3

Rioz se detuvo en el umbral un instante, contemplando a Long, que permanecía con la vista fija en la temblorosa pantalla.

—Voy a subir el termostato. Ahora ya podemos consumir algo más de energía…

—Como gustes —asintió Long.

Rioz dio un paso hacia él. Como el espacio estaba vacío, no era necesario mirar la invariable línea verde.

—¿De qué habla ese terrestre? —preguntó.

—Ha hecho, a grandes rasgos, la historia de la Astronáutica. Son cosas muy sabidas, pero lo hace muy bien. Ilustra su charla con proyección de dibujos en color, fotografías, imágenes de antiguas películas, etcétera.

Como para corroborar las palabras de Long, el barbudo personaje se desvaneció y la sección transversal de una astronave ocupó la pantalla, mientras la voz de Hilder señalaba diversas características, las cuales aparecían en color. El sistema de comunicaciones de la nave se destacó en rojo cuando se refirió al mismo. Otro tanto ocurrió con las bodegas, el motor, consistente en una micropila protónica, los circuitos cibernéticos… Luego Hilder reapareció en la pantalla.

—Pero se trata sólo de la proa de la nave. ¿Qué la hace moverse? ¿Qué la levanta de la Tierra?

El sistema de propulsión de las astronaves era conocido hasta por los niños, pero la voz de Hilder producía los efectos de una droga y lograba que pareciese el secreto más fabuloso de la humanidad, o una revelación que sólo confiaba a unos cuantos iniciados. Incluso Rioz experimentó un súbito interés, a pesar de que había pasado casi toda la vida entre ellas.

Hilder prosiguió:

—Los hombres de ciencia le dan diferentes nombres. Unos, ley de acción y reacción. Otros, tercera ley de Newton. Y algunos lo denominan conservación del impulso adquirido. Pero nosotros no le daremos ninguno de esos nombres. Nos limitaremos a apelar a nuestro sentido común. Cuando nadamos, empujamos el agua hacia atrás y así adelantamos. Cuando andamos, ejercemos presión en el suelo hacia atrás y así avanzamos. Cuando pilotamos un utilitario empujamos el aire hacia atrás, y nosotros vamos hacia delante. Nada puede moverse hacia delante si nada se mueve hacia atrás al mismo tiempo. Esto responde al principio que dice: «Nada puede obtenerse sin esfuerzo… Imaginemos ahora a una astronave con un peso de cien mil toneladas elevándose de la Tierra. Para conseguirlo, tiene que empujar hacia abajo. Como la astronave es extraordinariamente pesada, tendrá que expulsar gran cantidad de material en dirección opuesta. Pero ninguna nave puede transportar tal cantidad de material. Por lo tanto, haré construir un compartimiento especial a popa destinado a contener ese material».

Hilder volvió a desaparecer y en la pantalla reapareció la nave, la cual se fue achicando hasta que pudo verse en su parte posterior un cono truncado, pudiendo leerse en brillantes letras amarillas: MATERIAL PARA SER ARROJADO.

—Pero ahora —prosiguió Hilder— el peso total de la nave ha aumentado enormemente. Será necesaria mucha más fuerza de propulsión.

La nave se encogió muchísimo más y le fue añadida otra gran sección, acoplándosele otra de proporciones inmensas. La nave propiamente dicha, la ojiva o cono, se habla convertido en una brillante manchita roja sobre la pantalla.

—Vamos, hombre, esto lo saben basta los niños —comentó Rioz.

—Pero no sus oyentes, Mario —replicó Long—. La Tierra no es Marte. Debe haber millones de habitantes de la Tierra que no han visto nunca una astronave y, desde luego, no saben los principios en que se basa su funcionamiento.

Hilder decía en aquellos momentos:

—Cuando se agota el material de la sección mayor, ésta se separa y se lanza al espacio.

En la pantalla se vio cómo se desprendía la sección exterior y se alejaba dando vueltas por el espacio.

—Luego se separa la segunda —continuó Hilder— y, por último, si la travesía es larga, se suelta también la última. La nave se había convertido en una manchita roja, y las tres secciones daban vueltas por el espacio.

