4

Ted Long contemplaba entusiasmado la espaciosa avenida principal de la ciudad. Habían transcurrido dos meses desde que el comisario declaró un aplazamiento en labores de recogida de chatarra retirando todas las naves del espacio. Sin embargo, aquella dilatada vista continuaba causando la misma impresión en Long. Ni siquiera la idea de que la moratoria fue impuesta para esperar el fallo de la Tierra acerca de la cuestión, tan importante para ella, de la economía de agua, que redundaría en grandes limitaciones para los chatarreros, consiguió amilanarle ni restarle entusiasmo.

El techo de la avenida estaba pintado de un luminoso azul pálido… tal vez era una anticuada imitación del cielo de la Tierra. Ted no lo sabía a ciencia cierta. Los muros estaban brillantemente iluminados y mostraban lujosos escaparates.

A lo lejos, dominando el rumor del tránsito y el susurro que producían los pies de los transeúntes, oía las explosiones intermitentes causadas por los barrenos, en los nuevos canales que perforaban la corteza marciana. Durante toda su vida recordó aquellas explosiones. El suelo que entonces pisaba había sido de roca sólida cuando él nació. La ciudad crecía sin parar… y seguiría creciendo si la Tierra no se lo impedía.

Tomó por una calle lateral, más estrecha y no tan esplendorosa, en la que los escaparates cedían el paso a casas de pisos, con hileras de luces sobre la fachada. Los compradores y el animado tráfico se trocaron en paseantes que andaban pausadamente y en jovenzuelos que desoían las llamadas maternales para ir a cenar.

De pronto, Long se acordó de las conveniencias sociales y se detuvo en una tienda de agua. Era una tienda nueva.

Tendió su cantimplora.

—Llénela —dijo.

El rollizo tendero desenroscó el tapón y atisbó con un ojo el interior. Luego la sacudió un poco y escuchó su gorgoteo.

—No queda mucha —dijo con voz risueña.

—No —asintió Long.

El tendero se la llenó de agua, acercando la boca de la cantimplora a un tubo, para evitar que se derramase ni una gota. El indicador chirrió. Luego enroscó de nuevo el tapón.

Long le entregó unas monedas y recogió la cantimplora. Notó que le golpeaba la cadera con su agradable peso. Era de muy mala educación ir de visita con la cantimplora medio vacía. En los muchachos, la falta podía disculparse, pero en los adultos era muy grave.

Entró en el vestíbulo del número 27, ascendió por un breve tramo de escaleras y pulsó el timbre.

Podía percibirse un rumor de voces.

Una de ellas era femenina, y bastante aguda.

—¿Te parece bien invitar a nuestra casa a tus amigotes chatarreros? Y encima, aún tengo que agradecerte que estés conmigo dos meses al año. Pero, apenas han pasado dos días, ya tienen que venir chatarreros.

—Esta vez ya llevo mucho tiempo en casa —dijo una voz de hombre—. Además, se trata de negocios. Por amor de Marte, Dora, cállate ya. Están a punto de llegar.

Long resolvió esperar un momento antes de llamar, para que tuviesen tiempo de abordar un tema menos conflictivo.

—¿Y a mí qué me importa? —repuso Dora—. Que se enteren. Ojalá el comisario mantenga indefinidamente el aplazamiento.

—¿Y de qué viviríamos? —replicó acaloradamente la voz masculina—. ¿De qué viviríamos, dime?

—Voy a decírtelo. Podrías ganarte la vida aquí en Marte, de una manera decente como todo el mundo. En esta casa soy la única viuda de un chatarrero. Porque eso es lo que soy… Una viuda. Peor aún que una viuda, porque si lo fuera, al menos podría casarme con otro… ¿Decías algo?

—No, nada.

—Sé muy bien qué decías. Escucha, Dick Swenson… —Decía que ahora ya sé por qué los chatarreros no suelen casarse.

—Tú tampoco debieras haberte casado. Estoy cansada de que en la vecindad todos me compadezcan y me pregunten con irónicas sonrisitas cuándo volverás. Otros se ganan muy bien la vida como ingenieros de minas, administradores y hasta perforando túneles. Al menos, las mujeres de los que perforan túneles tienen una vida familiar, y sus hijos no crecen como vagabundos. Para vivir así sería igual que nuestro hijo no tuviese padre…

La voz aflautada de un muchacho atravesó la puerta. Se oía apagada, como si viniese de otra habitación.

