Desde la entrada al pequeño corredor que unía las dos cabinas en la proa de la astronave, Mario Esteban Rioz miraba con gesto irritado cómo Ted Long ajustaba con dificultad los mandos del video. Long probó ligeramente hacia la derecha y luego hacia la izquierda: la imagen era defectuosa.
Rioz sabía que seguiría siendo defectuosa: estaban excesivamente lejos de la Tierra y en mala posición, cara al sol. Pero no cabía esperar que Long lo supiese. Rioz siguió de pie en la entrada por unos instantes, con la cabeza gacha para no tocar en el dintel superior, y el cuerpo encogido para adaptarse a la estrecha abertura. Luego saltó hacia la cocina como un tapón que salta de una botella.
—¿Qué buscas? —preguntó.
—Creí poder captar a Hilder —dijo Long.
Rioz apoyó su trasero en el ángulo de un estante que servía de mesa, cogió un envase cónico de leche del estante superior, lo alzó por encima de su cabeza y el vértice saltó al presionarlo. Lo hizo girar suavemente para que se calentara.
—¿Para qué? —preguntó mientras invertía el cono, y luego sorbió ruidosamente.
—Pensé que podría oírle.
—Eso es malgastar energía.
Long le miró con el ceño fruncido.
—Es habitual la libre utilización de los videos personales.
—Dentro de ciertos límites —repuso Rioz.
Sus miradas se cruzaron desafiantes. Rioz tenía el cuerpo largo y enjuto, y rostro de mejillas hundidas, invariable distintivo de casi todos los chatarreros marcianos, hombres del espacio que vagaban pacientemente por las rutas interplanetarias… entre la Tierra y Marte. Sus ojos, de un azul pálido, estaban profundamente hundidos en el rostro moreno y arrugado, que a su vez se destacaba sobre la blanca piel sintética que rodeaba el cuello de su chaqueta espacial.
En conjunto, Long era más pálido y suave. Tenía algunos rasgos terrestres, aunque ningún marciano de segunda generación podía parecer un hombre de la Tierra. Incluso el cuello de su chaqueta estaba doblado, y dejaba ver su cabello castaño oscuro.
—¿Qué son para ti ciertos límites? —preguntó Long.
Los delgados labios de Rioz se hicieron aún más delgados:
—Ya que en este viaje, tal como van las cosas ni siquiera cubriremos gastos, cualquier despilfarro de energía no es razonable.
—Pues, si perdemos dinero —dijo Long—, ¿no sería mejor que regresaras a tu puesto? Estás de guardia.
Con un gruñido, Rioz se pasó el pulgar y el índice por la barba del mentón. Incorporándose, caminó pesadamente hacia la puerta. Sus gruesas y flexibles botas amortiguaban el sonido de sus pasos. Se detuvo para mirar el termostato y luego se volvió con furia.
—Ya veía yo que hacía calor. ¿Dónde crees que estás?
—Cuarenta grados no es mucho.
—Para ti, tal vez. Aquí estamos en el espacio, no en una oficina de las minas de hierro. —Rioz accionó el botón del termostato y lo puso al mínimo—. El sol ya calienta bastante.
—La cocina no está en el lado del sol.
—Aun así, el calor pasa, maldita sea.
Rioz se marchó y Long lo siguió con la mirada antes de volver su atención al video; pero no volvió a subir el termostato. La imagen seguía temblando; tendría que conformarse. Long desplegó una de las sillas adosadas a la pared, tomó asiento, se inclinó hacia delante y esperó a que terminase la momentánea pausa que precedía a la lenta disolución de la cortina y a la aparición de aquella conocidísima figura barbuda, que aumentó de tamaño hasta llenar toda la pantalla.
La voz, impresionante incluso entre los silbidos provocados por las tormentas de electrones que cubrían más de treinta trillones de kilómetros, empezó diciendo:
—¡Amigos! Conciudadanos de la Tierra…