—Cada una de esas secciones —prosiguió Hilder— tiene un gran valor. En conjunto, las tres representan unas cien mil toneladas de tungsteno, magnesio, aluminio y acero. La Tierra Las ha perdido para siempre. Marte está rodeado de chatarreros, que esperan junto a las rutas del espacio a que se pongan a su alcance las secciones vacías. Entonces capturan esos armazones con sus redes, les ponen marca y se los llevan a Marte. Por ellos la Tierra no recibe ni un centavo. Según el Derecho del Espacio, se considera que pertenecen a la nave que los encuentra.

Rioz comentó:

—Nosotros arriesgamos nuestro dinero y nuestras vidas. Si no los recogiéramos, se perderían. ¿Qué pierde con ello la Tierra?

—De hecho —dijo Long— no ha hecho más que hablar de la carga que Marte, Venus y la Luna representan para la Tierra. Y ésta no es más que otra de las partidas de pérdidas.

A lo que Rioz replicó:

Ya se resarcirán. Cada vez extraemos más hierro de las minas.

—Y casi todo se queda en Marte. Si hay que dar crédito a las cifras, la Tierra ha invertido doscientos billones de dólares en Marte, y ha recibido únicamente hierro por valor de cinco billones de dólares. También ha invertido cinco billones de dólares en la Luna obteniendo a cambio magnesio, titanio y otros metales ligeros que importan veinticinco millones de dólares. Ha invertido cincuenta billones de dólares en Venus y, ¿sabes cuánto ha obtenido? Nada. Y eso es lo que interesa sobremanera a los contribuyentes de la Tierra: los impuestos que pagan, sin obtener nada a cambio.

Mientras hablaba, la pantalla se llenó con diagramas que mostraban a los chatarreros en la ruta de Marte. Eran pequeñas y ridículas caricaturas de naves, que tendían unos delgados brazos semejantes a alambres con los que trataban de aferrar las secciones vacías que iban a la deriva por el espacio. Una vez en su poder, ponían sobre ellas la marca PROPIEDAD DE MARTE con letras brillantes, y luego se las llevaban a remolque a Fobos. Hilder apareció de nuevo en la pantalla.

—Ellos nos dicen que terminarán por pagárnoslo todo. Pero, ¿cuándo será eso? ¡Cuando se hayan convertido en una empresa floreciente! Pero esto puede ser dentro de un siglo o dentro de mil años. ¿Y quién no nos dice que sea dentro de un millón de años? Sin embargo, aceptamos su palabra. Algún día ellos cultivarán sus propios alimentos, utilizarán su propia energía, vivirán sus propias vidas. Pero hay una cosa que no pueden devolvernos, ni en cien millones de años: ¡Agua! Debido a su pequeño tamaño, Marte apenas tiene agua. Venus no la tiene porque es un astro demasiado cálido; la Luna no tiene ni una gota porque es muy pequeña y el calor en su superficie es tórrido. Por lo tanto, la Tierra tiene que proporcionar no sólo agua potable para los hombres del espacio, y agua para que se laven, hagan funcionar sus industrias y las fábricas hidropónicas que pretenden estar montando…, sino incluso para que la tiren por millones de toneladas. ¿Cuál es esa fuerza propulsora que emplean las astil naves? ¿Qué es lo que arrojan hacia atrás, para acelerar hacia delante? Antaño eran los gases procedentes de la combustión, pero resultaba muy caro. Hasta que se inventó la micropila protónica, una fuente barata de energía capaz de calentar cualquier líquido y convertirlo en un gas sometido a una presión tremenda. ¿Y cuál es el líquido más barato y más abundante que puede obtenerse? El agua, desde luego. Cada astronave que parte de la Tierra transporta casi un millón de toneladas de agua. Fijaos bien que digo toneladas, no litros. Con la única finalidad de impulsarla en el espacio, de manera que pueda acelerar o aminorar su marcha a voluntad. Pero para el agua no hay ningún sustituto. Jamás lo habrá. Y cuando nuestros descendientes contemplen a la Tierra convertida en un erial, ¿qué disculpa tendremos? Cuando la sequía se vaya extendiendo y…

Long se inclinó hacia delante y desconectó el aparato:

—Ya estoy harto. Este estúpido está deliberadamente… ¿qué pasa?

