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La astronave Triple G salió disparada silenciosamente del hiperespacio, donde nada existía, y penetró en el espacio-tiempo, donde todo existe. Se materializó en el centro del fulgurante y grandioso enjambre estelar de Hércules.

Permanecía perfectamente inmóvil en el espacio, rodeada por millares de soles, cada uno de los cuales era el centro de un campo gravitatorio que atraía a la burbuja de metal. Pero las computadoras de la astronave habían suministrado unos datos tan precisos que la habían situado en la posición requerida con una perfecta exactitud. Estaba casi a un día de viaje —empleando los medios ordinarios de propulsión— del sistema de Lagrange.

Este hecho tenía distinta significación para cada uno de los hombres que se encontraban a bordo. Para la tripulación, representaba un día más de trabajo, con paga extra, y luego descanso en tierra. El planeta al que se dirigían estaba deshabitado, pero aun así resultaría más agradable que estar encerrados en la nave. A los tripulantes no les preocupaba una posible diferencia de opinión con los pasajeros porque, a decir verdad, los despreciaban y rehuían.

¡Eran unos sabihondos!

Efectivamente, lo eran; todos menos uno. Hombres de ciencia, dicho de un modo más cortés… y de las más diversas especialidades. Lo que más se parecía en ellos a una emoción común, en aquellos momentos, era la preocupación, mezclada de ansiedad, que experimentaban por sus instrumentos, y un vago deseo de efectuar una última comprobación.

Y tal vez también un pequeño aumento en su tensión y ansiedad. Era un planeta deshabitado. Todos lo habían afirmado rotundamente varias veces. Sin embargo, las opiniones humanas se hallan sujetas al error.

Y por lo que respecta al único hombre a bordo que no era tripulante ni científico, el principal sentimiento que le dominaba era de abrumadora fatiga. Aquel hombre era Mark Annuncio y llevaba cuatro días en cama, sin apenas probar bocado, mientras la nave entraba y salía del Universo atravesando los años luz a velocidad vertiginosa.

Se esforzó débilmente por ponerse en pie, tratando de sustraerse a los últimos efectos del mareo del espacio.

Pero a la sazón ya no sentía tanto la inminencia de la muerte y tuvo que comparecer ante el comandante, lo cual le fastidiaba sobremanera, pues estaba acostumbrado a hacer lo que se le antojaba y a seguir sus propios impulsos. ¡Quién era el comandante para…!

Sintió deseos de contárselo al doctor Sheffield y no hacerle caso al comandante.

Pero como Mark era un curioso, sabía que terminaría por ir. Era su único vicio importante. ¡La curiosidad!

Aunque también ésta era su profesión y su misión en la vida.