CAPÍTULO V
MAESTRO DE CEREMONIAS
HOLLY Canija voló rumbo norte hasta llegar a Italia continental y luego giró cuarenta grados a la izquierda por encima de las luces de Brindisi.
—Se supone que debes evitar las rutas de vuelo más transitadas y las zonas urbanas —le recordó Potrillo a través de los altavoces del casco—. Esa es la primera regla de Reconocimiento.
—La primera regla de Reconocimiento es encontrar a los duendes delincuentes —replicó Holly—. Quieres que encuentre a ese enano, ¿no? Si sigo la costa, tardaré toda la noche en llegar a Irlanda, mientras que, a mi manera, llegaré ahí a las once de la noche hora local. Además, llevo activado el escudo.
Los seres mágicos tienen la capacidad de acelerar los latidos de su corazón y bombear las arterias hasta casi reventar, lo que hace que sus cuerpos vibren tan rápidamente que nunca permanecen en el mismo lugar exacto el tiempo suficiente para ser vistos. El único humano que había descubierto ese truco había sido Artemis Fowl, quién si no, que había filmado a los seres mágicos con una cámara de alta velocidad y luego había visto los planos fotograma a fotograma.
—El escudo protector no es tan infalible como antes —señaló Potrillo—. He enviado el patrón de localización del casco del enano a tu casco, lo único que tienes que hacer es seguir la señal. Cuando encuentres a nuestro enano, el comandante quiere que tú…
La voz del centauro se desvaneció en una nube líquida de interferencias; los estallidos de magma bajo la corteza de la Tierra se sucedían uno tras otro aquella noche y entorpecían las comunicaciones de la PES. Aquella era la tercera vez desde que Holly había empezado el viaje, y lo único que podía hacer era seguir adelante según el plan y esperar que los canales de comunicación quedasen despejados.
Era una noche serena, por lo que Holly se guio por las estrellas. Por supuesto, su casco contaba con un sistema de GPS incorporado triangulado por tres satélites, pero la navegación estelar era uno de los primeros cursos que se enseñaba en la academia de la PES. Cabía la posibilidad de que un agente de Reconocimiento quedase atrapado en la superficie sin recursos, y bajo esas circunstancias las estrellas podían ser la única esperanza para ese agente de encontrar una terminal de lanzaderas mágica.
El paisaje se movía a toda velocidad a sus pies, salpicado por un número cada vez mayor de asentamientos humanos. Cada vez que Holly salía a la superficie, había más y más. Muy pronto ya no quedarían campos ni tierras de cultivo, ni árboles para fabricar oxígeno. Entonces todo el mundo respiraría aire artificial, tanto encima como debajo de la Tierra.
Holly intentó no hacer caso de la señal de alerta por contaminación que parpadeó en su visor. El casco filtraría la mayor parte de ella, y, además, tampoco tenía otra elección: o sobrevolaba las ciudades o seguramente perdería al enano delincuente y a la capitana Holly Canija no le gustaba perder.
Aumentó el tamaño de la cuadrícula de búsqueda en el visor del casco y se centró en una enorme carpa circular a rayas: un circo. El enano se escondía en un circo. Realmente, no era un escondite muy original, pero sí resultaba de lo más eficaz para hacerse pasar por un enano humano.
Holly batió los alerones de sus alas mecánicas y bajó hasta los seis metros de altura.
La señal del localizador la guio hacia la izquierda, lejos de la carpa principal del circo y hacia un entoldado más pequeño dentro del mismo recinto. Holly bajó aún más, asegurándose de que su escudo seguía activado, pues aquello estaba repleto de humanos.
Se quedó suspendida encima de la punta del palo que sujetaba el entoldado. El casco robado estaba dentro, de eso no había ninguna duda. Para averiguar más cosas tendría que entrar en la carpa. La Biblia de los seres mágicos, el Libro de las Criaturas, prohibía expresamente a estas entrar en los lugares habitados por humanos sin ser invitados, pero recientemente el tribunal supremo había dictaminado que las tiendas de campaña, y por tanto, los entoldados y las carpas, eran estructuras temporales y como tales no se incluían en el edicto del Libro. Holly quemó las puntadas de la costura del entoldado con un disparo de láser de su Neutrino 2000 y se metió dentro.