Rioz se había puesto en pie, inquieto.

—Tendría que estar vigilando el detector.

—Que se vaya al diablo el detector. —Pero Long también se puso en pie para seguir a Rioz por el estrecho corredor, y se detuvo después de trasponer la puerta de la cabina de pilotaje—. Si Hilder consigue imponer sus puntos de vista, y si tiene arrestos suficientes para… ¡Eh!

El también lo había visto. La señal era producida por una sección de la clase A, que corría tras la indicación de salida como un galgo en pos de una liebre mecánica.

—El espacio estaba vacío —tartajeó Rioz—. Vacío, te digo. Por el amor de Marte, Ted, no te quedes ahí mirándome. Trata de localizarlo visualmente.

Rioz se puso a trabajar con celeridad y eficiencia. En dos minutos obtuvo la distancia. Luego, acordándose de la inexperiencia de Swenson, calculó también el ángulo de declinación y la velocidad radial.

Después gritó a Long:

—Uno, siete, seis radiantes. No tiene pérdida, amigo. —Está sólo a medio radiante del Sol. Lo veremos como una media luna.

Dio más aumento con la rapidez que permitía la prudencia, sin perder de vista aquella «estrella que cambiaba de posición y crecía de tamaño hasta revelar una forma que demostraba que no era una estrella».

—De todos modos voy a empezar —dijo Rioz—. No podemos esperar.

—Ya lo tengo. Ya lo tengo.

El aumento era aún demasiado insignificante para permitir observar una forma definida, pero la manchita que Long veía, brillaba y se apagaba rítmicamente, a medida que la sección vacía giraba y reflejaba la luz solar sobre diversas partes de su superficie.

—No lo pierdas.

Los primeros chorros de vapor salieron por las toberas, dejando largas estelas de microscópicos cristales de hielo, que brillaban tenuemente bajo los pálidos rayos del Sol distante. En su recorrido de ciento cincuenta kilómetros o incluso más se tendían como hilos finísimos. Lanzando un chorro tras otro, la nave chatarrera se apartó de su trayectoria fija y adoptó un rumbo tangencial con el que llevaba el armazón.

—¡Se mueve como un cometa en el perihelio! —vociferó Rioz—. Estos condenados pilotos terrestres sueltan a las secciones en esa dirección deliberadamente. Me gustaría… Desahogó su cólera y su frustración en una serie de juramentos, mientras intentaba frenar lanzando chorros de vapor, lo que provocaba que el soporte hidráulico de su asiento se hundiese más de un palmo, mientras Long se esforzaba para continuar aferrándose a la barandilla protectora.

—¡Por favor, Mario! —suplicó.

Pero Rioz no quitaba ojo de la señal de la pantalla.

—¡Si no puedes aguantarlo, quédate en Marte!

Continuaba oyéndose el distante fragor de los chorros de vapor de agua.

La radio se animó. Long consiguió inclinarse hacia adelante, a través de un aire que parecía maleza, y estableció contacto. Era Swenson, con los ojos echando llamas.

—¿Adónde demonios vais? —gritó como un poseído—. Dentro de diez segundos estaréis en mi sector.

Rioz respondió:

—Estoy persiguiendo a un cascarón. —¿En mi sector?

—Lo encontré en el mío y además tú no estás en posición de capturarlo. Cierra esa radio, Ted.

La nave cruzaba el espacio como una exhalación mientras sus motores producían un bramido que sólo podía oírse dentro de su casco. Entonces Rioz paró los motores por etapas sucesivas, haciendo caer cada vez a Long hacia adelante. El súbito silencio hacía más daño a los oídos que el fragor que lo había precedido.

—Perfectamente —dijo Rioz—. Déjame la pantalla.

Ambos miraron. El armazón se veía ya como un cono truncado, que giraba con lenta solemnidad mientras avanzaba entre las estrellas.

—Sí, es de la clase A —dijo Rioz con satisfacción. Una sección gigantesca que los pondría a flote, se dijo.

Long le llamó.

—Hay otra señal en la pantalla del detector —le dijo—. Debe de ser Swenson, que viene tras de nosotros.

Rioz apenas si le echó una mirada.

—No nos alcanzará.

El armazón se hacía mayor por momentos, hasta que terminó por llenar toda la pantalla.

