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Mark Annuncio penetró en la cámara del comandante y se pasó la lengua por los labios en un inútil intento por librarse de aquel amargo sabor de boca. Sentía que la cabeza le daba vueltas y que el alma se le derrumbaba.

En aquel momento, hubiera renunciado con gusto a su posición en el Servicio por hallarse de nuevo en la Tierra. Pensó con nostalgia en su habitación, tan familiar, pequeña pero íntima; allí convivía con sus iguales. El mobiliario se reducía a una cama, una mesa, una silla y un armario, pero le bastaba con pedir lo que quisiera de la Biblioteca Central para que se lo trajesen inmediatamente. En aquella nave no había nada. Él se había imaginado que tendría mucho que aprender a bordo de una astronave, pues no había estado en ninguna. No supuso, sin embargo, que el mareo del espacio le duraría tantos días.

Se hallaba tan preso de añoranza que se hubiera echado a llorar. Pero no quería hacerlo, pues el comandante le vería los ojos llorosos y adivinaría su falta de control. Sentía disgusto hacia sí mismo por no ser corpulento y fuerte, por tener aspecto de ratón.

En realidad, eso era lo que parecía. Su cabello de color castaño, era sedoso y suave como el de un ratón; tenía la barbilla estrecha y huidiza, la boca muy pequeña y una nariz puntiaguda, que si tuviera a ambos lados unos cuantos pelos, daría esa impresión. Su estatura, además, era inferior a la normal.

Entonces vio el cielo estrellado por la portilla de observación del comandante y se quedó sin aliento.

¡Estrellas!

Estrellas como nunca había visto.

Mark nunca había abandonado el planeta Tierra. El doctor Sheffield le explicó que a esto se debía su mareo, pero Mark no le creyó. Había leído en cincuenta libros distintos que el mareo del espacio era psicogénico. Incluso el doctor Sheffield trataba de engañarle a veces.

Y a pesar de no haber salido nunca de la Tierra, estaba acostumbrado a ver dos mil estrellas esparcidas sobre la bóveda terrestre, entre las que sólo habría una docena de primera magnitud.

Pero allí se apiñaban de una manera increíble. Por el pequeño círculo de la portilla podía ver un número de estrellas diez veces superior a todas las que se veían en el cielo de la Tierra. ¡Y cómo brillaban!

Grabó con avidez en su mente aquella disposición estelar, que le resultaba abrumadora. Sabía las cifras del enjambre de Hércules, por supuesto. Contenía entre uno y diez millones de estrellas —todavía no se había podido realizar un cálculo exacto— pero una cosa son las cifras y otra las estrellas reales. Espoleado por un deseo acuciante quiso contarlas. Sentía curiosidad por conocer su número. Se preguntó si todas tenían nombre; si se poseían datos astronómicos sobre todas ellas. Las contó por grupos de cien. Dos… tres… hubiera podido hacer un cálculo mental pero le gustaba observar los objetos físicos reales cuando poseían una belleza tan arrebatadora… seis… siete… ocho…

La voz grave del comandante le arrancó de su abstracción.

—Señor Annuncio. ¿Cómo está usted?

Mark levantó la mirada con sorpresa y resentimiento. ¿Quién se atrevía a interrumpir sus cálculos?

—¡Las estrellas! —exclamó con irritación, señalándolas. El comandante se volvió para mirarlas, estupefacto.

—¿Qué les ocurre? ¿Sucede algo?

Mark observó la amplia espalda del comandante. Se fijó también en su cortísimo cabello gris y en las manazas de gruesos dedos que tenía cruzadas a la espalda, golpeándolas rítmicamente contra el brillante plástico de su guerrera.

¿Qué le importan a él las estrellas?, pensó Mark. ¿Le importan acaso su tamaño, magnitud y clasificación espectral? Su labio inferior temblaba. El comandante no era más que uno de tantos legos. Todos cuantos se hallaban en la astronave eran unos legos. Así es como los llamaban en el Servicio: legos. Todos lo eran. Incapaces de extraer la raíz cúbica de quince sin calculadora.

Mark se sentía muy solo.

Hastiado —de nada hubiera servido intentar explicárselo—, dijo:

—Las estrellas están aquí muy juntas. Semejan una sopa de guisantes.

—Es una simple apariencia, señor Annuncio. —El comandante pronunció la c del nombre de Mark como una s y aquel sonido produjo un efecto desagradable en el oído del muchacho—. La distancia media entre estrellas en el enjambre más denso es de más de un año luz. Eso significa que hay espacio más que suficiente. Sin embargo, reconozco que se ven muy juntas. Si apagásemos la luz las veríamos brillar como un trillón de puntos de Chisholm en un campo de fuerza oscilatoria.

