Estaban a la mitad de la comida cuando Flaco entró como una tromba en el comedor. Por un momento permaneció cohibido y luego dijo con voz casi histérica:
—Tengo que hablar con Rojo. Tengo que decirle algo. Rojo levantó la vista asustado, pero el astrónomo reprendió a Flaco:
—Te estás portando como un chico mal educado, hijo. ¿Son horas de venir a comer?
—Perdona, papá.
—Oh, déjelo —dijo la esposa del industrial—. Que hable con Rojo, si quiere… En cuanto a la comida, no…
—Tengo que hablar con Rojo a solas —insistió Flaco.
—Esto ya es demasiado —dijo el astrónomo, con falsa amabilidad, destinada sólo a los extraños y bajo la cual podía reconocerse su ira—. Siéntate.
Flaco se sentó, pero sólo comía cuando notaba que le observaban. Y aun entonces le costaba tragar.
Su mirada se cruzó con la de Rojo.
—¿Se han escapado? —susurró.
Flaco movió ligeramente la cabeza.
—No, pero…
El astrónomo le miró con furia y Flaco se calló.
Terminado el almuerzo, Rojo se deslizó fuera de la estancia, Indicando con un movimiento imperceptible a Flaco que lo siguiese. Ambos se dirigieron en silencio a la cañada.
De pronto, Rojo se volvió furioso a su compañero:
—¿Qué te proponías al decir a mi padre que dábamos de comer a los animales?
—Yo no dije eso. Sólo le pregunté qué comen los animales. No es lo mismo. Además…
Pero Rojo aún no había terminado de exponer sus quejas.
—¿Y dónde te has metido todo este tiempo? Pensé que volverlas a casa. Me han echado la culpa de que tú no vinieses conmigo.
—Estoy tratando de explicarte lo que sucedió. ¿Puedes callar un momento y dejarme hablar?
—Bien, dime lo que sea, si es que tienes algo que decir.
—Lo haré si me dejas. Volví a la astronave. Tu padre y el mío ya se habían ido, y yo quería ver cómo era.
—Pero no es una astronave —objetó Rojo, sombrío.
—Te digo que sí lo es. Se puede mirar por las portillas y vi que dentro estaban todos muertos. —Hizo una mueca de repugnancia—. Sí, muertos.
—¿Quiénes estaban muertos?
Flaco contestó con voz aguda y chillona:
—¡Unos animales! ¡Cómo los nuestros! Sólo que no son animales. Son seres de otros planetas.
Por un momento, Rojo se quedó petrificado. Ahora ya no podía dudar de las palabras de Flaco, pues por la consternada expresión de éste se apreciaba que decía la verdad. Sólo fue capaz de exclamar:
—Cielos.
—¿Qué vamos a hacer? ¡Nos zurrarán si se enteran! —tembló.
—Será mejor que los soltemos —opinó Rojo.
—Nos delatarán.
—No hablan nuestro idioma. ¿No dices que son de otro planeta?
—Sí lo hablan. En alguna ocasión sorprendí a mis padres hablando de ello. Decía mi padre que los visitantes pueden hablar con el cerebro. Eso se llama telepatía o algo parecido. Yo pensé que se lo inventaba.
—Cielo santo. Yo digo que… —Rojo levantó la mirada—. Te diré qué vamos a hacer. Mi padre me ordenó que me librase de ellos. Enterrémoslos en alguna parte o tirémoslos a la cañada. —¿El te dijo que hicieses eso?
—Me dijo que me librase de ellos, y no tengo más remedio que hacerlo. ¡Cielo santo, no conoces a mi padre!
Flaco ya no se sentía dominado por el pánico ante aquella solución completamente legal.
—Pues hagámoslo ahora mismo. Si los descubren tendremos problemas.
Ambos echaron a correr hacia el establo, dominados por funestas visiones.