7

El turno de trabajo en el fragmento de anillo era el anverso de la medalla. La ingravidez, la paz y la intimidad que se disfrutaba flotando en el espacio se convertía en una actividad frenética. Incluso la ingravidez, que subsistía, era entonces más un purgatorio que un paraíso bajo aquellas nuevas condiciones.

Manipular el proyector calórico resultaba una labor engorrosa. Era fácil levantarlo, pues aunque medía dos metros de lado y era casi todo de sólido metal, ese volumen se traducía en un peso de menos de un gramo. Pero su inercia era la misma, lo cual significaba que si se empujaba un poco para colocarlo en posición, seguiría moviéndose, arrastrando consigo a quien lo había empujado. Entonces no había más remedio que poner el campo seudogravitatorio del traje, a fin de caer bruscamente sobre el aparato.

Keralski, que había puesto el campo con demasiada fuerza, bajó con excesiva violencia y cayó sobre el proyector en un ángulo peligroso. Su fractura de tobillo fue el primer incidente de la expedición.

Rioz empezó a maldecir. No había conseguido librarse del impulso de pasar el dorso de la mano por la frente para secarse el sudor, y el metal chocó con el silicón produciendo un terrible impacto dentro del casco. Pero no sirvió de nada, aunque los secadores con que estaba provisto el traje espacial trabajaban al máximo para recuperar el agua y convertirla en un líquido con nuevos iones y una proporción de sales perfectamente dosificada. Esta agua regenerada pasaba entonces al receptáculo apropiado.

—¡Condenado Dick! —vociferó Rioz—. ¿Quieres esperar hasta que yo dé la orden?

La voz de Swenson resonó en sus oídos:

—¿Cuánto debo esperar aún, aquí sentado?

—Hasta que yo lo diga —replicó Rioz.

Aumentó la fuerza del campo seudogravitatorio y levantó un poco el proyector. Entonces disminuyó la seudogravedad, asegurándose de que el proyector permanecería en su sitio durante varios minutos aunque él dejase de sostenerlo. De un puntapié apartó el cable, que se extendía más allá del «horizonte próximo hasta una fuente de energía que quedaba fuera de su vista, y oprimió el botón que hacía funcionar el proyector».

El material de que estaba compuesto el fragmento burbujeó y se desvaneció al contacto de la energía. Parte del borde de la tremenda cavidad que él ya había abierto en el fragmento se fundió, y una aspereza de su contorno desapareció.

—Pruébalo ahora —dijo Rioz.

Swenson estaba en la nave que se cernía sobre la cabeza de Rioz.

—¿Ya está despejado? —preguntó Swenson.

—Adelante, te digo.

De una de las toberas de proa surgió un pequeño chorro de vapor, y la nave se acercó lentamente al fragmento de anillo. Mediante otra maniobra corrigió una pequeña desviación, y luego descendió en línea recta.

Un tercer chorro de vapor, en la popa, frenó la nave hasta hacerla descender pausadamente, como una pluma.

Rioz observaba, con todos los músculos en tensión.

—Adelante. Ya casi está.

La popa de la nave penetró en la oquedad, llenándola casi por completo. La nave, más ancha en el centro, cada vez tenía los costados más cerca del borde. Se produjo una tremenda vibración cuando cesó el movimiento.

Entonces fue Swenson quien empezó a maldecir.

—¡No encaja! —exclamó.

Rioz en un arrebato de cólera, disparó el proyector hacia el suelo y salió volteando hacia el espacio. El proyector levantó una nube de polvo cristalino, y Rioz hizo otro tanto cuando cayó sobre el fragmento después de accionar su seudogravedad.

—Has entrado mal, cerdo terráqueo —refunfuñó.

—Entré perfectamente, granjero comemierda.

Las toberas laterales de la nave, apuntadas hacia atrás, arrojaban los chorros de vapor con más fuerza, y Rioz tuvo que saltar para no ser alcanzado.

La nave vibró para salir del agujero, y recorrió casi un kilómetro por el espacio antes de que los chorros de proa pudieran frenarla.

—Aplastaremos media docena de planchas si repetimos esta maniobra —dijo Swenson—. Arregla el agujero, ¿quieres? —Lo arreglaré, descuida. Tú preocúpate únicamente de hacer bien la maniobra.

Rioz dio un salto y ascendió unos trescientos metros, para tener buena visión de la cavidad. Las profundas estrías causadas por la nave destacaban perfectamente, concentradas en un punto situado a la mitad del enorme pozo. Había que rebajar aquel punto.

El saliente empezó a fundirse bajo el chorro del proyector de energía.

Media hora después, la nave encajaba perfectamente en la cavidad y Swenson, cubierto con su traje espacial, salía de ella para unirse a Rioz.

—Si quieres subir a bordo y quitarte el traje, yo me ocuparé del hielo.

—No te preocupes —dijo Rioz—. Prefiero sentarme aquí para contemplar Saturno.

Y se sentó al borde del pozo. Había casi dos metros entre éste y la nave. En algunos lugares, la pared del pozo estaba sólo a cincuenta centímetros del casco; en otros, muy pocos, apenas unos centímetros. Era un trabajo casi perfecto. El ajuste foral se realizaría fundiendo el hielo con cuidado, para dejar que se congelase de nuevo en la cavidad, entre el borde de la misma y la nave.

Saturno se movía visiblemente a través del cielo, y su enorme masa descendía centímetro a centímetro tras el horizonte.

—¿Cuántas naves quedan por colocar? —preguntó Rioz.

—Según creo, quedábamos once —contestó Swenson—. Como nosotros ya estamos, eso quiere decir que faltan diez. Siete de las que ocupan sus lugares ya están aseguradas. Dos o tres están sueltas.

—Hasta ahora, todo va bien.

—Todavía queda mucho por hacer. No olvides los chorros principales del otro extremo, ni los cables, ni las líneas de fuerza. A veces me pregunto si lo conseguiremos. Durante el viaje, esto no me preocupaba, pero ahora, sentado a los mandos, me decía: «No lo conseguiremos. Tendremos que quedarnos aquí, a la vista de Saturno hasta morir de hambre. Cuando pienso estas cosas me siento…».

—No explicó cómo se sentía.

—Piensas demasiado —observó Rioz.

—Tu caso es distinto —repuso Swenson—. Yo no puedo dejar de pensar en Peter…, y en Dora.

—¿Y qué consigues con ello? Ella estuvo de acuerdo en que fueras, después de que el comisario le soltó aquella conferencia sobre el patriotismo, el heroísmo y tu vida solucionada para siempre cuando volvieses… Tú no tuviste que irte a hurtadillas, como Adams.

—Adams es otro caso. No tendría que haberse casado con esa mujer. Hay mujeres capaces de convertir en un infierno la vida de un hombre. Ella no quería que viniese, pero probablemente preferirá que no regrese y quedarse con la pensión de viudedad.

—¿Por qué te atormentas entonces? Supongo que Dora desea que regreses.

—Nunca me he portado bien con ella —dijo Swenson.

—Según creo, le entregas toda tu paga. Yo no haría eso con ninguna mujer. Dinero por favores recibidos, sí, pero ni un céntimo más.

—No se trata de dinero. Aquí he tenido mucho tiempo para pensar. Las mujeres desean compañía. Los niños necesitan la presencia del padre. ¿Qué hago yo aquí?

—Te preparas para volver a casa. —¡Oh! No entiendes nada.