En aquella carpa había dos enanos, uno llevaba el casco robado sujeto a la espalda y el segundo estaba metido en un hoyo en el suelo. Los dos llevaban sendas máscaras que les tapaban la cara y también unas mallas rojas a juego. Muy favorecedoras.
Los acontecimientos que sucedieron a continuación fueron francamente sorprendentes: los enanos, por regla general, se ayudan unos a otros, y sin embargo, aquellos dos parecían pertenecer a dos bandos distintos. El primero parecía haber incapacitado al segundo y todo indicaba que estaba a punto de ir aún más lejos. Llevaba una daga reluciente en la mano, y los enanos no solían desenfundar sus armas a menos que pretendiesen utilizarlas.
Holly accionó el micrófono de su guante.
—¿Potrillo? Vamos, Potrillo. Tengo una posible emergencia.
Nada. Únicamente interferencias, ni siquiera voces fantasmas. Aquello era de lo más típico; el sistema de comunicaciones más avanzado de toda esa galaxia, y posiblemente de unas cuantas más, y quedaba inutilizado ante unos estallidos de magma de tres al cuarto.
—Necesito establecer contacto, Potrillo. Si me recibes, estoy a punto de presenciar un crimen, posiblemente un asesinato. Hay dos seres mágicos implicados, no hay tiempo de esperar a los de Recuperación. Voy a intervenir. Envía a los de Recuperación inmediatamente.
El sentido común de Holly protestó: técnicamente ya estaba apartada del servicio, por lo que su intervención acabaría con su carrera en Reconocimiento de todas, todas. Sin embargo, en el fondo, eso no importaba: se había incorporado a la PES para proteger a las Criaturas, y eso era exactamente lo que iba a hacer.
Ajustó la posición de las alas para descender y bajó despacio desde las sombras del entoldado.
El enano estaba hablando, con ese curioso tono de voz grave que tenían todos los enanos.
—Lo siento, paisano —dijo, tal vez inventándose excusas para la violencia que estaba a punto de emplear—. Detesto tener que hacer esto, pero el Fangosillo me ha puesto entre la espada y la pared.
«Ya basta —pensó Holly—. Hoy aquí no va a haber ningún crimen». Desactivó el escudo y se materializó en forma de elfa formando una nube de chispas.
—Primero quiero que me cuentes lo del Fangosillo, enano —dijo—. Y luego me explicas lo de la espada y la pared.
Mantillo Mandíbulas reconoció a Holly al instante. Se habían conocido hacía escasos meses en la Mansión Fowl. Es curioso cómo algunos seres están predestinados a encontrarse una y otra vez, a formar parte de la vida del otro.
El enano soltó la daga y a Sergei y levantó las manos. Sergei volvió a resbalarse por el agujero.
—Ya sé lo que parece, Ho… agente. Solo iba a atarlo, por su propio bien. Ha sufrido una convulsión en el túnel, eso es todo. Podría hacerse daño.
Mantillo se congratuló para sus adentros. Era una buena mentira, y se había mordido la lengua justo a tiempo antes de pronunciar el nombre de Holly. La PES lo creía muerto, y ella no lo reconocería con aquella máscara. Lo único que Holly veía era la seda de la máscara y la barba.
—¿Una convulsión en el túnel? Solo los niños enanos tienen convulsiones, no los excavadores experimentados.
Mantillo se encogió de hombros.
—Yo siempre se lo digo: «Mastica bien la comida». Pero ¿me hace caso? Es un enano adulto, ¿qué puedo hacer yo? Y no debería dejarlo ahí abajo, por cierto.
—El enano puso un pie en el túnel. Holly tocó el suelo.
—Si das un solo paso más, enano… —lo amenazó—. Y ahora, háblame del Fangosillo.
Mantillo intentó esbozar una sonrisa inocente, pero hasta a un tiburón le habría sido más fácil que a él.
—¿Qué Fangosillo, agente?
—Artemis Fowl —le espetó Holly—. Ya puedes empezar a hablar. Vas a ir a la cárcel, enano. Por cuánto tiempo depende de ti.
Mantillo reflexionó unos instantes. Notó cómo la diadema se le clavaba en la piel por debajo de las mallas. Se le había deslizado hacia el costado, por debajo de la axila, un lugar de lo más incómodo. Tenía que tomar una decisión: intentar terminar el trabajo o pensar ante todo en sí mismo. Fowl o una condena reducida. Tardó menos de un segundo en decidirse.
