3

El balanceo había cesado y reinaba la oscuridad. El Explorador respiraba con dificultad aquel aire extraño, tan denso que le obligaba a respirar afanosamente. Pero, aun así…

Tendió la mano, súbitamente necesitado de compañía. El Mercader era cálido al tacto. Jadeaba ruidosamente, sacudido por algún que otro espasmo. Sin duda estaba dormido. Tras una ligera vacilación, el Explorador resolvió no despertarlo. No servirla de nada.

Nadie iría a rescatarlos, por supuesto. Aquel era el precio que había que pagar por los fabulosos beneficios que permitía conseguir la competencia ilimitada. El Mercader que abriese al comercio un nuevo planeta conseguía un monopolio por diez años, que podía explotar personalmente o —lo que era más corriente— subarrendarlo por un buen precio a terceros. A consecuencia de ello, todos buscaban en secreto nuevos planetas, situados de preferencia lejos de las rutas comerciales acostumbradas. En su caso, no había apenas ninguna probabilidad de que otra nave se pusiese al alcance de su radio subetérea, a no ser por una coincidencia completamente improbable. Y eso sólo podía suceder si ambos se encontrasen a bordo de su propia nave y no en aquella… en aquella… jaula.

El Explorador asió los gruesos barrotes. Aunque consiguiese volarlos, lo cual estaba dentro de sus posibilidades, estaban demasiado altos para saltar.

Era una verdadera lástima.

Previamente, ya habían aterrizado dos veces en la navecilla exploradora, y establecido contacto con los indígenas, que eran grotescamente enormes, pero mansos y pacíficos. Era evidente que en otro tiempo poseyeron una floreciente técnica, pero no supieron estar a la altura de lo que ésta les exigía. Aquel planeta hubiera sido un mercado maravilloso.

Y sus dimensiones eran enormes. El Mercader, especialmente, se quedó estupefacto. A pesar de que conocía las cifras que daban el diámetro del planeta, cuando se hallaba a una distancia de dos segundos-luz del mismo, ante la visiplaca murmuró:

—¡Es increíble!

—Oh, hay mundos mayores —dijo el Explorador.

No era correcto que un Explorador se dejara impresionar fácilmente.

—¿Estará deshabitado?

—Claro que no.

—Cielos, tu planeta cabría entero en ese inmenso océano.

El Explorador sonrió ante la burla contra su planeta natal, que giraba en torno a Arturo y era más pequeño que la mayoría de los planetas.

—No será tanto.

El Mercader siguió el curso de sus pensamientos.

—Y sus habitantes, ¿son proporcionales al tamaño de su mundo?

Esta idea ya no parecía agradarle tanto.

—Son unas diez veces más grandes que nosotros. —¿Y estás seguro de que son amistosos?

—Esto es difícil de contestar. La amistad entre inteligencias distintas es algo imponderable. Pero no creo que sean peligrosos. Ya hemos encontrado otros grupos incapaces de mantener su equilibrio después de las guerras atómicas. Ya conoces los resultados: introversión, retraimiento, una decadencia progresiva junto con una creciente bondad…

—¿Incluso en monstruos como éstos? —El principio sigue siendo válido.

Fue entonces cuando el Explorador notó la vibración de los motores.

—Descendemos a excesiva velocidad —dijo.

Unas horas antes habían comentado los peligros que entrañaba el aterrizaje. Aquel planeta era muy grande para tener oxígeno y agua. Aunque no tenía las dimensiones de los inhóspitos planetas de hidrógeno y amoníaco, y su escasa densidad hacía que la gravedad fuese casi normal en su superficie, sus fuerzas gravitacionales sólo decrecían con la distancia. Resumiendo: su potencial gravitatorio era elevado y la calculadora de la astronave —que era un modelo de serie— no había sido creada para calcular trayectorias de aterrizaje bajo aquella gravedad y a tan corta distancia. Esto significaría que el Piloto tendría que utilizar los mandos manuales.

Hubiera sido más prudente instalar a bordo un modelo más perfeccionado, pero ello habría supuesto realizar un viaje a algún puesto avanzado de la civilización, con la consiguiente pérdida de tiempo y la posibilidad de que el secreto se divulgase. Así, el Mercader exigió que aterrizasen inmediatamente.

Pero el Mercader creía necesario defender su punto de vista. Con voz encolerizada, dijo al Explorador:

—¿No confías en la habilidad del Piloto? Ya te ha desembarcado dos veces en el planeta.

En una nave de reconocimiento, se dijo el Explorador, no en aquel carguero tan poco manejable. Pero se guardó para sí estos pensamientos, manteniendo la vista fija en la visiplaca. Descendían con excesiva rapidez. Ya no cabía duda. Caían vertiginosamente.

—¿Por qué no dices nada? —preguntó el Mercader.

—Mira, si quieres que hable, te diré que te sujetes el salvavidas y me ayudes a preparar el proyector.

El Piloto luchaba denodadamente, pues era un experto veterano. La atmósfera, muy alta y espesa a causa de la gravedad reinante en aquel mundo, fustigaba a la nave, recalentándola, pero hasta el último momento pareció como si el Piloto consiguiese mantenerla bajo su dominio.