Rioz tenía las manos en la palanca del arpón. Esperó un poco, realizó dos ajustes microscópicos en el ángulo de tiro y pulsó el botón que soltaba cable. Luego bajó la palanca del disparo.

Por un momento, nada sucedió. Luego un cable metálico salió como una serpiente en la pantalla del visor moviéndose hacia el armazón como una cobra dispuesta a atacar. Estableció contacto pero no consiguió hacer presa. Si lo hubiese hecho, se hubiera tendido instantáneamente como el hilo de una telaraña. El esqueleto giraba con un movimiento rotatorio cuyo impulso equivalía al de millares de toneladas. Pero lo que sí consiguió hacer el cable fue crear un poderoso campo magnético que pudo frenar el armazón.

Varios cables salieron disparados. Rioz los enviaba sin reparar en gastos de energía.

—¡Lo que es éste lo capturamos! ¡Por Marte, que lo tengo que capturar!

Cuando ya tenía un par de docenas de cables tendidos entre la nave y el armazón desistió, pues la energía rotatoria del mismo, que al frenar se había convertido en calor, había elevado su temperatura hasta el punto que su radiación podía ser captada por los aparatos registradores de la nave.

—¿Quieres que salga a ponerle nuestra marca? —preguntó Long.

—De acuerdo. Pero si no deseas hacerlo, no lo hagas. Esta es mi guardia.

—No importa.

Long se embutió en su traje espacial y salió al exterior. Aquella era la quinta vez que lo hacía.

Aferrándose al cable más próximo, avanzó mano sobre mano, notando la vibración de los hilos de acero trenzados a través de sus manoplas de metal.

Con el soplete grabó su número de serie en el suave metal del armazón. Nada podía oxidar el acero en el vacío interestelar. El metal, simplemente, se fundía y se convertía en vapor, condensándose a un par de metros de la superficie con la entrada en contacto en una superficie gris, mate y polvorienta.

Long emprendió el regreso a la nave, donde se quitó el casco, cubierto de una blanca y gruesa capa de escarcha que se formó así que hubo entrado.

Lo primero que oyó fue la voz de Swenson que le llegaba por la radio, casi irreconocible a causa del furor que la embargaba:

—… derechos al comisario. ¡Qué diablos! Este juego aún tiene algunas reglas que hay que respetar.

Rioz se recostó en el asiento, sin darse por aludido.

Ya te dije que lo encontré en el límite de mi sector y lo perseguí cuando se metió en el tuyo. Tú no podrías haberlo alcanzado teniendo que parar en Marte. Eso es todo lo que hay… ¿Ya has vuelto, Long?

Y cortó el contacto.

La luz roja de llamada se encendió furiosamente, pero él hizo caso omiso.

—¿Dice que irá a ver al comisario? —preguntó Long.

—No te preocupes. Se pone así para romper la monotonía. No hay que tomárselo en serio. Ya sabe que este armazón es nuestro. ¿No te parece que es una buena adquisición, Ted? —¡Estupenda!

—¿Estupenda? ¡Fenomenal! Espera. Voy a hacerlo girar. Los chorros laterales escupieron vapor y la nave empezó a girar lentamente alrededor del armazón. Este siguió su movimiento. A los treinta minutos, ambos parecían dos gigantescas pesas de gimnasia girando en el espacio. Long hizo las pertinentes comprobaciones con el Ephemeris para obtener la posición de Deimos.

En un momento exactamente calculado, los cables anularon su campo magnético y el armazón salió disparado tangencialmente, siguiendo una trayectoria que en un par de días lo situaría a distancia conveniente de los depósitos de chatarra del satélite marciano.

Rioz vio cómo se alejaba. Estaba de un humor excelente. Volviéndose a Long, le dijo:

—Hoy hemos tenido un buen día.

—¿Y qué me dices del discurso de Hilder? —preguntó Long.

—¿Cómo? ¿El discurso de Hilder? Mira, si tuviese que preocuparme por todo cuanto dicen esos condenados terrestres, nunca dormiría. Olvídalo.

—No creo que debamos olvidarlo.

—No seas tonto. Y deja de fastidiarme con esa historia. Más vale que te vayas a dormir.