—Artemis quiere que robe la diadema Fei Fei para él. Mis… hummm… compañeros del circo ya la habían robado y me sobornó para que se la diera a él.
—¿Dónde está esa diadema?
Mantillo rebuscó dentro de sus mallas.
—Despacio, enano.
—Vale, con dos dedos.
Mantillo extrajo la diadema de debajo de la axila.
—Supongo que usted no debe de aceptar sobornos, agente.
—Supones bien. Esta diadema volverá al lugar de donde salió. La policía recibirá un soplo anónimo y la encontrará en un contenedor.
Mantillo lanzó un suspiro.
—El viejo número del contenedor. ¿Es que la PES no se cansa nunca de repetir lo mismo?
A Holly no le apetecía darle explicaciones a aquel enano.
—Déjala en el suelo y luego túmbate tú también —le ordenó—. Túmbate boca arriba.
Nunca se debía ordenar a un enano que se tumbase boca abajo: un solo chasquido de la mandíbula y el delincuente se esfumaría en una nube de polvo.
—¿Boca arriba? Eso es muy incómodo con este casco.
—¡Boca arriba he dicho!
Mantillo obedeció, soltó la diadema y se colocó el casco en el pecho. El cerebro del enano pensaba a toda velocidad. ¿Cuánto tiempo había pasado? Seguro que los Grandes volverían de un momento a otro. Vendrían a toda prisa a relevar a Sergei.
—Agente, debería marcharse de aquí cuanto antes, de verdad.
Holly lo cacheó en busca de armas y le desabrochó el casco de la PES, que cayó rodando por el suelo.
—¿Y por qué, si puede saberse?
—Mis compañeros llegarán en cualquier momento, tenemos un calendario muy apretado.
Holly sonrió forzadamente.
—No te preocupes, sé cómo enfrentarme a los enanos. Mi arma lleva una batería nuclear.
Mantillo tragó saliva y miró a través de las piernas de la elfa hacia la entrada de la carpa. Los Grandes habían llegado en el minuto exacto, y estaban asomados a la abertura de la entrada, más silenciosos que una fila de hormigas con zapatillas. Cada uno de los enanos sostenía una daga en los dedos regordetes. Mantillo oyó un crujido en lo alto, volvió la cabeza hacia arriba y vio a otro Grande asomado a una rendija recién rasgada en las costuras de la carpa. Y aún faltaba uno por aparecer.
—La batería no importa —dijo Mantillo—, no importa cuántas balas tenga la pistola sino lo rápido que sea capaz de disparar.
Artemis no estaba disfrutando con el espectáculo. Mayordomo debía de haberse puesto en contacto con él hacía más de un minuto para confirmar que Mantillo había llegado al punto acordado. Algo debía de haber salido mal. Su instinto le decía que fuese a echar un vistazo, pero no le hizo caso, sino que siguió adelante con el plan: darle a Mantillo cada segundo posible.
Los últimos segundos posibles se acabaron momentos más tarde cuando los cinco enanos de la pista se agacharon ante el público para recibir las ovaciones finales.
Abandonaron la pista ejecutando una serie de complicadas volteretas y se dirigieron a su propia carpa.
Artemis se llevó el puño derecho a la boca. Sujeto a la palma de la mano llevaba un pequeño micrófono, de los que utilizaba el servicio secreto de Estados Unidos. En el oído derecho también llevaba un pequeño audífono de color carne.
—Mayordomo —dijo en voz baja, pues el micro era sensible a los susurros—. Los Grandes han salido del edificio, tenemos que cambiar al plan B.
—Recibido —le contestó la voz de Mayordomo al oído.
Por supuesto, había un plan B. Puede que el plan A hubiese sido perfecto pero saltaba a la vista que el enano que debía ponerlo en práctica no lo era. El plan B significaba mucho caos y una huida, con un poco de suerte con la diadema Fei Fei. Artemis se levantó y se apresuró a salir de la fila donde estaba mientras colocaban la segunda caja en el centro de la pista. A su alrededor, los niños y sus padres estaban embobados con el espectáculo que tenía lugar ante sus ojos, ajenos al verdadero drama que se estaba produciendo apenas a seis metros de allí.
