencia. ¿Y qué conseguirías con ello?
—Espera un momento, Cimon. No te des esos aires de superioridad. Es natural que quiera saberlo. Viviremos en Júnior durante un tiempo. Por todo cuanto sabemos, también podríamos morir en él.
—Aquí no hay auditorio, Novee, ni orquesta, ni micrófonos, ni trompetas… No hace falta que dramaticemos. No moriremos allí. Si muriésemos, sería culpa nuestra y probablemente como resultado de una indigestión.
Hablaba con el énfasis peculiar que los hombres frugales ponen en sus palabras al hablar con hombres glotones, como si una buena digestión se debiera únicamente a una rígida virtud y a un intelecto superior.
—Pero murieron mil personas —dijo Novee quedamente.
—Seguro. En toda la Galaxia mueren mil millones cada día.
—No como éstas.
—¿Cómo murieron?
Haciendo un esfuerzo, Novee procuró mantener su tono habitual.
—Decidimos que no habría discusiones fuera de las reuniones oficiales.
—Yo no tengo nada que discutir —dijo Cimon, ceñudo—. No son más que dos estrellas ordinarias. Aún no sé por qué me ofrecí voluntario. Supongo que fue tal vez por la oportunidad que se me presentaba de ver de cerca un sistema troyano desusadamente grande. Quizá fuese la idea de ver un planeta habitable dotado de un sol doble. No sé por qué llegué a pensar que esto podía tener algo de sorprendente.
—Porque pensaste en el millar de hombres y mujeres que murieron —dijo Novee, apresurándose a proseguir—: Oye, dime una cosa. ¿Qué es un planeta troyano?
El físico sostuvo la mirada de desdén de su compañero durante un momento y luego agregó:
—Bueno, bueno, no lo sé, ¿y qué? Es imposible saberlo todo. Estoy seguro que tú tampoco sabes qué son las incisiones ultrasónicas.
—No, no lo sé; ni me importa —repuso Cimon—. En mi opinión, todos los conocimientos que rebasan la especialidad de uno son inútiles y constituyen una pérdida de energía. Las opiniones de Sheffield me dejan frío.
—Pero sigo sin saber qué son los planetas troyanos. Si tú eres capaz de explicármelo…
—¡Claro! En realidad ya nos lo explicaron al darnos las instrucciones preliminares, pero tal vez tú no escuchaste. Casi todas las estrellas múltiples, y esto equivale a decir una tercera parte de todas las estrellas, tienen planetas. Por desgracia, estos planetas nunca son habitables. Si se encuentran demasiado lejos del centro de gravedad del sistema estelar para poseer una órbita más o menos circular, son tan fríos que tienen océanos de helio. Si están lo bastante cerca para recibir irradiación calórica, su órbita es tan caprichosa que por lo menos una vez a cada revolución pasan tan cerca de una estrella o de otra, que el hierro se funde en su superficie… Sin embargo, aquí en el sistema Lagrange, tenemos un caso fuera de lo corriente. Las dos estrellas, Lagrange I y Lagrange II, y el planeta Troas junto con su satélite Ilium, se hallan en los ángulos de un imaginario triángulo equilátero. ¿Comprendes? Ahora bien, resulta que tal disposición es estable, pero no me preguntes por qué. Acéptalo sin rechistar, como la opinión de un profesional.
—Ni por asomo se me ocurriría ponerlo en duda —murmuro Novee.
La observación no pareció satisfacer a Cimon, quien prosiguió.
—Todo el sistema gravita por el espacio como una unidad. Troas se encuentra siempre a ciento cincuenta millones de kilómetros de cada sol y éstos se hallan invariablemente separados entre sí por una distancia de ciento cincuenta millones de kilómetros.
Novee se frotó una oreja sin que pareciese darse por satisfecho.
—Todo eso ya lo sabía. Aunque te sorprenda, escuché las instrucciones. Pero te repito: ¿Por qué es un planeta troyano? ¿A qué viene este nombre?
Los delgados labios de Cimon se apretaron durante un momento, como si contuviese por la fuerza una palabra desagradable. Luego dijo:
—En nuestro sistema solar tenemos una disposición parecida. El Sol, Júpiter y un grupo de pequeños asteroides forman un triángulo equilátero estable. Y estos asteroides recibieron nombres inspirados en los héroes de la Guerra de Troya, como Héctor, Aquiles, Ayax, etcétera. Por lo tanto… ¿O ya tienes bastante?