Incluso mantuvo su rumbo, siguiendo la línea imaginaria que conducía la nave al punto del continente septentrional que constituía su objetivo. En otras circunstancias, con un poco más de suerte, la cosa no habría pasado de unos momentos de apuro, que luego constituirían tema para un emocionante relato, ejemplo de cómo se había resuelto una situación dificilísima. Pero cuando el triunfo ya se vislumbraba, el cansancio del piloto le hizo tirar con excesiva fuerza de una palanca. La nave, que casi se había estabilizado, cabeceó de nuevo.

Este último error ya no tenía remedio. Sólo estaban a un kilómetro del suelo.

El Piloto permaneció en su puesto hasta el último momento, dominado por la única idea de aminorar el impacto y mantener la estabilidad de la nave. Ello le costó la vida. Con la nave girando locamente en aquella brumosa atmósfera, pocos eyectores podían utilizarse.

Cuando el Explorador recuperó el conocimiento y se levantó, tuvo la clara sensación de que los únicos supervivientes eran él y el Mercader. Y tal vez ni siquiera eso. Su salvavidas había salido disparado cuando aún se hallaban a bastante distancia de la superficie. Aun así, el golpe le dejó aturdido. El Mercader podía haber tenido menos suerte.

Gruesos y viscosos tallos de hierba le rodeaban, y a lo lejos se veían unos árboles que le recordaron vagamente los que crecían en su planeta, con la sola diferencia de que las ramas inferiores eran mucho más altas que las copas de los árboles en su mundo.

Llamó al Mercader, y su voz resonó cavernosamente en la densa atmósfera. Su compañero le respondió, y se dirigió hacia él, apartando violentamente los ásperos tallos que le cerraban el paso.

—¿Estás herido? —le preguntó. El Mercader hizo una mueca.

—Creo que me he dislocado algo. Me duele aquí al andar.

El Explorador palpó suavemente la parte lastimada.

—No creo que tengas nada roto. Tendrás que andar, aunque duela.

—¿No podríamos descansar primero?

—Es muy importante localizar la nave. Si aún sirve, podemos repararla fácilmente y tal vez nos salvaremos. Si no, estamos perdidos.

—Sólo un momento. Deja que me recupere.

El Explorador también necesitaba un breve descanso. Como el Mercader ya cerraba los ojos, dejó que los suyos también se cerrasen.

Fuertes pisadas le obligaron a abrir los ojos.

—No hay que dormirse nunca en un planeta extraño —se reconvino demasiado tarde.

El Mercader, que también se había despertado, lanzó un grito de terror.

—No es más que un nativo de este planeta —dijo el Explorador—. No nos hará daño.

Pero mientras hablaba, el gigante se inclinó y los levantó a ambos, acercándolos a su fealdad.

El Mercader se debatía con violencia, pero vanamente.

—¿No puedes hablar con él? —gritó.

El Explorador sólo pudo mover la cabeza negativamente.

—No puedo alcanzarlo con el proyector. No me escucharía.

—Entonces, pégale un tiro. Liquídalo.

—No podemos.

Estuvo a punto de añadir —estúpido—. El Explorador se esforzó por conservar la serenidad. El monstruo se los llevaba consigo cruzando raudo la campiña.

—¿Por qué no? —chilló el Mercader—. Puedes utilizar tu pistola. La veo perfectamente. ¿Tienes miedo a caerte?

—No es tan sencillo. Si matamos a este monstruo, despídete de comerciar con este planeta. Ya no podrías salir de él. Probablemente, no llegaríamos vivos a mañana.

—¿Por qué?

—Porque este monstruo es un ejemplar joven de la especie. Deberías saber lo que pasa cuando un comerciante mata a un joven indígena, aunque sea por azar. Además, si estamos en el punto a donde nos dirigíamos, debemos encontrarnos en la hacienda de un indígena muy poderoso. Y tal vez éste sea uno de sus hijos.

Así fue como llegaron a la prisión en la que se encontraban. Quemaron con sus armas la gruesa y dura cubierta que los envolvía, practicando un orificio, y se percataron de que les era imposible saltar desde aquella altura terrorífica.

La jaula volvió a temblar y se levantó en un movimiento oscilante. El Mercader rodó hasta el extremo opuesto y el golpe le despertó. Quitaron la cubierta y la luz entró a raudales. Como la vez anterior, tenían ante sí a dos ejemplares jóvenes de aquella raza. Apenas se diferenciaban de los adultos, pensó el Explorador, aunque, por supuesto, eran mucho más pequeños.

Les introdujeron un manojo de gruesas cañas entre los barrotes. Su olor no era desagradable, pero en su extremo estaban llenos de tierra.

El Mercader se apartó y dijo con voz ronca:

—¿Qué hacen?

—Tratan de darnos de comer —contestó el Explorador—. Al menos eso es lo que parece. Esto es la hierba de este planeta. Los dos monstruos colocaron de nuevo la cubierta y ambos se quedaron solos en la jaula bamboleante, ante su comida.