CAPÍTULO VI
COMIENZA EL ESPECTÁCULO
CIRCO MÁXIMO. HIPÓDROMO DE WEXFORD, SUR DE IRLANDA
ARTEMIS, Mayordomo y Mantillo tenían asientos de primera fila para el Circo Máximo. Se trataba de un nuevo concepto de circo en que los números circenses realmente hacían justicia a la publicidad que los anunciaba y donde no aparecían animales. Los payasos eran verdaderamente graciosos, los acróbatas hacían auténticas maravillas y los enanos eran bajitos y pequeños.
Sergei el Grande y cuatro de sus cinco compañeros de equipo formaban fila en el centro de la pista y hacían ejercicios de calentamiento previos al espectáculo ante un lleno total de público. Cada uno de los enanos medía menos de un metro de estatura y llevaba unas mallas ajustadas de color rojo intenso con el logotipo de un relámpago.
Llevaban la cara tapada con unas máscaras a juego.
Mantillo iba envuelto en un chubasquero de tamaño extragrande. Llevaba un sombrero de pico encasquetado hasta las cejas y tenía la cara embadurnada con un filtro solar casero de olor acre. Los enanos son extremadamente sensibles a la luz, y se queman en cuestión de minutos, aunque el día esté nublado.
Mantillo engulló una bolsa entera de palomitas de maíz.
—Sí —masculló, mientras escupía los granos—. Esos chicos son auténticos enanos, no hay duda alguna.
Artemis sonrió, satisfecho de ver confirmadas sus sospechas.
—Pues la verdad es que di con ellos por casualidad: utilizan la misma web que tú.
»Mi búsqueda informática reveló dos patrones distintos de modus operandi y fue fácil relacionar los movimientos del circo con una serie de delitos. Me sorprende que ni la Interpol ni el FBI hayan dado todavía con la pista de Sergei y su banda. Cuando se anunciaron las fechas de la gira de la diadema de Fei Fei y vi que coincidía con la gira del circo, supe que no podía tratarse de una coincidencia. Y, por supuesto, estaba en lo cierto.
Los enanos robaron la diadema y luego la llevaron de vuelta a Irlanda utilizando el circo como tapadera. De hecho, será mucho más fácil robar la diadema a estos enanos que haberla robado en el Museo Clásico.
—¿Y por qué? —quiso saber Mantillo.
—Porque no se lo esperan —le explicó Artemis.
Sergei el Grande y su troupe se preparaban para su primer número, algo tan sencillo como impresionante. Una grúa depositó una cajita de madera sin ninguna clase de adorno en el centro de la pista. Sergei, flexionando y arqueando sus diminutos músculos, se dirigió hacia la caja, levantó la tapa y se metió dentro. El público, desconfiado, esperaba que se levantase alguna cortina o hubiese algún truco que permitiese escapar al hombrecillo, pero no pasó nada. La caja permaneció allí inmóvil, con las miradas de los espectadores clavadas en ella, pero nadie se acercó a menos de seis metros.
Pasó un minuto largo hasta que un segundo enano entró en la pista, colocó un anticuado detonador de TNT en el suelo y después de un redoble de tambor de cinco segundos, empujó el émbolo hacia abajo. La caja hizo explosión en medio de una dramática nube de hollín y astillas de madera. O bien Sergei había muerto o había desaparecido.
—Bah —exclamó Mantillo entre estruendosos aplausos—, vaya birria de truco…
—Sobre todo si sabes cómo lo hace —convino Artemis.
—Se mete en la caja, excava un túnel que va a parar al vestuario y luego sale a la pista de nuevo, de una pieza.
—Exacto. Colocan otra caja al final del número y voilà… Sergei reaparece. Es un milagro.
—Pues menudo milagro… Con el talento que tenemos, y esto es lo mejor que se les ocurre a esos palurdos.