Artemis se acercó a la carpa de los enanos sin salir de las sombras. Los Grandes corrían delante de él en un grupo compacto. Al cabo de unos segundos entrarían en la tienda y se darían cuenta de que las cosas no iban como deberían ir. Se producirían retrasos y confusión, tiempo durante el cual los peristas de joyas de la carpa principal seguramente acudirían corriendo, junto con sus guardaespaldas armados. Aquella misión tenía que ser completada o cancelada en los segundos siguientes.
Artemis oyó voces procedentes del interior de la carpa. Los Grandes también las oyeron y se quedaron petrificados. No tenía por qué haber voces, Sergei estaba solo, y si no lo estaba, es que algo iba mal. Un enano se tumbó boca abajo, se acercó a gatas al entoldado y se asomó a la abertura de la entrada. Fuera lo que fuese lo que vio, era obvio que no le había gustado, porque regresó gateando al grupo y se puso a dar instrucciones frenéticamente. Tres enanos se dirigieron a la entrada principal, uno trepó por la pared de la carpa y el otro puso el trasero en pompa y desapareció bajo tierra.
Artemis esperó un par de segundos y se acercó con sigilo a la entrada de la carpa. Si Mantillo seguía allí dentro, habría que hacer algo para sacarlo, aunque eso significase tener que sacrificar el diamante. Pegó el cuerpo a la lona fuertemente sujeta y se asomó al interior. Lo que vio le sorprendió, aunque no lo dejó pasmado, porque en realidad debería habérselo esperado: Holly Canija estaba de pie encima de un enano tumbado en el suelo que podía ser o no Mantillo Mandíbulas. Los Grandes la estaban cercando, con las dagas en ristre.
Artemis se llevó la radio a la boca.
—Mayordomo, ¿a qué distancia estás de aquí exactamente?
El guardaespaldas respondió de inmediato.
—Estoy en el perímetro del circo. Cuarenta segundos a lo sumo.
En cuarenta segundos, Holly y Mantillo estarían muertos, y él no podía permitirlo.
—Tengo que entrar —sentenció. Cuando llegues, pon en marcha el plan B con moderación, pero tanto como sea necesario.
Mayordomo no perdió el tiempo discutiendo con su jefe.
—Recibido. Entretenlos hablando, Artemis. Promételes la luna y lo que haga falta.
La avaricia te mantendrá con vida.
—Entendido —respondió Artemis, al tiempo que entraba en la carpa.
—Bueno, bueno, bueno… —dijo Derph, la mano derecha de Sergei—. Por lo visto, al final la ley ha dado con nosotros.
Holly plantó un pie en el pecho de Mantillo para inmovilizarlo cuerpo a tierra y apuntó con su arma a Derph.
—Exacto, soy de Reconocimiento. Los de Recuperación están en camino, así que aceptad la derrota y tumbaos boca arriba.
Derph se pasó la daga de una mano a otra como si tal cosa.
—Pues va a ser que no, elfa. Llevamos quinientos años viviendo así y no vamos a parar ahora. Suelta a Sergei y nosotros nos iremos por nuestro lado. No hace falta que nadie resulte herido.
Mantillo se dio cuenta de que los demás enanos creían que él era Sergei. A lo mejor todavía le quedaba una salida.
—Tú quédate donde estás —le ordenó Holly, aparentando más coraje del que sentía en realidad—. Yo dispongo de un arma y vosotros solo tenéis cuchillos: no podéis ganar.
Derph sonrió bajo las barbas.
—Ya hemos ganado —replicó.
Con la sincronización de varios siglos de trabajo en equipo, los enanos atacaron al unísono. Uno se arrojó sobre ella, cayendo de entre las sombras de la parte superior del entoldado, mientras otro partía en dos el suelo, con las mandíbulas abiertas de par en par y propulsándose un metro hacia arriba en el aire por gas tunelador. La vibración de la voz de Holly lo había atraído hasta ella, del mismo modo que las patadas de un nadador en el agua atraen a los tiburones.
—¡Cuidado! —exclamó Mantillo, pues no estaba dispuesto a dejar que los Grandes liquidaran a Holly, aunque fuese a costa de su propia libertad. Puede que fuese un ladrón, pero entonces se dio cuenta de que eso era lo más bajo hasta donde estaba dispuesto a caer.
