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Era muy distinto mirarlos sabiendo que eran «seres». Como animales, resultaban interesantes; como «seres», horribles. Sus ojos, que antes parecían pequeñas cuencas indiferentes, ahora les miraban con una activa malevolencia.

—Están gruñendo —dijo Flaco, con un susurro.

—Yo creo que están hablando entre ellos —dijo Rojo, sorprendido al no haber hallado antes el menor significado en aquellos gruñidos.

No hacía nada por sacarlos de la jaula. Ni tampoco Flaco. Habían quitado la lona, pero se limitaban a mirarlos. Flaco advirtió que no habían tocado la carne picada.

—¿No piensas hacer algo? —preguntó Flaco a su compañero.

—¿Y tú?

—Eres tú quien los encontraste.

—Bueno, pero ahora te toca a ti.

—No. Todo lo que ha pasado es culpa tuya. Yo sólo he mirado.

—Tú también ayudaste, Flaco. No lo niegues.

—Eso no importa. Tú los encontraste y eso es lo que yo diré cuando vengan a buscarnos.

—Está bien —dijo Rojo. Pero la idea de lo que podía suceder lo espoleó y tendió la mano hacia la puerta de la jaula.

—¡Espera! —exclamó Flaco.

Rojo se alegró de la interrupción.

—¿Qué te pasa ahora?

—Uno de ellos lleva una cosa que parece de hierro o de metal.

—¿Dónde?

—Ahí. Ya lo vi antes, pero pensé que formaba parte de él. Pero si es una «persona», tal vez sea una pistola desintegradora. —¿Y eso qué es?

—Lo he leído en los libros de antes de la guerra. Casi todos los que iban en las astronaves llevaban pistolas desintegradoras. Le apuntaban a uno con ellas y uno se desintegraba.

—Pues ahora no nos apuntan —señaló Rojo con más miedo del que quería demostrar.

—Da lo mismo. Pero yo no pienso quedarme aquí para terminar desintegrado. Voy a buscar a mi padre.

—Eres un cobarde. Un gallina.

—Me importa un pito. Puedes imitarme si quieres, pero si ahora los molestas, terminarás desintegrado. Espera y verás; la culpa será tuya, únicamente tuya.

Se dirigió a la estrecha escalera de caracol que conducía a la planta baja del establo, se detuvo al llegar a ella y luego retrocedió.

La madre de Rojo subía por la escalera, jadeando a causa del esfuerzo y sonriendo forzosamente en atención a Flaco, invitado de la familia.

—¡Rojo! ¡Eh, Rojo! ¿Estás ahí? No trates de ocultarte. Sé que los guardas ahí. La cocinera te vio correr hacia aquí con la carne.

—Ho… la, ma… má —tartamudeó Rojo.

—Enséñame esos asquerosos bichos. Yo misma me ocuparé de que te libres de ellos ahora mismo.

¡Estaban perdidos! A pesar de la inminente paliza, Rojo sintió como si se librase de un peso. Al menos la responsabilidad ya no era suya.

—Están ahí, mamá. No les he hecho nada. Yo no sabía. Me parecieron unos animalitos y pensé que tú permitirías que me los quedase. Si hubiesen comido hojas o hierbas no les habría dado carne; tampoco comen nueces ni bayas… Además, la cocinera nunca me deja tocar nada; si no yo se lo hubiera pedido, y además no sabía que la carne era para comer y…

Hablaba atropelladamente, dominado por el terror y por eso no se apercibió que su madre no le escuchaba, sino que, con la mirada fija en la jaula, lanzaba un débil pero penetrante chillido.