Artemis se levantó y Mayordomo se puso detrás de él al instante, para impedir cualquier posible agresión por la espalda.
—Vamos, señor Mandíbulas, tenemos que tramar un plan para esta noche.
Mantillo se comió lo que quedaba de las palomitas.
—¿Esta noche? ¿Qué pasa esta noche?
—Será la última sesión —respondió Artemis con una sonrisa malévola—. Y tú, amigo mío, eres la estrella.
Mansión Fowl. Dublín, North County, Irlanda.
El trayecto de vuelta a la mansión Fowl desde Wexford duró dos horas. La madre de Artemis los esperaba en la puerta de entrada.
—¿Qué tal el circo, Arty? —preguntó, sonriendo a su hijito, a pesar del dolor que irradiaban sus ojos, ese dolor que nunca desaparecía del todo, ni siquiera después de que la elfa Holly Canija la hubiese curado de la depresión que había padecido a consecuencia de la desaparición de su marido, el padre de Artemis.
—Ha estado bien, madre. La verdad es que muy bien. He invitado al señor Mandíbulas a cenar, es uno de los miembros del elenco y un personaje fascinante. Espero que no te importe.
—Por supuesto que no. Señor Mandíbulas, siéntase como en casa.
—No sería la primera vez —murmuró Mayordomo entre dientes. Guio a Mantillo hasta la cocina mientras Artemis se entretenía un rato hablando con su madre.
—¿Cómo estás, Arty? De verdad…
Artemis no sabía cómo responder. ¿Qué se suponía que debía decir? «He decidido seguir los pasos delictivos de mi padre porque eso es lo que se me da mejor. Porque esa es la única forma de reunir el dinero suficiente para pagar a las numerosas agencias de detectives privados y empresas de búsqueda por Internet que he contratado para tratar de encontrarlo. Pero los delitos no me satisfacen: la victoria nunca es tan dulce como me la imagino».
—Estoy bien, madre, de verdad —respondió al fin, sin convicción.
Angeline se agachó para abrazarlo, y Artemis olió el aroma de su perfume y percibió el calor de su cuerpo.
—Eres un buen chico —dijo, suspirando—. Un buen hijo.
La elegante dama se incorporó.
—Y ahora, ¿por qué no vas a reunirte con tu nuevo amigo? Debéis de tener muchas cosas de que hablar.
—Sí, madre —repuso Artemis, y su determinación disipó la tristeza que se había apoderado de su corazón—. Tenemos mucho de que hablar antes de la sesión de esta noche.
CIRCO MÁXIMO
Mantillo Mandíbulas había cavado un agujero hasta justo debajo del entoldado de los enanos y estaba esperando para pasar a la acción. Habían vuelto a Wexford para la última sesión, con tiempo suficiente para que se abriese camino hasta el entoldado desde un campo vecino. Artemis se hallaba en el interior de la carpa principal sin perder de vista a Sergei el Grande y su equipo. Mayordomo estaba apostado en el punto acordado de antemano, esperando a que Mantillo regresara.
El plan de Artemis parecía muy factible en la mansión Fowl, y hasta parecía probable llevarlo a cabo con éxito, pero, en ese momento, sintiendo cómo las vibraciones del circo le golpeteaban por encima de la cabeza, Mantillo vio una ligera pega en aquel plan: que era él quien estaba arriesgando el pellejo mientras el Fangosillo estaba sentado en primera fila y comiendo algodón de azúcar.
Artemis le había explicado su plan en la salita de estar de la mansión Fowl.
—Llevo siguiendo los pasos de Sergei y su troupe desde que descubrí su pequeño secreto. Son un grupo muy bien organizado y astuto. Tal vez sería más fácil robar la joya a quienquiera que le vendan la piedra, pero las vacaciones escolares terminarán muy pronto y me veré obligado a suspender mis operaciones, así que necesito el diamante azul ahora mismo.
—¿Para ese cacharro del láser?
