Cuando Hamish Sankov llegó a Marte aún no existían marcianos; es decir, individuos oriundos del planeta rojo. Pero ahora ya existían más de doscientos niños de corta edad cuyos padres y abuelos habían nacido en Marte… O sea, que eran marcianos de tercera generación.
Cuando él llegó al planeta aún no había cumplido veinte años, y Marte apenas era otra cosa que un amasijo de astronaves posadas en el suelo y conectadas por túneles subterráneos estancos. Con el transcurso de los años vio surgir edificios y ampliarse enormemente la red de túneles, mientras que alzaban las redondas cúpulas en la tenue atmósfera irrespirable. Vio brotar enormes almacenes en cuyo interior podían desaparecer por completo las astronaves con sus cargas. Vio crecer las minas hasta convertirse en enormes cicatrices sobre la corteza marciana, mientras la población de Marte pasaba de cincuenta personas a cincuenta mil.
Estos antiguos recuerdos le hacían sentirse viejo…, sin contar con los aún más lejanos que la presencia de aquel terrestre le despertaba. Su visitante evocaba aquellos olvidados recuerdos de un mundo cálido y acogedor que albergaba con tanta bondad y dulzura a la humanidad como un seno materno.
El terrestre parecía recién surgido de aquel seno. No era muy delgado; era más bien rollizo. Tenía el cabello oscuro, con una onda pequeña y pulcra, tanto como su bigotillo, y una tez tersa y reluciente. Vestía correctamente y su traje de calle, aunque era de plástico, estaba limpio y estirado.
El traje que vestía Sankov era de manufactura marciana, práctico y limpio, pero muy pasado de moda. Sankov tenía un rostro surcado por múltiples arrugas y el cabello completamente blanco; la nuez le subía y le bajaba cuando hablaba.
El terrestre era Myron Digby, miembro de la Asamblea General de la Tierra.
—Esto nos ha sorprendido desagradablemente a todos, señor Digby —dijo Sankov.
—Más nos ha sorprendido a nosotros, comisario.
—¿Sí? En ese caso, me considero incapaz de comprenderlo. Naturalmente, eso no quiere decir que sea incapaz de comprender los métodos terrestres, porque yo he nacido en la Tierra, no lo olvide. La vida en Marte es muy dura, señor Digby, como usted sabrá. El volumen de carga de mercancías tales como comida, y agua y materias primas necesarias para nuestra vida es elevadísimo. Esto quiere decir que en las naves apenas queda lugar para libros y películas nuevas. Ni siquiera los programas de video pueden llegar a Marte, excepto durante un mes, aproximadamente, cuando se encuentra en oposición con la Tierra, y aun entonces la gente no tiene mucho tiempo para verlos. Mi oficina está suscrita a una película de la Prensa Planetaria, que todas las semanas trae un resumen de noticias. Por lo general, nunca tengo tiempo para verla. Llámenos usted provincianos si quiere, pero la verdad es que cuando sucede algo de este calibre, no podemos hacer otra cosa que mirarnos, impotentes.
Digby, con voz pausada, dijo:
—¿Quiere decir que en Marte nadie está enterado de la campaña de ahorro lanzada por Hilder…?
—No, no me refiero a eso exactamente. Sepa usted que un joven chatarrero, hijo de un buen amigo mío que murió en el espacio —Sankov se rascó el cuello con vacilación—, es muy aficionado a leer historia terrestre y cosas parecidas. Cuando está en el espacio, capta emisiones de video, y fue así como pudo oír el discurso de Hilder. Por lo que sé, ésta fue la primera vez que Hilder nos aludió. El muchacho vino a verme para contármelo. Naturalmente, yo no lo tomé en serio. Lo único que hice fue seguir con más atención las películas de la Prensa Planetaria, pero apenas encontré alusiones a Hilder, y las pocas que hallé más bien daban risa.
—Sí, comisario —asintió Digby—, cuando empezó, todo parecía una broma.
Sankov extendió sus largas piernas por un lado de la mesa, cruzando sus tobillos.