—¿Qué es un vagabundo, mamá?

—¡Peter! No te metas en lo que no te importa —replicó Dora, elevando la voz.

Swenson la amonestó en voz baja:

—No está bien que hablemos así en presencia del niño. ¿Qué idea se va a formar de mí?

—Quédate en casa, pues, y enséñale otras cosas. De nuevo resonó la voz de Peter:

—¿Sabes una cosa, mamá? Cuando sea mayor, seré chatarrero.

Se oyeron unas rápidas pisadas, después un momentáneo silencio y luego se escuchó un chillido.

—¡Mamá! ¡Suéltame la oreja! ¿Qué te he hecho? Luego un jadeo, y silencio.

Aprovechando la oportunidad, Long oprimió con fuerza el timbre.

El propio Swenson abrió la puerta, y luego se alisó el cabello ambas manos.

Hola, Ted —dijo en voz baja, para añadir más fuerte—: Ted, Dora. ¿Dónde está Mario, Ted?

—No tardará —repuso Long.

Dora salió como una furia de la habitación contigua. Era mujercita morena, de nariz respingona. Llevaba el cabello, que empezaba a encanecer, peinado hacia atrás.

—Hola, Ted. ¿Ya has comido?

—Sí, y muy bien. Supongo que no os he interrumpido. —En absoluto. Terminamos hace rato. ¿Te apetece un poco de café?

—Sí, gracias.

Ted descolgó la cantimplora y se la ofreció.

—Oh, gracias, pero no hace falta. Tenemos mucha agua. —No, no, tomad de la mía.

—Si insistes…

Ella regresó a la cocina. A través de la puerta entreabierta, Long vio varios platos colocados en un Secoterg, el «lavaplatos automático en seco que limpia y absorbe la grasa y la suciedad en un santiamén. Medio litro de agua es suficiente para enjuagar un metro cúbico de platos, dejándolos limpios y relucientes. Adquiera hoy mismo un Secoterg. Secoterg limpia, deja los platos relucientes, evita el despilfarro de agua…».

El estribillo comercial resonaba en su cerebro, y Long lo interrumpió al preguntar:

—¿Cómo está Peter?

—Perfectamente… Ahora está en cuarto grado. Ya sabes. Le veo muy poco. Cuando volví esta vez, él me miró y me dijo…

Y empezó a contarle las gracias de su retoño, como suelen hacer todos los padres.

Sonó nuevamente el timbre y entró Mario Rioz. Tenía el ceño fruncido y el rostro congestionado.

Swenson se le acercó rápidamente y, antes de que pudiese hablar, le dijo:

—Oye, no digas ni una palabra sobre la captura de armazones. Dora aún se acuerda de la vez que sacaste uno de la clase A de mi zona… Además, ahora está de mal humor.

—¿Quién demonios piensa hablar de armazones?

Rioz se quitó una chaqueta con forro de piel, que tiró sobre el respaldo de la silla, y se sentó.

Dora llegó de la cocina y acogió al recién llegado con una fría sonrisa.

—¿Qué tal, Mario? ¿También tomarás café?

—Sí —contestó, alcanzando maquinalmente su cantimplora.

—Prepáralo con agua de la mía.

—Dora —intervino Long—. El me la debe.

—Así es —dijo Rioz.

—¿Ocurre algo, Mario? —le preguntó Long. Rioz hizo un gesto de agobio.

—Anda. Dile que tú ya me lo advertiste. Hace un año, cuando Hilder pronunció aquel discurso, tú ya me lo dijiste. Anda, dilo. Long se encogió de hombros.

—Han establecido el cupo —dijo Rioz—. Hace un cuarto de hora que han dado la noticia.

—¿Cuánto es?

—Cincuenta mil toneladas de agua por viaje.

—¿Cómo? —vociferó Swenson, furioso—. ¡Con esta cantidad no se puede ni despegar de Marte!

—Esa es la cifra que han dado. Es una canallada. Se han terminado los chatarreros.

Dora salió con el café y lo sirvió.

—¿Qué dices? ¿Que se han terminado los chatarreros?

Se sentó decidida junto a Swenson, que parecía consternado.

—Según parece —dijo Long—, nos han racionado. Cincuenta mil toneladas por viaje significa que se han acabado los viajes.