Holly levantó la vista y descerrajó un disparo que paralizó al enano volador, pero la elfa no tuvo tiempo de mirar abajo. El segundo agresor agarró el arma de la elfa con los dedos de tal forma que a punto estuvo de arrancarle la mano, y luego atrapó a Holly por los hombros con sus poderosos brazos, estrujándola hasta dejarla casi sin respiración. Los otros la cercaron.
Mantillo se levantó.
—Esperad, hermanos. Tenemos que interrogar a la elfa, averiguar qué es lo que sabe la PES.
Derph no estaba de acuerdo.
—No, Sergei. Haremos lo que hacemos siempre enterrar a los testigos y seguir adelante. Nadie puede atraparnos bajo tierra. Cogemos las joyas y nos largamos.
Mantillo asestó un puñetazo al enano que tenía sujeta a Holly por debajo del brazo, en un punto de la anatomía de los enanos donde convergían las terminaciones nerviosas. El agresor soltó a Holly y esta cayó al suelo jadeando.
—¡No! —gritó—. ¡Yo soy quien manda aquí! Es una agente de la PES; si la matamos, tendremos a mil agentes más persiguiéndonos. La ataremos y nos largaremos.
De repente, Derph se puso muy tenso y apuntó a Mantillo con la punta de su daga.
—Estás distinto, Sergei, diciendo todas esas paparruchadas de salvarle la vida a una elfa. Deja que te vea sin la máscara.
Mantillo retrocedió un paso.
—¿Qué estás diciendo?, ya me verás la cara más tarde.
—¡La máscara! ¡Ahora! O te veré las tripas y la cara al mismo tiempo.
Y entonces, de pronto, Artemis apareció en el entoldado, avanzando a grandes zancadas como si fuera el dueño de la carpa.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió, con un acento decididamente alemán.
Todos se volvieron hacia él. Era magnético.
—¿Quién eres? —preguntó Derph.
Artemis se rio con desdén.
—Que quién soy, pregunta el hombrecillo… ¿Acaso no fuisteis vosotros quienes invitasteis a mi jefe para que viniera desde Berlín? Mi nombre no importa, lo único que debéis saber es que represento a Herr Ehrich Stern.
—He… He… Herr Stern, claro —tartamudeó Derph.
Ehrich Stern era una auténtica leyenda en el mundillo de las piedras preciosas y de cómo deshacerse de las joyas robadas ilegalmente. También sabía deshacerse muy bien de la gente que lo defraudaba. Había sido invitado a la subasta de la diadema y estaba sentado en la tercera fila, como Artemis bien sabía.
—Hemos venido a hacer negocios, y en lugar de profesionalidad nos encontramos con una especie de pelea entre enanos.
—Aquí no hay ninguna pelea —intervino Mantillo, fingiendo todavía que era Sergei—. Solo un pequeño malentendido; estamos decidiendo cómo deshacernos de una huésped que no es bien recibida.
Artemis se rio desdeñosamente de nuevo.
—Solo hay una manera de deshacerse de los huéspedes indeseados. Como favor especial, nosotros nos encargaremos de haceros ese servicio, a cambio de un descuento en la diadema, por supuesto. —Se interrumpió con ojos de incredulidad, sin dar crédito—. Decidme que no es la diadema —dijo, recogiendo la diadema del suelo, adonde la había tirado Holly—. Tirada por el suelo como si solo fuera un montón de guijarros. Desde luego, se nota que esto es un circo.
—Eh, para el carro —se ofendió Mantillo.
—¿Y esto qué es? —quiso saber Artemis, señalando el casco de Mantillo en el suelo.
—No sé —respondió Derph—. Es un casco de la PES… Quiero decir, es el de la intrusa. Es su casco.
Artemis levantó un dedo amenazador.
—Pues a mí me parece que no lo es, a menos que vuestra diminuta intrusa tenga dos cabezas. Ya lleva un casco puesto.
Derph sabía sumar dos y dos.
—Eh, tiene razón. Entonces, ¿de dónde ha salido ese casco?
Artemis se encogió de hombros.
—Yo acabo de llegar, pero juraría que hay un traidor entre vosotros.
Los enanos se volvieron al unísono hacia Mantillo.