—Pues a mí aún me lo sigue pareciendo. ¿Qué argumentos esgrime este hombre? Dice que malgastamos agua. ¿Se ha tomado la molestia de comprobar algunas cifras? Aquí están todas, a su disposición. Ordené que se las trajeran cuando me enteré de la llegada de este comité. Según parece, los océanos de la Tierra contienen cuatrocientos millones de millas cúbicas de agua, y cada milla cúbica pesa cuatro mil quinientos millones de toneladas. ¿No le parece mucha agua? Ahora bien: nosotros consumimos una parte infinitesimal para navegar por el espacio. Teniendo en cuenta que la mayor parte del empuje inicial se realiza dentro del campo gravitatorio terrestre, eso quiere decir que el agua que arrojamos regresa a los mares y océanos. Hilder se calla este detalle. Cuando dice que en cada viaje consumimos un millón de toneladas de agua, miente descaradamente. En realidad, consumimos menos de cien toneladas… Supongamos ahora que efectuásemos cincuenta mil viajes anuales. No llegamos a esa cifra ni mucho menos, desde luego; ni siquiera hacemos mil quinientos. Pero dejémoslo en cincuenta mil, admitiendo que, tal como van las cosas, el número de viajes aumentará considerablemente. Con cincuenta mil viajes, llegaría a perderse en el espacio una milla cúbica de agua por año. Lo cual equivale a decir que en un millón de años, la Tierra perdería… ¡un cuarto de un uno por ciento de sus reservas totales de agua!
Digby extendió ambas manos con las palmas hacia arriba y luego las dejó caer.
—Comisario, las Aleaciones Interplanetarias han esgrimido cifras parecidas en su campaña contra Hilder, pero es imposible luchar contra un arrollador movimiento emocional con cifras escuetas y frías. Este hombre, Hilder, ha inventado una denominación: «Los Derrochadores». Poco a poco ha ido convirtiendo este epíteto en una gigantesca conspiración, en una banda de rapaces y brutales desheredados que saquean la Tierra en su propio y exclusivo provecho. Ha lanzado contra el Gobierno la acusación de ser un campo abonado para sus actividades, ha acusado a la Asamblea de hallarse dominada por ellos, y a la prensa de estar en sus manos. Por desgracia, nada de esto parece ridículo al hombre de la calle, que sabe muy bien, por desdicha, qué son capaces de hacer los individuos egoístas y sin escrúpulos con los recursos de la Tierra. No ha olvidado lo que ocurrió con el petróleo terrestre durante la época de los Desórdenes, por ejemplo, ni de qué modo se agotaron los yacimientos… Cuando un agricultor sufre los efectos de una sequía, no le importa que la cantidad de agua perdida en los viajes espaciales no pase de una gota, comparada con todas las reservas de la Tierra. Líder le ha proporcionado un culpable, alguien a quien convertir en cabeza de turco y con quien ensañarse, y éste es el mejor consuelo que puede dar a quien está afligido por un desastre. ¿Cree usted que cambiará este consuelo por una serie de números?
—Esto es lo que me desconcierta —repuso Sankov—. Tal vez porque no sé cómo van las cosas en la Tierra, pero yo diría que no sólo viven en ella agricultores de secano. Por lo que puedo colegir de los noticiarios, los partidarios de Hilder son minoría. ¿Por qué la Tierra hace caso a un puñado de labriegos y algunos chiflados que se dedican a incitarlos?
—Porque, comisario, otros muchos seres humanos están preocupados. La industria siderúrgica piensa que el incremento de los viajes interplanetarios dará cada vez mayor primacía a las aleaciones ligeras no férricas. Los diversos sindicatos de mineros temen la competencia extraterrestre. Todos los terrestres que pueden conseguir aluminio para construir casas prefabricadas, lo hacen porque están seguros de que encontrarán mercado en Marte. Conozco a un profesor de arqueología que está contra los Derrochadores porque no ha conseguido que el Gobierno le subvencione sus excavaciones. Está convencido de que todo el dinero del Gobierno se invierte en cohetes, medicina del espacio y otras investigaciones anejas, y esto le tiene soliviantado.
—Por lo que usted dice —apuntó Sankov—, no parece que la gente de la Tierra sea muy distinta de nosotros. Pero, ¿y la Asamblea General? ¿Por qué tiene que hacerle el juego a Hilder? Digby sonrió con amargura.