Pero no parecía que fuese a apagar las luces y Mark no pensaba pedírselo.

—Siéntese, señor Annuncio. ¿Fuma usted? ¿Le importa que yo lo haga? Supongo que le hubiera gustado estar aquí conmigo esta mañana. Habría gozado de una magnífica vista de Lagrange 1 y II a seis horas de distancia. El primero es rojo y el segundo verde. Como un semáforo, ¿eh? Le hemos echado de menos durante todo el viaje. Es conveniente estirar las piernas en el espacio, ¿sabe?

Aquel «eh» y aquel «sabe» sonaron con un tono agudo que a Mark le pareció extraordinariamente irritante.

—Estoy bien así —dijo Mark, en voz baja.

El comandante no pareció encontrar satisfactoria la respuesta. Dio varias chupadas a su cigarrillo y miró de reojo a Mark.

—De todos modos, me alegro de verle —dijo con lentitud—. Conviene que nos conozcamos un poco. La Triple G ha participado en muchos cruceros subvencionados por el Gobierno sin el menor contratiempo. Nunca ha tenido contratiempos. No nos interesan. ¿Entiende?

Mark no le entendía. Estaba cansado de esforzarse por entenderle. Su mirada volvió rápidamente a las estrellas, pero antes el comandante tuvo tiempo de cruzar su mirada con la suya por un instante. Tenía el ceño fruncido y le temblaban un poco los hombros como si se refrenase para no encogerlos despectivamente. Se encaminó al cuadro de mandos y, como un gigantesco párpado, una persiana metálica descendió sobre la portilla de observación constelada de estrellas.

Mark saltó furioso, gritando:

—¿Qué es esto? Las estoy contando, estúpido.

¿Contándolas?… —El comandante se sonrojó—. Lo siento, pero tenemos que hablar de un asuntillo.

Y subrayó la palabra «asuntillo». Mark sabía a qué se refería.

—No hay nada de qué hablar. Yo quiero ver el cuaderno de bitácora de la nave. Le llamé hace varias horas para decírselo. Me está usted haciendo perder el tiempo.

El comandante se contuvo y contestó:

—¿Y si usted me dijese antes para qué quiere verlo, eh? Nunca me han pedido semejante cosa. ¿Con qué autoridad cuenta usted?

Mark se quedó pasmado.

—Puedo mirar lo que me venga en gana. Estoy en el Servicio Mnemotécnico.

El comandante dio una fuerte chupada a su cigarro. Era de una clase especial idónea para fumarlo en el espacio y en lugares cerrados. Con el tabaco se incluía un oxidante, que evitaba el consumo del oxígeno atmosférico.

Cautelosamente, dijo:

—¿Ah, sí? Nunca había oído hablar de él. ¿Qué es? Indignado, Mark respondió.

—Es el Servicio Mnemotécnico, ¿sabe usted? Mi misión consiste en ver lo que desee y preguntar lo que me parezca. Y tengo derecho a hacerlo.

—Pero no podrá ver el cuaderno de bitácora sin mi autorización.

—Usted no pinta nada en esto… no es más que un… lego. La fría seguridad del comandante se evaporó. Tiró el cigarro al suelo y lo pisoteó; luego lo recogió y lo introdujo cuidadosamente en el extractor de cenizas.

—¡Por toda la Galaxia! ¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Y quién demonios es usted? ¿Un agente de la Seguridad? ¿Qué se trae entre manos? Hablemos claro. Y ahora mismo.

—Ya le he dicho todo cuanto tenía que decir.

—No tengo nada que ocultar —replicó el comandante—, pero tengo ciertos derechos.

—¿Nada que ocultar? —chilló Mark—. ¿Entonces, por qué esta nave se llama Triple G?

—Porque es su nombre.

—¿Ah, sí? En el registro no figura ninguna nave bajo este nombre. Antes de embarcarme ya lo sabía. Esperaba la primera oportunidad para decírselo.

El comandante parpadeó.

—Su nombre oficial es George G. Grundy. Pero todo el mundo la llama Triple G.

Mark se echó a reír.

—Bueno, esto es otra cosa. Y después de ver el cuaderno de bitácora, quiero hablar con la tripulación. Tengo derecho a hacerlo. Pregúnteselo usted al doctor Sheffield.

—¿La tripulación también, eh? —dijo el comandante—. Hablaré con el doctor Sheffield, pues. En cuanto a usted, pimpollo, se quedará en su cabina hasta que desembarquemos.