—¡La máscara! —gritó Derph—. ¡Quítatela! ¡Ahora mismo!
Mantillo fulminó a Artemis con la mirada a través de las rendijas de los ojos de la máscara.
—Muchísimas gracias.
Los enanos avanzaron en semicírculo, blandiendo los cuchillos.
Artemis dio un paso al frente del grupo.
—¡Alto, hombrecillos! —ordenó imperiosamente—. Solo hay una forma de salvar esta operación y no es manchando el suelo de sangre, desde luego. Dejadle estos dos a mi guardaespaldas y luego empezaremos las negociaciones.
A Derph aquello le olía a chamusquina.
—Espera un momento. ¿Cómo sabemos que tú estás con Stern? Entras aquí justo a tiempo para salvar a esos dos. Demasiado oportuno, si quieres saber mi opinión.
—Por eso nadie quiere saber tu opinión —repuso Artemis—. Porque eres un Zopenco.
La daga de Derph relucía peligrosamente.
—Ya me he hartado de ti, chiquillo. Yo voto por deshacernos de todos los testigos y largarnos.
—De acuerdo —dijo Artemis—. Toda esta pantomima empieza a aburrirme. —Se llevó la palma de la mano a la boca—. Es la hora del plan B.
Fuera del entoldado, Mayordomo se enrolló el puntal de la lona en la muñeca y tiró de ella con fuerza. Era un hombre de una fortaleza prodigiosa, por lo que las estacas de metal no tardaron en saltar deslizándose del barro que las sujetaba. La lona se desgarró, se rizó y se rompió.
Los enanos se quedaron boquiabiertos al ver cómo se hundía la lona.
—¡Se nos cae el cielo encima! —exclamó uno especialmente duro de mollera.
Holly aprovechó la repentina confusión para sacarse una granada aturdidora del cinturón. Apenas disponía de unos segundos hasta que los enanos cortasen por lo sano y se escabulleran bajo tierra. En cuanto eso sucediese, ya no habría nada que hacer, pues no había forma de atrapar a un enano bajo tierra. Para cuando llegasen los de Recuperación, los enanos ya estarían a kilómetros de allí.
La granada funcionaba con luz estroboscópica, y emitía una luz parpadeante a una frecuencia tan elevada que la multitud de mensajes que se enviaban de forma simultánea al cerebro del espectador hacía que este se le paralizase temporalmente. Los enanos eran muy susceptibles a esta clase de arma, pues tenían un bajo nivel de tolerancia a la luz, para empezar.
Artemis vio la esfera plateada en la mano de Holly.
—Mayordomo —dijo al micrófono—, tenemos que salir de aquí ahora mismo. Por el rincón noreste.
Agarró a Mantillo por el cuello de la camiseta y tiró de él hacia atrás. Por encima de sus cabezas, la lona caía despacio, amortiguada por el aire retenido.
—¡Vamos! —gritó Derph—. ¡Nos largamos ahora mismo! Dejadlo todo, y a cavar.
—No vais a ir a ninguna parte —replicó Holly entre jadeos, con una voz áspera que le salía de la maltrecha tráquea. Accionó el temporizador y arrojó la granada en medio de los Grandes. Era el arma perfecta contra los enanos, resplandeciente. No hay enano que se resista a un resplandor. Hasta Mantillo estaba mirando fijamente la esfera brillante, y habría seguido contemplándola hasta el momento de la explosión de no ser por Mayordomo, que en ese preciso instante abrió un desgarrón de metro y medio en la lona y rescató a la pareja a través de la abertura.
—Conque el plan B… —farfulló entre dientes—. La próxima vez habrá que dedicar más atención a la estrategia de refuerzo.
—Deja las recriminaciones para luego —contestó Artemis sin tiempo que perder—. Si Holly está aquí, eso significa que los refuerzos no andarán lejos. —El casco debía de llevar alguna especie de localizador, algo que no había sabido detectar. Tal vez en uno de los revestimientos.
»Este será nuestro nuevo plan: con la entrada en escena de la PES, ahora debemos separarnos. Te extenderé un cheque por tu parte de la diadema, uno coma ocho millones de euros, un precio justo en el mercado negro.
—¿Un cheque? ¿Estás de guasa? —protestó Mantillo—. ¿Cómo sé que puedo confiar en ti, Fangosillo?
