Flaco dio un respingo al oír pasos y su expresión se iluminó cuando vio que era Rojo.
—No hay nadie por aquí —dijo—. He estado atento.
—Calla —le dijo Rojo—. Mira. Toma esto y mételo en la jaula. Yo tengo que volver a casa.
—¿Qué es? —preguntó Flaco.
—Es carne. ¿No has visto nunca? Es lo que deberías haberme traído cuando te envié a la casa, en vez de esa ridícula hierba. Flaco se molestó.
—¿Y cómo iba yo a saber que no comían hierba? Además, la carne no se presenta así, sino envuelta en celofán, y no tiene este color.
—En la ciudad… Pero aquí la cortamos nosotros mismos, y tiene ese color hasta que se asa.
—¿Quieres decir que no está cocida?
Flaco se apartó con rapidez, y Rojo le miró con disgusto.
—¿Es que los animales comen carne asada? Vamos, no te hará nada. No tenemos mucho tiempo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa en la casa?
—No lo sé. Mi padre y el tuyo están paseando. Creo que me están buscando. Quizá la cocinera les ha dicho que me llevé la carne. De todos modos, debemos impedir que nos sigan.
—¿No pediste permiso a la cocinera para llevarte la carne?
—¿A quién? ¿A esa estúpida? No me extrañaría que sólo me permitiese tomar un vaso de agua, obedeciendo las órdenes de mi padre. Vamos, toma.
Flaco tomó la gran tajada de carne, aunque se estremeció al tocarla. Se encaminó entonces hacia el establo y Rojo se alejó corriendo en la dirección en que había llegado.
Aminoró su carrera al llegar cerca de los dos adultos, hizo dos profundas inspiraciones para recuperar aliento y luego se acercó caminando despreocupadamente. Advirtió que iban hacia el establo, pero no deliberadamente.
—Hola, papá —dijo—. Hola, señor. El industrial le llamó.
—Un momento, Rojo. Tengo que hacerte una pregunta. Rojo volvió su rostro, cuidadosamente inexpresivo, hacia su padre.
—¿Dime, papá?
—Tu madre me ha dicho que esta mañana saliste muy temprano.
—No tanto, papá. Un poco antes de desayunar.
—Me ha dicho que tú le dijiste que lo hacías porque esta noche algo te había despertado.
Rojo se calló de momento. ¿Por qué se lo habría dicho a su madre?
—Si, papá.
—¿Y qué fue lo que te despertó?
Rojo no vio ningún mal en responder a aquella pregunta.
—No lo sé, papá. Parecía un trueno, y como un choque.
—¿No podrías decirme de dónde venía?
—Parecía venir de ahí… de la colina.
Esto era cierto y además útil, pues la colina se hallaba en dirección opuesta a la del establo.
El industrial miro a su invitado.
—Supongo que nada se perderá con echar un vistazo a la colina.
—Estoy dispuesto —repuso el astrónomo.
Rojo vio cómo se alejaban, y al volverse distinguió a Flaco atisbando cautelosamente entre los zarzales de un seto. Le hizo una seña:
—Ven.
Flaco salió de su escondrijo y se acercó.
—¿Han dicho algo de la carne?
—No. Creo que no saben nada. Se han ido a la colina.
—¿Para qué?
—Que me registren. Sólo me han preguntado por el ruido que oí anoche. Oye, ¿se han comido la carne los animales?
—Pues verás —repuso Flaco con lentitud—, la miraban y la olían, o algo por estilo.
—Muy bien —dijo Rojo—. Terminarán por comérsela; tienen que comer algo. Vamos a la colina para ver qué hacen tu padre y el mío.
—¿Y los animales?
—Déjalos. No podemos pasarnos la vida vigilándolos. ¿Les diste agua?
—Sí, y se la bebieron.
—Ya. Vamos. Iremos a verlos después de comer. ¿Sabes?, les llevaremos fruta. Seguro que comen fruta.
Ambos ascendieron corriendo por la cuesta. Rojo, como siempre, llevaba la delantera.