Ted Long vagaba por la rugosa superficie del anillo con el alma tan helada como el suelo que pisaba. En Marte, todo le había parecido claro y lógico… Pero no estaba en Marte. Lo había calculado todo cuidadosamente, y trazado un plan perfecto y razonable. Lo recordaba en sus menores detalles.
Para mover una nave de una tonelada no se necesitaba una tonelada de agua. No existía una igualdad de masas, sino que la masa por la velocidad era igual a la masa por la velocidad. Expuesto de otro modo, era lo mismo disparar una tonelada de agua a un kilómetro por segundo que cien litros de agua a veinte kilómetros por segundo. La velocidad final de la nave era la misma en ambos casos.
Esto significaba que las toberas de eyección tenían que ser más estrechas y el vapor más recalentado. Pero entonces aparecían los inconvenientes. Cuanto más estrecha fuese la tobera, mayor era la pérdida de energía a causa de la fricción y los remolinos. Cuanto más caliente fuese el vapor, más refractaria tendría que ser la tobera y, por tanto, más corta sería la duración. De esta manera pronto se llegaba al límite.
Luego, teniendo en cuenta que cierta masa de agua podía empujar una masa muy superior mediante la tobera estrecha, era conveniente almacenar gran cantidad. Cuanto mayor fuese el espacio reservado a los depósitos de agua, mayores serían las dimensiones de la nave. Eso motivó la construcción de naves mayores y más pesadas. Pero cuanto más voluminoso era el casco, mayores habían de ser los refuerzos, más difíciles las operaciones de soldadura y más precisa la construcción. Por el momento, se había alcanzado también el límite en esa cuestión.
Fue entonces cuando dio con el aspecto que le pareció fundamental: la concepción tradicional y rígida según la cual el combustible tenía que almacenarse dentro de la nave, que la parte metálica tenía que ser capaz de contener un millón de toneladas de agua.
¿Y por qué agua? ¿Por qué no hielo? El hielo podía adoptar la forma más conveniente. Podían hacérsele agujeros, y encajar en ellos las proas y las toberas de las naves. Mediante cables, estas partes podían mantenerse perfectamente pegadas y sometidas a la influencia de campos magnéticos de fuerza.
Long sintió vibrar el suelo. Se hallaba en la parte superior del fragmento. Una docena de naves entraban y salían de los orificios abiertos en el fragmento que se estremecía bajo los continuos impactos.
No había que extraer el hielo como si de una cantera se tratase. Existía en grandes moles en los anillos de Saturno. Pues eso eran los anillos: millones de témpanos de hielo casi puro. Así lo reveló el espectroscopio, y así resultó ser en realidad. Long se hallaba sobre una de aquellas moles. Medía más de tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho, aproximadamente. Representaba casi cuatro mil quinientos millones de toneladas de agua en una sola pieza, que él tenía bajo sus pies.
Y ahora se enfrentaba a la resolución del enigma. Nunca había confesado a nadie en cuanto tiempo pensaba convertir el fragmento en una nave, pero suponía que se requerirían dos días. Ya llevaban una semana trabajando y no se atrevía ni a pensar en el tiempo que aún faltaba. Había perdido ya toda confianza en la posibilidad de la empresa. ¿Podrían hacer funcionar las toberas con suficiente suavidad, a través de cables y tuberías que cruzaban más de tres kilómetros de hielo, para conseguir apartar el fragmento de la tremenda gravedad de Saturno?
El agua potable empezaba a escasear, si bien siempre quedaba el recurso de destilar más agua del hielo. Por otra parte, los depósitos de víveres estaban ya muy mermados.
Se detuvo y levantó la mirada hacia lo alto, esforzándose por algo. ¿Aumentaba de tamaño aquel objeto? Debía calcular a qué distancia se hallaba. Pero en realidad no tenía valor para decirlo y se sentía incapaz de cargar con más preocupaciones. Prefirió concentrarse en cosas inmediatas. Al menos, la moral era elevada. Por lo visto, a los hombres les gustaba estar cerca de Saturno. Eran los primeros seres humanos que habían llegado a aquellos remotos confines, los primeros que habían franqueado el cinturón de asteroides, que habían visto con sus propios ojos a Júpiter como un guijarro que crecía de tamaño, y que habían visto a Saturno… como él lo estaba viendo.
Nunca hubiera imaginado que cincuenta chatarreros rudos, endurecidos por el trabajo, que sólo pensaban en acumular chatarra, fuesen capaces de sentir aquellas emociones. Pero así era. Y se enorgullecía de sentirlas.
Dos hombres y una nave medio enterrada aparecieron sobre el horizonte cuando él se disponía a proseguir la marcha.