—Bueno, ¿y qué? —dijo Dora paladeando el café y sonriendo alegremente—. Si queréis saber mi opinión, esto es magnífico. Ya es hora de que encontréis un trabajo cómodo y seguro aquí en Marte. Hablo en serio. Esto de andar por el espacio no es vida…

—Por favor, Dora —le suplicó Swenson. Rioz casi lanzó un bufido de desprecio. Dora enarcó las cejas.

—No hago más que dar mi opinión.

Long intervino:

—Estás en tu perfecto derecho. Pero yo voy a decir algo, si me lo permitís. Esa cifra de cincuenta mil no es más que un detalle. Todos sabemos que la Tierra, o al menos el partido de Hilder, quiere sacarle jugo político a esta campaña en favor del ahorro de agua, lo cual significa que estamos en un atolladero. Si no encontramos agua, nos dejarán copados. ¿De acuerdo?

—Sí, claro —dijo Swenson.

—Pero la cuestión es saber cómo lo harán, ¿no es verdad?

—Si sólo se trata del agua —dijo Rioz en un súbito arrebato de elocuencia— únicamente nos queda hacer una cosa, y vosotros sabéis cuál es. Si los terrestres nos niegan agua, se la quitaremos. El agua sólo les pertenece a ellos porque sus padres y sus abuelos tuvieron miedo de abandonar su gordo planeta. El agua pertenece a todos los hombres. Como tales, nosotros también tenemos derecho a ella.

—¿Y qué propones para conseguirla? —le preguntó Long.

—¡Es fácil! En la Tierra hay inmensos océanos. No pueden vigilar tamañas extensiones de agua. Nosotros podemos descender siempre que queramos en el lado nocturno del planeta, llenar nuestros depósitos de agua y huir. ¿Cómo podrán evitarlo? —De muchas maneras, Mario. ¿Cómo te las arreglas tú para localizar los depósitos de agua que vagan por el espacio hasta distancias de cien mil kilómetros? Y se trata de un diminuto cascarón metálico perdido en el espacio inmenso… ¿Cómo lo consigues? Merced al radar. ¿Crees acaso que no hay radar en la Tierra? ¿Crees que si los terrestres llegan a sospechar que nos dedicamos a hacer contrabando de agua, no sería un juego de niños para ellos establecer una red de radares para localizar las naves que lleguen del espacio?

Dora le interrumpió indignada:

—Escucha, Mario Rioz: mi marido no formará parte de ninguna expedición para conseguir agua con el fin de seguir obteniendo chatarra.

—No se trata sólo de la chatarra —dijo Mario—. Después nos racionarán otras cosas. Hay que pararles los pies ahora.

—¿Para qué necesitamos su agua, después de todo? —observó Dora—. No estamos en la Luna ni en Venus. Hacemos descender agua más que suficiente de los casquetes polares para atender todas nuestras necesidades. En este piso disponemos de grifo para agua. Todos los pisos de este bloque de viviendas lo tienen.

—El agua para uso doméstico apenas cuenta —dijo Long—. Las minas consumen mucha agua… Por no hablar de los tanques hidropónicos.

—Tienes razón —dijo Swenson—. ¿Qué me dices de los tanques hidropónicos, Dora? Necesitan agua, y ya es hora de que cultivemos nuestros propios alimentos, en vez de consumir bazofia en conserva que nos envían de la Tierra.

—Escuchadle —dijo Dora, sarcástica—. ¿Qué sabes tú de los alimentos, y menos de alimentos frescos, si nunca los has comido?

—Más de los que imaginas. ¿No te acuerdas de aquellas zanahorias que recogí una vez?

—¿Y qué tenían de maravilloso? Prefiero una buena comida de proteínas cocidas, es más sana. Ahora se ha puesto de moda hablar de verduras frescas, porque han subido los impuestos a causa de estos condenados hidropónicos. Además esto no dará resultado.

—Yo no lo creo así —objetó Long—. En teoría, no parece que tenga que terminar mal. Si Hilder es el próximo Coordinador, entonces sí que las cosas se pondrán mal de verdad. Imaginad que racionasen los envíos de víveres para las naves…

—¿Y qué haríamos en este caso? —gritó Rioz—. ¡Yo ya lo he dicho! ¡Quitarles el agua!