—¿Esto es todo? —dijo Novee.
—Sí. ¿Has terminado de importunarme? —Oh, vete al cuerno.
Novee se levantó, disponiéndose a dejar solo al indignado astrofísico, pero la puerta se deslizó por sus guías un momento antes de que su mano tocase el activador y Boris Vernadsky, el geoquímico, entró en la cámara. Era un hombre de cejas oscuras, boca muy hendida, cara ancha y con una tendencia inveterada a lucir camisas de lunares y prendas de plástico rojo con cierre magnético.
No hizo el menor caso del rostro congestionado de Novee y de la helada expresión de disgusto de Cimon.
Con tono festivo, dijo:
—Queridos colegas, si prestáis atención probablemente oiréis una explosión que conmoverá la Vía Láctea, procedente de las habitaciones del comandante.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Novee.
—El comandante ha echado el guante a Annuncio, el pequeño brujo-mascota de Sheffield, y éste ha subido a cubierta como una furia, echando fuego por los ojos.
Cimon, que se había detenido para escuchar, se alejó lanzando un bufido.
Novee comentó:
—¡Sheffield! Pero si ese hombre es incapaz de encolerizarse. Nunca le he oído levantar la voz.
—Pues esta vez lo ha hecho. Cuando descubrió que el muchacho había salido de la cabina sin su permiso y que el comandante le estaba echando una bronca… ¡Uy! ¿Sabías que ya se había levantado, Novee?
—No, pero esto no me sorprende. El mareo del espacio es terrible. Los que lo sufren creen que se están muriendo. Pero a los dos minutos se les pasa y se sienten bien. Débiles, pero bien. Esta mañana le dije a Mark que aterrizaríamos mañana y supongo que esto le curó el mareo. La simple idea de una superficie planetaria inminente obra maravillas en el mareo del espacio. Aterrizaremos pronto, ¿no es verdad, Cimon?
El astrofísico dijo algo ininteligible que podía interpretarse como un gruñido de asentimiento. Al menos, así lo interpretó Novee.
—Bien —dijo Novee—. ¿Y qué pasó? Vernadsky continuó:
—Pues veréis. Sheffield y yo compartimos la misma cabina desde que ese muchacho cayó enfermo con el mareo del espacio y se pasa el día sentado ante la mesa, con sus condenados planos y su calculador de pulsera. De pronto el teléfono sonó, yo me puse y era el comandante. Resulta que el chico estaba con él y él quería saber qué se proponía el Gobierno al ponerle un espía a bordo. Entonces Sheffield le gritó que le clavaría un tubo Collamore en los riñones si importunaba al chico y salió como una flecha, mientras el comandante lanzaba espumarajos por el teléfono, que aún seguía conectado.
—Exageras —dijo Novee—. Sheffield es incapaz de hacer y decir esas cosas.
—Os lo cuento al pie de la letra. Novee se volvió hacia Cimon.
—Tú eres el jefe del grupo. ¿Por qué no tomas cartas en el asunto?
—En casos como éste —rezongó Cimon— todos se acuerdan de que soy el jefe de grupo. De repente me cargan de responsabilidades. Pero allá se las compongan ellos. Sheffield es un fogoso orador y el comandante siempre lleva las manos a la espada. La espeluznante descripción de Vernadsky no significa necesariamente que ambos lleguen a las manos.
—De acuerdo, pero en una expedición como la nuestra no hay lugar para las peleas ni las rencillas.
—¡No habléis de nuestra expedición! —dijo Vernadsky, levantando ambas manos con terror fingido y poniendo los ojos en blanco—. Ya tiemblo de pensar en el momento en que nos encontraremos entre los harapos y los huesos de la primera expedición.
Pero como si aquella imagen no cuadrase demasiado bien con las bromas, de pronto todos se quedaron sin tener nada que decir. Incluso el cogote de Cimon, que era todo cuanto se veía de él por encima de la poltrona, pareció endurecerse un poco ante la evocación de aquella desafortunada imagen.