—¡Eh, vosotros! —les llamó.
Fue Rioz quien le respondió:
—¿Eres tú, Ted?
—¿Quién si no? ¿Está Dick contigo?
—Sí. Ven y siéntate. Nos disponíamos a fundir el hielo para sujetar la nave y buscábamos una excusa para no tener que empezar.
—Yo no —se apresuró a decir Swenson—. ¿Cuándo nos iremos, Ted?
—Tan pronto como terminemos. Aunque no es una respuesta.
—Supongo que no hay otra —observó Swenson desalentado. Long levantó la mirada hacia la brillante mancha irregular que se cernía en lo alto.
Rioz le observó.
—¿Qué sucede?
Por un momento, Long no contestó. El cielo era negro y los fragmentos de anillo formaban un polvo anaranjado. Saturno estaba hundido en más de tres cuartas partes de su disco bajo el horizonte, y los anillos se hundían con él. A unos ochocientos metros de distancia, una nave saltó hacia el cielo, abandonando el borde helado del planetoide, quedó iluminada un momento por la luz anaranjada de Saturno y desapareció de su vista, hundiéndose de nuevo tras el horizonte.
El suelo tembló ligeramente.
—¿Te preocupa acaso la Sombra? —le preguntó Rioz.
Así era como llamaban al fragmento de anillo más cercano. Ellos estaban en el borde exterior, donde los fragmentos eran relativamente escasos y estaban muy separados entre sí. Debía de estar a unos treinta kilómetros y era una imponente montaña de contorno claramente visible.
—¿Qué te parece? —preguntó Long. Rioz se encogió de hombros.
—Me parece bien. No veo nada de particular.
—¿No crees que está aumentando de tamaño?
—¿Y por qué tiene que aumentar?
—¿No te lo parece? —insistió Long.
Rioz y Swenson le contemplaron pensativos.
—Sí, parece mayor —asintió Swenson.
—Imaginaciones vuestras —rezongó Rioz—. Si se hiciese mayor, se acercaría.
—¿Y es imposible?
—Esos pedruscos siguen órbitas fijas.
—Eran fijas hasta que vinimos nosotros —observó Long—. ¿Os dais cuenta?
El suelo había vuelto a temblar ligeramente. Long prosiguió:
—Ya llevamos una semana perforando este fragmento. Para empezar, aterrizaron en él veinticinco naves, lo cual pudo cambiar su curso. No mucho, desde luego. Después nos hemos dedicado a fundir parte de la superficie, y nuestras naves no han parado de entrar y salir de los orificios que hemos practicado, siempre por el, mismo lado. En una semana, es posible que hayamos modificado ligeramente su órbita. Ambos fragmentos, éste y la Sombra, pueden seguir cursos convergentes…
—Sería una casualidad que chocase con nosotros —dijo Rioz, observando pensativo el planetoide—. Además, si ni siquiera podemos asegurar que aumente de tamaño, ¿cómo vamos a saber su velocidad? En relación a nosotros, quiero decir.
—No hace falta que se mueva muy de prisa. Su impulso adquirido es idéntico al nuestro, con el resultado de que, aunque chocase con nosotros suavemente, nos desplazaría por completo de nuestra órbita, tal vez hacia Saturno, que es el último sitio donde queremos ir. No olvidéis que el hielo posee un índice de cohesión muy bajo, lo cual quizás haría estallar ambas moles en millones de pequeños fragmentos.
Swenson se puso en pie.
—¡Maldición! Si soy capaz de averiguar la velocidad de un depósito vacío a miles de kilómetros de distancia, también podré averiguar a qué velocidad se mueve una montaña que sólo está a treinta kilómetros.
Después de pronunciar estas palabras, dio media vuelta y se dirigió a la astronave. Long no hizo nada por detenerle.
—Está muy nervioso —observó Rioz.
El planetoide próximo se elevó hasta lo alto, pasó sobre sus cabezas y empezó a descender. Veinte minutos después, el horizonte opuesto al que había ocultado a Saturno pareció estallar en una llamarada amarilla cuando la enorme masa empezó a elevarse de nuevo.
Rioz llamó por su radio.
—¡Eh, Dick! ¿Te has muerto?
—Estoy haciendo cálculos —respondió una voz ahogada.
—¿Se mueve? —preguntó Long.
—Sí.
—¿Hacia nosotros?
Hubo una pausa. La voz de Swenson era trémula:
—Ted, la intersección de órbitas tendrá lugar dentro de tres días.
—¡Estás loco! —gritó Rioz.
—He comprobado los cálculos cuatro veces —respondió Swenson.
Anonadado, Long pensó: ¿Qué haremos ahora?