1

Al final, todos los planetas tienen que perecer. Su muerte puede ser rápida, si el Sol estalla. Y puede ser lenta cuando el Sol se apaga y los océanos se convierten en hielo. En este último caso, la vida inteligente tiene posibilidad de sobrevivir.

Esta subsistencia puede dirigirse hacia fuera, en dirección al planeta más próximo al sol moribundo o a otro planeta que gire en tomo a otro sol. Este camino de salvación le estará vedado si por desgracia no hubiese otro planeta de importancia que gravitase en tomo a su sol, o si no hubiese otra estrella a menos de quinientos mil años luz.

La supervivencia puede dirigirse hacia el interior, al núcleo del planeta. Siempre es una solución. Una nueva morada se edificará en las profundidades subterráneas, y el calor del centro del planeta proporcionará la energía necesaria. Esa tarea puede requerir miles de años, pero un sol moribundo se enfría con gran lentitud.

Pero el calor central también se agota con el tiempo. Cada vez hay que excavar madrigueras más profundas, hasta que el planeta ve acercarse su fin.

Y este fin se estaba aproximando.

Las redes de neón brillaban indiferentes en la superficie del planeta, incapaces de agitar los charcos de oxígeno formados en los valles. De vez en cuando, durante el largo día, el sol, recubierto a medias por una corteza, brillaba brevemente con un apagado resplandor rojizo, y las charcas de oxígeno burbujeaban un poco. Por la noche, una escarcha blanco-azulada de oxígeno recubría las charcas, y sobre las rocas desnudas caía un nuevo rocío de neón.

A más de mil kilómetros bajo la superficie, subsistía aún una última burbuja de calor y de vida.