—Créeme —respondió Artemis—, por lo general, no se puede confiar en mí, pero tú y yo hemos hecho un trato, y no traiciono a mis socios. Por supuesto, también podrías esperar aquí a que llegue la PES y descubra tu milagrosa recuperación de un trance tan habitualmente mortal como la muerte.
Mantillo le arrebató de las manos el cheque que le ofrecía.
—Como esto no tenga fondos, me iré derechito a la mansión Fowl, y no olvides que sé cómo entrar. —Captó la mirada furiosa de Mayordomo—. Aunque, claro está, espero que no haga falta llegar a ese extremo.
—No hará falta, confía en mí.
Mantillo se desabrochó la culera de los pantalones.
—Será mejor que no —repuso, zanjando la cuestión y guiñando un ojo a Mayordomo. Acto seguido, desapareció, zambulléndose bajo tierra en una nube de polvo, antes de que el guardaespaldas tuviese tiempo de responder. Bueno, para el caso, daba igual. Artemis cerró el puño en torno al diamante azul que coronaba la diadema. Ya estaba un poco suelto en su engarce. Ahora lo único que tenía que hacer era marcharse, así de sencillo; dejar que la PES aclarase ella sola todo aquel lío. Sin embargo, incluso antes de oír la voz de Holly, Artemis sabía que no iba a ser tan fácil. Nunca lo era.
—No te muevas, Artemis —ordenó la capitana—. No vacilaré en dispararte. De hecho, tengo muchas ganas de hacerlo.
Holly activó el filtro Polaroid de su visor justo antes de que la granada aturdidora hiciese explosión. Le resultaba difícil concentrarse lo suficiente incluso para llevar a cabo aquella operación tan simple: la lona de la carpa se venía abajo, los enanos se estaban desabrochando las culeras de los pantalones y por el rabillo del ojo vio a Artemis desaparecer a través de una grieta en el entoldado.
No le dejaría escapar de nuevo; esta vez, conseguiría una orden de limpieza de memoria y borraría a los seres mágicos de la cabeza del insolente irlandés para siempre.
Cerró los ojos, por si algún haz de luz estroboscópica conseguía franquear su visor, y esperó a oír el chasquido. Cuando al fin se produjo el fogonazo, iluminó el entoldado como si este fuese la pantalla de una lámpara. Varias de las costuras más flojas de la carpa se quemaron y unos rayos de luz blanca se proyectaron hacia el cielo como si fueran reflectores en tiempos de guerra. Cuando abrió los ojos, los enanos estaban inconscientes en el suelo. Uno era el desdichado Sergei, que había conseguido trepar desde el túnel justo a tiempo para quedar fuera de combate de nuevo. Holly rebuscó en su cinturón para encontrar un localizador-noqueador subcutáneo. La aguja hipodérmica contenía unas gotitas de sedante dentro de un dispositivo de localización; cuando se le inyectaban las gotas a un ser mágico, se lo podía localizar en cualquier parte del mundo y dejarlo fuera de combate a voluntad. Facilitaba enormemente la labor de encontrar a duendes fugitivos.
Holly se abrió paso rápidamente a través de las láminas de lona, pinchó a los seis enanos y se encaramó a un costado del entoldado. Ahora Sergei y su banda podían ser apresados en cualquier momento, lo que le dejaba vía libre para perseguir a Artemis Fowl.
En esos momentos, el entoldado le llegaba a la altura de las orejas, sostenido todavía por la bolsa de aire retenido. Tenía que salir de allí o se le caería todo encima, así que activó las alas mecánicas de su espalda, creando de esa forma su propio túnel de aire, y pasó volando por la rendija abierta, arañando el suelo con las botas.
Fowl se escapaba con Mayordomo.
—No te muevas, Artemis —le gritó—. No vacilaré en dispararte. De hecho, tengo muchas ganas de hacerlo.
Se dirigió a él en la jerga propia del combate, rebosante de bravuconería y seguridad en sí misma, cualidades ambas de las que no andaba sobrada, precisamente, pero al menos parecía dispuesta a plantarle cara.
Artemis se volvió despacio.
—Capitana Canija, no tienes muy buen aspecto. A lo mejor necesitas atención médica.