—La política nunca es agradable. Hilder solicitó que se crease un comité para investigar el despilfarro de agua en los viajes interplanetarios. Tal vez las tres cuartas partes, o incluso más, de la Asamblea General se oponían a semejante investigación, considerándola como una intolerable e inútil intromisión de la burocracia… lo cual no deja de ser cierto. Pero, ¿cómo podía oponerse un miembro de la Asamblea Legislativa a que se realizase una investigación sobre un supuesto despilfarro? Parecería que tuviese algo que ocultar, como si también fuera uno de los que se aprovechan de la situación. Hilder no temía a nada ni a nadie, y era muy posible que les echara aquellas afirmaciones a la cara, las cuales tanto si eran ciertas como si no, podrían tener mucho peso durante las próximas elecciones. Por lo tanto, el proyecto de ley fue aprobado… Y entonces se planteó la cuestión de nombrar a los miembros del comité. Los adversarios de Hilder trataron de evitar que los nombrasen, pues tendrían que adoptar continuamente decisiones que les resultarían embarazosas y violentas. Si se quedaban al margen, evitarían convertirse en blanco de las posibles acusaciones de Hilder. El resultado de todo ello es que yo soy el único miembro de la comisión declaradamente contrario a Hilder, y esto puede costarme la reelección, sin duda alguna.
—Lo lamentaría mucho, señor Digby —observó Sankov—. Tengo la impresión de que Marte no tiene tantos amigos como nosotros creíamos. Y no nos gustaría perder a uno. Pero, suponiendo que Hilder gane, ¿cuál será su política?
—En mi opinión —repuso Digby—, eso está claro. Se propone ser el nuevo Coordinador Global.
—¿Y cree usted que lo conseguirá? —Si nada le detiene, sí.
—¿Y entonces? ¿Cesará en su campaña contra los Derrochadores?
—No lo sé. Ignoro si sus planes van más allá de este mundo. Sin embargo, y en mi opinión, no podría abandonar su campaña entonces… Arriesgaría demasiado su popularidad. Ahora la campaña ya se le ha escapado de las manos.
Sankov volvió a rascarse el cuello.
—Bien. En ese caso, voy a pedirle un consejo. ¿Qué podemos hacer los marcianos? Usted conoce la Tierra y sabe cómo está la situación. Nosotros no. ¿Qué debemos hacer?
Digby se levantó, se acercó a la ventana y contempló las cúpulas bajas de otros edificios que se extendían a sus pies. Entre ellos había una llanura roja, pedregosa y de una desolación total. Sobre su cabeza, un cielo violáceo y un sol diminuto.
—¿De veras les gusta vivir en Marte? —preguntó sin volverse.
Sankov sonrió.
—La mayoría de nosotros apenas conocemos otro mundo. Tengo la impresión de que la Tierra nos resultaría extraña y desagradable.
—Pero, ¿no cree usted que terminarían por acostumbrarse a ella? Después de esto, la Tierra no les resultaría un lugar tan duro. ¿No les gustaría disfrutar del privilegio de respirar aire puro bajo un cielo abierto? Usted ha vivido en la Tierra. Tiene que acordarse cómo era.
—Sí, me acuerdo. De todos modos, es algo difícil de explicar. Entre la Tierra y sus habitantes existe un acuerdo perfecto. En la Tierra, los hombres aceptan las cosas tal y como las encuentran. Marte es distinto. Está por construir y los hombres no pueden tomarlo como lo encuentran. Por el contrario, tienen que adaptarlo a ellos y construir un mundo. Marte todavía no es gran cosa, pero no paramos de construir. Cuando hayamos terminado, tendremos lo que todos deseamos. ¿Conoce usted sentimiento parecido al de estar edificando un mundo? Después de esto, la Tierra nos parecerá insulsa.
—Pero, seguro que el marciano corriente no filosofa tanto ni se contenta con llevar esta vida terriblemente dura, sacrificándose en aras de un porvenir para el que aún faltan cientos, tal vez miles de generaciones.
