—¿Despegamos ya? —preguntó el Mercader.
—Dentro de media hora —contestó el Explorador.
El viaje de vuelta iba a ser muy solitario: los otros diecisiete miembros de la tripulación habían muerto, y sus cenizas quedarían en un planeta extraño. Ellos tendrían que regresar con una nave averiada, y el peso de la maniobra recaería por completo en el Explorador.
—Tuvimos ojo comercial al no hacer daño a los pequeños —observó el Mercader—. Obtendremos unas condiciones inmejorables.
«¡Bah, negocios!», pensó el Explorador.
—Todos han salido a despedimos —comentó el Mercader—. ¿No crees que están demasiado cerca? Sería una lástima abrasar a alguno con los chorros de los cohetes.
—No les ocurrirá nada. —Son asquerosos, ¿no crees?
—Pero por dentro son agradables. Sus pensamientos son amistosos.
—¿Quién lo diría al verlos? En especial ese joven, el que nos capturó…
—Sí, Rojo.
—¡Vaya nombre para un monstruo! Me da risa. Y lamenta que nos marchemos. Aunque no logro averiguar el motivo. Parece como si le estropeásemos un propósito, algo que no acabo de comprender…
—Con un circo —dijo el Explorador.
—¿Cómo? ¿Ese monstruo desvergonzado?
—¿Y por que no? ¿Qué harías tú si le encontraras vagando por nuestro planeta, durmiendo en un campo de la Tierra, con sus tentáculos rojos, sus seis patas, sus seudópodos y todo eso?
Rojo vio cómo se iba la nave. Sus tentáculos rojos, que le habían valido su apodo, temblaron de pena ante la oportunidad que se le escapaba. Y los ojos que tenía en los extremos de los tentáculos se llenaron de cristales amarillentos, que eran el equivalente de las lágrimas en la Tierra.