Holly sabía que tenía un aspecto horrible, notaba cómo la magia le estaba curando los moretones de las costillas, y todavía se le nublaba la vista a causa de la explosión de la granada aturdidora.
—Estoy bien, Fowl. Y aunque no lo estuviera, el ordenador que llevo en el casco puede disparar esta arma él solito.
Mayordomo dio un paso a un lado para dividir el objetivo. Sabía que Holly tendría que dispararle a él primero.
—No te molestes, Mayordomo —dijo Holly—. Puedo quitarte a ti de en medio e ir luego por el Fangosillo, tengo tiempo de sobra.
Artemis chasqueó la lengua, burlándose.
—Tiempo es justo lo que no tienes. Los empleados del circo ya vienen hacia aquí.
Llegarán de un momento a otro, seguidos por la manada de espectadores. Quinientas personas preguntándose qué pasa aquí.
—¿Y qué? Activaré el escudo.
—Pues que no tienes manera de llevarme contigo. Y aunque la tuvieras, dudo mucho de que haya quebrantado ninguna ley mágica. Lo único que hice fue robar una diadema. ¿Desde cuándo interviene la PES en los delitos de los humanos? No me puedes culpar a mí de los delitos que cometen los seres mágicos.
Holly hacía todo lo posible por mantener firme la mano con la que sostenía el arma.
Artemis tenía razón, no había hecho nada que pusiese en peligro a las Criaturas, y el griterío de la gente del circo se oía cada vez más cerca.
—¿Lo ves, Holly? No tienes otra opción más que dejarme marchar.
—¿Y qué hay del otro enano?
—¿Qué otro enano? —inquirió Artemis con aire inocente.
—El séptimo enano, había siete.
Artemis contó con los dedos.
—Seis, creo. Solo seis. Tal vez entre tanta confusión… Holly frunció el ceño tras su fachada de seguridad; tenía que haber algo que pudiese salvar de aquel naufragio.
—Dame esa diadema, y el casco.
Artemis le acercó el casco haciéndolo rodar por el suelo.
—El casco, sí, pero la diadema es mía.
—Dámela —le ordenó Holly, insuflando autoridad en cada sílaba—. Dámela, o de lo contrario os noquearé a los dos y ya os apañaréis con Ehrich Stern cuando despertéis.
Artemis estuvo a punto de sonreír.
—Felicidades, Holly. Un golpe maestro. —Extrajo la diadema del bolsillo y se la arrojó a la agente de la PES—. Ahora podrás decir que has desarticulado una banda de enanos ladrones de joyas y recuperado la diadema robada. Eso merece unas cuantas condecoraciones, diría yo.
Se acercaba gente, sus pasos apresurados sacudían la tierra.
Holly activó sus alas para emprender el vuelo.
—Volveremos a encontrarnos, Artemis Fowl —dijo, elevándose en el aire.
—Ya lo sé —respondió Artemis—. Y me muero de ganas.
Era verdad. Se moría de ganas de que así fuese.
Artemis vio a su contrincante elevarse lentamente, adentrándose en el cielo nocturno, y, justo cuando la muchedumbre asomaba por la esquina, la elfa empezó a vibrar hasta situarse fuera del espectro visible. Solo quedó el rastro de una estela de estrellas en forma de duende.
«La verdad es que esta Holly sí sabe cómo ponerle emoción a las cosas —pensó Artemis mientras cerraba el puño en torno a la piedra que llevaba en el bolsillo—. Me pregunto si se dará cuenta del cambiazo. ¿Examinará de cerca el diamante azul y verá que tiene un brillo oleaginoso?».
Mayordomo le dio unas palmaditas en el hombro.
—Es hora de irse —anunció el colosal sirviente.
Artemis asintió. Mayordomo tenía razón, como de costumbre. Casi sentía lástima por Sergei y los Grandes. Se creerían a salvo hasta que llegase el escuadrón de Recuperación para llevárselos.
Mayordomo cogió a su jefe por el hombro y lo guio hacia las sombras. Al cabo de un par de pasos ya se habían vuelto invisibles. Mayordomo tenía mucho talento para desvanecerse en la oscuridad.
Artemis miró al cielo una última vez. «¿Dónde estará ahora la capitana Canija?», se preguntó. En su mente ella siempre estaría ahí, a sus espaldas, esperando a que diese un paso en falso.