—Y yo te repito que no podemos, Mario. ¿No te das cuenta que sugieres que hagamos las cosas al estilo de los habitantes de la Tierra? Te esfuerzas por conservar el cordón umbilical que une la Tierra a Marte. ¿No puedes prescindir de eso? ¿No puedes ver las cosas a lo marciano?

—No, no puedo. ¿Por qué no me lo explicas?

—Voy a decírtelo. Cuando hablamos del Sistema Solar, ¿en qué pensamos? En Mercurio, en Venus, en la Tierra, en la Luna, en Marte, en Fobos y en Deimos. Ahí lo tienes… Siete cuerpos celestes en total, pero esto sólo representa un uno por ciento del Sistema Solar. Nosotros los marcianos estamos justamente al borde del noventa y nueve por ciento restante. ¡Y allá, a una distancia enorme del Sol, existen cantidades increíbles de agua! Todos le miraron atónitos.

—¿Te refieres a las capas de hielo de Júpiter y Saturno? —preguntó Swenson, con voz insegura.

—No exactamente, aunque eso es agua, tendréis que admitirlo. Una capa de agua de un espesor de mil quinientos kilómetros es mucha agua.

—Pero está cubierta con otras capas de amoniaco o de… otras materias, ¿no? —observó Swenson—. Aparte de que no podemos aterrizar en los planetas exteriores.

—Eso ya lo sabía —dijo Long—, pero yo no he dicho que ésta fuese la solución. Los planetas gigantes no son los únicos cuerpos celestes que están en esa región. ¿Y los asteroides? ¿Y los satélites? Vesta es un asteroide que tiene un diámetro de más de trescientos kilómetros y está formado casi totalmente por hielo. Una de las lunas de Saturno es otro témpano gigantesco. ¿Qué contestáis a eso?

—¿Has estado alguna vez en el espacio, Ted? —preguntó Rioz.

—Bien sabes que sí. ¿Por qué lo preguntas?

—En efecto, ya sé que has estado, pero aún hablas como un terrestre. ¿No has pensado en lo fabulosas que son esas distancias? Los asteroides se encuentran a casi doscientos millones de kilómetros de Marte, en el momento de mayor proximidad. Esta distancia es el doble de la que separa Venus de Marte y, como sabes muy bien, son muy pocas las naves de pasajeros que realizan esta travesía sin hacer escala en la Tierra o en la Luna. Además, ¿cuánto tiempo crees que se puede aguantar en el espacio?

—No lo sé. ¿Cuál es el límite?

—No te hagas el ignorante. Son seis meses, y es un dato que figura en todos los manuales. No se puede estar más de seis meses en el espacio so pena de convertirte en carne de psiquiatra. ¿De acuerdo, Dick? Y hasta ahora sólo hemos hablado de los asteroides, pero de Marte a Júpiter hay quinientos treinta millones de kilómetros y hasta Saturno, mil ciento veinticinco. ¿Cómo se pueden cubrir distancias tan fabulosas? Vamos a suponer que establecemos una velocidad de crucero o, para decirlo de otro modo, podemos hacer nuestras buenas doscientas kilomillas por hora. Así tardaríamos… Vamos a ver, teniendo en cuenta la aceleración y la deceleración… Unos seis o siete meses para llegar a Júpiter, y casi un año para llegar a Saturno. Naturalmente, en teoría podríamos alcanzar la velocidad de un millón y medio de kilómetros por hora, pero ¿de dónde sacamos el agua necesaria para ello?

—¡Cielos! —dijo una vocecita adjunta a una nariz colorada y unos ojos redondos—. ¡Saturno!

Dora giró en su silla.

—¡Peter, vuelve ahora mismo a tu habitación!

—Pero, mamá…

—No me vengas con peros.

Hizo ademán de levantarse de la silla y Peter se escabulló.

—¿Por qué no le haces un rato de compañía, Dora? —dijo Swenson—. Es natural que no pueda hacer los deberes si nos oye hablar.

Dora lanzó un bufido y no se movió.

—Me quedaré aquí sentada hasta saber qué pretende Ted Long. Desde ahora os digo que no me gusta nada el cariz que está tomando esto.

—Bien, dejemos Júpiter y Saturno —dijo Swenson, muy nervioso—. Estoy seguro de que Ted no pensaba en ello. Pero, ¿qué opináis de Vesta? Podríamos llegar allí en diez o doce semanas y regresar en otras tantas. ¡Y tiene más de trescientos kilómetros de diámetro! ¡Eso significaría unos cinco millones de kilómetros de hielo!

