A ochocientos mil kilómetros sobre la superficie de Saturno, Mario Rioz dormía plácidamente, tumbado ingrávido en el vacío. Salió lentamente de su sueño y durante unos instantes, completamente solo en su traje espacial, se dedicó a contar las estrellas y a trazar líneas imaginarias de una a otra.
Al principio, a medida que pasaban las semanas, no notó ninguna diferencia con su vida de chatarrero, excepto por la sensación de que cada minuto que pasaba equivalía a varios miles de kilómetros más entre él y el resto de sus semejantes. Era una sensación muy desagradable.
Se habían propuesto salir de la eclíptica para franquear el cinturón de asteroides. Esto les hizo consumir mucha agua y probablemente resultó una maniobra innecesaria. Aunque aquellos cientos de planetoides aparecen como un enjambre apretado de proyección bidimensional de la placa fotográfica, en realidad están separados por tantos millones de kilómetros, que sólo la más impensable de las casualidades podría provocar una colisión.
Aun así, prefirieron pasar por encima del cinturón. Alguien a bordo calculó las posibilidades de colisión con un fragmento meteórico capaz de causar daños a la nave, y la cifra obtenida fue tan pequeña, tan insignificante, que la posibilidad de choque se convertía en algo remotísimo.
Los días se sucedían monótonamente iguales; el espacio estaba vacío y a los mandos sólo se necesitaba un hombre para mantener la nave en su rumbo. Fue entonces cuando empezaron a salir para flotar en el espacio, como en una hamaca.
El primero en salir fue un espíritu particularmente osado, que se atrevió a permanecer un cuarto de hora fuera de la nave. Luego, otro estuvo media hora. Por último, aun antes de dejar totalmente atrás a los asteroides, cada nave solía llevar al tripulante que no estaba de guardia suspendido en el espacio al extremo de un cable.
La cosa era bastante fácil. El cable, uno de los que se destinaban a la maniobra cuando llegaran al término del viaje, se adhería magnéticamente por ambos extremos. Uno de ellos al traje espacial, y el otro, una vez el tripulante estaba fuera de la nave, se adhería al casco de la misma. Después, una breve pausa con las suelas electromagnéticas de sus botas adheridas a la superficie de metal, y acto seguido cortaba la corriente de los electroimanes y daba un ligero empujón con el pie.
Con gran lentitud, se apartaba de la nave, y la enorme masa de ésta se alejaba aún más lentamente. Entonces el tripulante quedaba flotando ingrávidamente en medio de una negrura compacta y constelada de estrellas. Cuando la nave estaba a suficiente distancia, su mano, cubierta por la manopla, aferraba el cable con fuerza. Pero, si apretaba demasiado, regresaría hacia la nave. Sólo había que apretar un poco, lo suficiente para que la fricción le detuviese a uno. Como el movimiento del astronauta equivalía al de la nave, ésta aparecía inmóvil bajo él, como si estuviese pintada sobre un fondo fijo, y entre ambos, el cable pendía en lazadas que no tenían por qué estirarse.
El astronauta sólo veía media nave. La mitad iluminada por la débil luz solar, que aun brillaba demasiado para mirarla directamente, sin la protección del grueso visor polarizado. La otra mitad era negro sobre negro: invisible.
Luego el espacio se cerraba en torno a uno y era como dormir. El traje era cálido, el aire se renovaba automáticamente, había alimentos y bebida en recipientes especiales, que uno podía sorber con un movimiento de la cabeza; también estaba prevista la evacuación de los desechos orgánicos. Pero lo principal, lo mejor de todo, era la deliciosa euforia causada por la ingravidez.
El astronauta nunca se había sentido tan bien. Los días ya no parecían tan largos. Ni siquiera eran bastante largos, y pasaban muy de prisa.
Habían dejado atrás la órbita de Júpiter por un punto que estaba a unos 30 grados de su posición actual. Durante meses, ese planeta había de ser el objeto más brillante del cielo, con la única excepción del brillantísimo gigante blanco que era el sol. En el mejor de los casos, algunos chatarreros aseguraban que podían distinguir a Júpiter dentro del cono de sombra. Luego desapareció durante varios meses, mientras otro punto de luz iba creciendo, hasta hacerse más brillante que Júpiter: era Saturno. Primero fue un punto brillante, luego una mancha ovalada y resplandeciente.
—«¿Por qué ovalada?» había preguntado uno.
—«Por los anillos, claro», contestó otro, tras una ligera reflexión.
Evidentemente.
Hacia el final del viaje, todos flotaban en el espacio siempre que se les presentaba ocasión, dedicándose a observar a Saturno de manera incesante.
«Eh, tú, regresa ya. Te toca guardia».
«Según mi reloj, todavía me faltan quince minutos».
«Lo has atrasado, granuja. Además, ayer ya te dejé veinte minutos de propina».
«No darías ni dos minutos a tu padre». «Regresa ya, condenado, o salgo yo a buscarte».
«Bueno, ya voy. ¡Por todos los astros, cuánto escándalo por un miserable minuto!».
Pero en el espacio nunca llegaba la sangre al río. Allí se encontraban a gusto.
Saturno fue aumentando de tamaño hasta que por último rivalizó, y hasta sobrepasó, en esplendor al sol. Los anillos, que formaban un amplio ángulo con su trayectoria de llegada, giraban majestuosamente en torno al planeta. Luego, al irse aproximando, los anillos fueron ocupando cada vez mayor espacio, a pesar de que se hacían más estrechos a medida que el ángulo de llegada disminuía progresivamente.
Las lunas mayores gravitaban en las inmediaciones, como serenas luciérnagas.
Mario Rioz se alegró de estar despierto, para poder contemplan aquel soberbio espectáculo.