—En efecto —dijo Sankov, descansando el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda y asiéndolo con ambas manos mientras hablaba—. Ya le he dicho que los marcianos son muy parecidos a los terrestres, pues a fin de cuentas todos son seres humanos, y los hombres no suelen filosofar demasiado. De todos modos, el hecho de vivir en un mundo en crecimiento no puede menospreciarse, le guste a usted o no. Cuando yo llegué a Marte, mi padre me escribía con frecuencia. El era contable y murió siendo contable. Cuando él murió, la Tierra apenas era distinta de cuando vino al mundo. No presenció grandes hechos. Sus días fueron todos iguales y vivió monótonamente una gris existencia. En Marte es distinto. Todos los días sucede algo nuevo… La ciudad es mayor, el sistema de ventilación tiene un nuevo tramo terminado, las conducciones de agua de los polos avanzan un trecho más. Precisamente en estos momentos estamos planeando la creación de una Asociación de la Prensa. La llamaremos «Prensa Marciana». Si usted no sabe lo que es vivir en un sitio donde todo crece en derredor de uno, nunca podrá comprender lo maravilloso que esto resulta. No. Reconozco que Marte es duro y áspero, y que la Tierra ofrece muchas más comodidades, pero me parece que si llevásemos a nuestros muchachos a la Tierra, haríamos de ellos unos desdichados. Sin saber por qué, se sentirían perdidos; perdidos e inútiles. Estoy seguro de que muchos de ellos nunca conseguirían adaptarse a las nuevas condiciones.
Digby se apartó de la ventana y Sankov vio que la tersa y sonrosada epidermis de su frente estaba fruncida.
—En tal caso, comisario, lo siento por usted. Por todos ustedes.
—¿Por qué?
—Porque no creo que puedan ustedes hacer algo al respecto. Lo mismo puede decirse de los habitantes de la Luna o de Venus. No se trata de algo inmediato; tal vez aún tardará un par de años en producirse, o tal vez cinco… Pero, tarde o temprano, tendrán que regresar a la Tierra, a menos que…
—¿A menos qué? —repitió Sankov, arqueando sus canosas cejas.
—A menos que consigan encontrar otra fuente de agua, además del planeta Tierra.
Sankov negó con la cabeza.
—Esto no parece fácil, ¿no cree?
—No lo es.
—Y, aparte de esto, ¿no cree usted en cualquier otra posibilidad?
—En absoluto.
Con estas palabras, Digby se marchó. Sankov permaneció largo rato con la mirada perdida en el vacío, antes de decidirse a marcar una combinación en la línea de comunicaciones local.
A los pocos momentos, Ted Long le estaba mirando a través de la pantalla.
Sankov le saludó:
—Tenías razón, muchacho. No pueden hacer nada. Ni siquiera los que sienten simpatía por nosotros ven solución. ¿Cómo lo supiste?
—Comisario —respondió Long—, yo he leído todo lo que se ha publicado acerca de la época de los Disturbios, particularmente sobre el siglo veinte, así que nada puede sorprenderme.
—Es posible. De todos modos, muchacho, Digby lo lamenta por nosotros. Sinceramente, al parecer; pero esto es todo. Dice que tendremos que abandonar Marte… o encontrar agua donde sea. Aunque está convencido de que no la encontraremos. —Usted sabe que la encontraremos, ¿no, comisario?
—Sé que podríamos encontrarla. Pero corremos un riesgo terrible.
—Si encuentro los voluntarios suficientes, el riesgo es cuenta nuestra.
—¿Cómo van las gestiones?
—No del todo mal. Ya he conseguido convencer a algunos. Por ejemplo, cuento ya con Mario Rioz, que es uno de los mejores. —Ya me figuraba yo que los voluntarios se reclutarían entre los mejores. La verdad, no sé si debo autorizarlo.
—Pero, si regresamos, valdrá la pena haberlo intentado.
—Si regresáis. Tú mismo lo has dicho, hijo mío. —Será una empresa que pasará a la Historia.
—Bien, te prometí que si la Tierra no quería ayudarnos, daría orden para que te entregaran toda el agua que necesites, en los depósitos de Fobos. Os deseo buena suerte.