—Muy bien —dijo Rioz—. ¿Y qué haríamos en Vesta? ¿Explotar una cantera de hielo? ¿Instalar maquinaria de minería? ¿Sabéis el tiempo que se necesitaría para ello?

Long dijo:

—Yo hablo de Saturno, no de Vesta.

Rioz se dirigió a un auditorio invisible:

—Le he dicho que hay ciento veinticinco millones de kilómetros, pero él sigue sin enterarse.

—Muy bien —dijo Long—. ¿Y si me dijeras cómo sabes que sólo podemos estar seis meses en el espacio, Mario?

—Lo sabe todo el mundo.

—Porque figura en el Manual de Astronáutica, que contiene datos compilados por científicos terrestres, basados en sus experiencias con pilotos y astronautas de la Tierra. Eres tú quien sigue pensando como un terrestre, y te niegas a pensar a lo marciano.

—Por más marcianos que seamos, seguimos siendo hombres.

—Pero, ¿cómo puedes estar tan seguro? ¿Cuántas veces habéis estado vosotros por el espacio más de seis meses seguidos?

—Esto es distinto —dijo Rioz.

¿Porque sois marcianos? ¿Porque sois chatarreros profesionales?

—No. Porque no se trata de una travesía. Porque podemos `volver a Marte siempre que queramos.

—Pero no queríais volver. En esto voy a hacer hincapié. Los terrestres disponen de naves fenomenales abarrotadas de filmotecas, con quince tripulantes, más el pasaje, y a pesar de ello sólo pueden estar seis meses como máximo en el espacio. Los chatarreros marcianos tienen navecillas de dos cámaras y sólo van en parejas, pero pueden aguantar más de seis meses.

—Por lo visto, lo que tú deseas es ir a Saturno y pasarte un año en la nave —dijo Dora.

—¿Y por qué no? —repuso Long—. Podemos hacerlo si nos lo proponemos. Yo creo que sí podemos. Pero los terrestres, no. Ellos tienen un mundo de verdad, con un cielo abierto, alimentos frescos y el agua que quieran. Para ellos encerrarse en una nave representa un cambio terrible. Por esta razón no pueden aguantar más de seis meses. Los marcianos somos diferentes. Puede decirse que hemos vivido siempre en una nave… Marte no es más que eso: una nave. Una inmensa nave de 7.240 kilómetros de diámetro, en la que hay una minúscula cámara ocupada por cincuenta mil personas, herméticamente encerradas como en una nave. En Marte todos respiramos aire en conserva y comemos las mismas raciones que se consumen a bordo de las naves. Cuando nos metemos en una de ellas, apenas notamos el cambio. En caso necesario, podemos aguantar más de un año.

—¿Dick también? —preguntó Dora.

—Todos nosotros.

—Pues no, Dick no puede. Me parece muy bien que tú, Ted Long y ese ladrón de armazones, Mario, habléis de salir de viaje para un año. Vosotros no estáis casados. Pero Dick sí. Tiene una mujer y un hijo, y con eso le basta. Se buscará un empleo decente aquí en Marte. Supongamos que vais a Saturno y resulta que allí no hay agua, ¿cómo os las arreglaréis para volver? Y suponiendo que os quedase agua, los víveres ya se os habrían terminado. Es la cosa más ridícula que he oído en mi vida.

—No. Escucha —dijo Long, secamente—. Lo tengo muy meditado. He hablado con el comisario Sankov y él nos ayudará. Pero necesitamos hombres y naves, y eso yo no puedo conseguirlo. Los hombres no me escucharían, pues soy un novato. En cambio, vosotros dos sois conocidos y respetados en calidad de veteranos. Si me respaldáis, no personalmente, pero sí prestándome vuestra ayuda moral para convencer a los demás, para conseguir voluntarios…

—Primero tienes que explicar aún muchas cosas —dijo Rioz, interrumpiéndole bruscamente—. ¿Dónde encontraremos agua, una vez lleguemos a Saturno?

—Esto es lo bueno del caso —replicó Long—. Por eso tiene que ser Saturno. Allí encontraremos el agua, flotando en el espacio, esperando que se la lleve el primero que llegue.