Saturno llenaba la mitad del cielo, con sus listas anaranjadas y la parte en sombras a la derecha: aproximadamente una cuarta parte del planeta gigante. Dos puntitos redondos que se destacaban sobre la parte iluminada eran las sombras proyectadas por dos de los satélites. Hacia la izquierda, detrás de él (podía volver la cabeza sobre el hombro izquierdo para mirar y, al hacer este movimiento, el resto del cuerpo se ladeaba ligeramente a la derecha para conservar su impulso angular), estaba el diamante blanco del Sol.
Lo que más le gustaba era contemplar los anillos. Hacia la izquierda, surgían de detrás de Saturno, como una densa y brillante banda triple de luz. Por la derecha desaparecían en la sombra nocturna, pero se veían más cerca. A medida que se acercaban hacia él se ensanchaban, como el haz de un proyector, tornándose más nebulosos por la proximidad, hasta que parecían llenar todo el cielo y perderse.
Desde la posición que ocupaba la flota de los chatarreros, en el interior del borde exterior del último anillo, los anillos se disgregaban para asumir su verdadera identidad de fenomenal montón de fragmentos sólidos, abandonando la apariencia de banda apretada y sólida de sustancia luminosa.
Debajo de él o, mejor dicho, en la dirección hacia donde apuntaban sus pies, a unos treinta kilómetros de distancia, gravitaba uno de los fragmentos del anillo. Parecía una mancha grande e irregular, que empañaba la simetría del espacio, con tres cuartas partes de su superficie iluminada y la sombra nocturna cortándola como un cuchillo. Más lejos había otros fragmentos, que centelleaban como polvo estelar, cada vez más confusos y espesos, hasta que, siguiéndolos con la mirada a lo lejos, se convertían de nuevo en anillos.
Los fragmentos permanecían inmóviles, aunque esta engañosa inmovilidad se debía al hecho de que las naves se habían puesto en órbita alrededor de Saturno y avanzaban paralelamente al borde exterior de los anillos.
La víspera, Rioz había estado en aquel fragmento más próximo, trabajando con más de veinte astronautas para darle la forma deseada. Al día siguiente volvería de nuevo al trabajo.
«Pero hoy… —se dijo—, hoy es un día consagrado a flotar por el espacio».
—¿Mario?
La voz que resonó en sus auriculares era interrogante y Rioz se sintió embargado por el disgusto. Qué le dejasen tranquilo… Tenía ganas de estar solo.
—Al habla —repuso.
—Ya supuse que era tu nave. ¿Cómo estás? —Muy bien. ¿Eres tú, Ted?
—Sí, soy yo —contestó Long.
—¿Algo va mal en el fragmento?
—No. Estoy ahí fuera, flotando.
—¿Tú?
—A mí también me gusta hacerlo, de vez en cuando. Es estupendo, ¿no crees?
—Desde luego —convino Rioz.
—Ya sabes que me gusta leer libros de la Tierra… —Libros de los terrestres, de los…
Rioz bostezó, sin poder hallar la expresión adecuada con la dosis adecuada de resentimiento.
—A veces, he encontrado en ellos descripciones de personas tumbadas en la hierba —continuó Long—. Como sabes, la hierba es una cosa verde parecida a finas tiras de papel, que al parecer allí tienen en gran cantidad sobre el suelo, y en la que se tumban para contemplar las nubes que cruzan el cielo azul. Lo habrás visto en alguna película, supongo.
—Sí, pero no me entusiasma. Me parece algo frío y desapacible.
—Hay que suponer que no lo es. Ten en cuenta que la Tierra está muy cerca del Sol, y dicen que su atmósfera es lo bastante densa como para conservar el calor. Debo admitir que a mí no me gustaría encontrarme bajo el cielo descubierto sin llevar otra cosa que el traje. Sin embargo, comprendo que a ellos les guste.
—Los terrestres son unos imbéciles.
—En esos libros se mencionan los árboles, que son unos gruesos tallos de color marrón, y el viento, que es un movimiento del aire, como tú sabes.
—¿Te refieres a las corrientes? Por mí, que se queden con ellas.
—Bien, ahora eso no importa. Lo que quiero decir es que ellos describen esas cosas con belleza, casi con pasión. Con frecuencia me pregunto: ¿cómo será todo esto realmente? ¿Lo experimentaré yo algún día, o es algo que sólo está reservado a los terrestres? Muchas veces he pensado que me faltaba algo importante, pero ahora ya sé qué era. Era la paz total en medio de un universo rebosante de belleza.
—Pero a ellos no les gustaría —observó Rioz—. Me refiero a los terrestres. Están tan acostumbrados a su pequeño y mezquino mundo, que no sabrían apreciar lo que es estar flotando así, contemplando a Saturno.
Ladeó ligeramente el cuerpo y empezó a balancearse en torno a su centro de gravedad, con movimientos lentos y suaves.
—Sí, eso creo yo —repuso Long—. Son esclavos de su planeta. Aunque viniesen a Marte, solamente sus hijos se sentirían libres. Tarde o temprano habrá naves estelares; enormes e imponentes astronaves capaces de transportar miles de personas y mantener su equilibrio durante décadas, tal vez siglos enteros. La humanidad se desparramará por toda la galaxia. Pero los hombres tendrán que pasar su vida entera a bordo de estas naves, hasta que se intenten nuevos sistemas de viaje interestelar, y eso quiere decir que serán marcianos y no terrícolas los que colonizarán el universo. Esto es inevitable. Tiene que ser así. La colonización se hará a lo marciano.
Pero Rioz no respondió. Se había quedado dormido, balanceándose suavemente a ochocientos mil kilómetros sobre la superficie de Saturno.