Artemis tosió un poco.
—Láser, sí, eso es.
—¿Y tiene que ser justo ese diamante?
—Ese mismo. El diamante azul Fei Fei es único, no hay otro igual con esa tonalidad exacta.
—Y eso es importante, ¿verdad?
—Es vital, para la difracción de la luz. Es algo técnico, no lo entenderías.
—Hummm… —reflexionó Mantillo, sospechando que le ocultaba algo—. Bueno, ¿y cómo propones que consigamos ese diamante azul tan vital?
Artemis desplegó una pantalla sobre cuya superficie se proyectaba un diagrama del Circo Máximo.
—Aquí está la pista del circo —dijo, señalando con un puntero telescópico.
—¿Qué? ¿Esa cosa redonda con la palabra «PISTA» en el centro? No me digas…
Artemis cerró los ojos e inspiró hondo. No estaba acostumbrado a sufrir interrupciones. Mayordomo dio unos golpecitos a Mantillo en el hombro.
—Escúchalo atentamente, hombrecillo —le aconsejó en su tono de voz más serio—, o tendré que recordarte que te debo una paliza ignominiosa, como la que tú me diste a mí.
Mantillo tragó saliva.
—Escucharlo… sí, buena idea. Sigue, Fangosillo… quiero decir, Artemis.
—Gracias —dijo Artemis—. Bueno, hemos estado observando a la pandilla de enanos durante meses y en todo ese tiempo nunca han dejado su carpa sin vigilancia, así que Suponemos que ahí es donde guardan su botín. Por lo general, todo el grupo está dentro, salvo durante el espectáculo, cuando se necesitan a cinco de los seis para el ejercicio acrobático. Nuestro único margen de acción es durante ese tiempo, cuando todos menos uno de los enanos están en la pista.
—¿Todos menos uno? —repitió Mantillo—. Pero… ¡no puede verme nadie! Aunque solo me vean un segundo, me perseguirán el resto de mi vida. Los enanos somos muy rencorosos.
—Déjame acabar —le ordenó Artemis—. He dedicado mucho tiempo a planear esto, ¿sabes? Conseguimos grabar unas imágenes de vídeo una noche en Bruselas de una cámara-lápiz que Mayordomo introdujo a través de la lona.
Mayordomo encendió un televisor de pantalla plana y pulsó el botón de reproducción del mando a distancia de un vídeo. La imagen que apareció era borrosa y gris, pero se distinguía perfectamente quién aparecía en ella: un enano en una carpa redonda, repantigado en un sillón de cuero. Llevaba las mallas y la máscara de los Grandes y estaba haciendo pompas de jabón con un pequeño aro.
El suelo de barro empezó a vibrar ligeramente en el centro de la carpa, donde la tierra parecía más revuelta, como si un pequeño terremoto afectase únicamente a ese punto.
Al cabo de un momento, un círculo de tierra un metro de diámetro se hundió por completo y un Sergei enmascarado surgió del agujero. Expulsó unos cuantos gases y le hizo una señal a su compañero. Inmediatamente, el enano de las pompas de jabón salió zumbando de la carpa.
—Sergei acaba de escapar de su caja cavando un túnel y ahora requieren a nuestro amigo de las pompas en la pista —explicó Artemis—. Sergei se encarga de la vigilancia de la carpa hasta el final del número, cuando todos los demás enanos vuelven y Sergei reaparece en la nueva caja. Tenemos aproximadamente siete minutos para encontrar la diadema.
Mantillo decidió buscarle unas cuantas pegas al plan.
—¿Y cómo sabemos que la diadema está ahí?
Artemis estaba listo para esa pregunta.
—Porque mis fuentes me han dicho que cinco peristas europeos especialistas en joyas van a asistir esta noche al espectáculo. No creo que vengan para ver a los payasos, la verdad.
Mantillo asintió despacio. Él sabía exactamente dónde estaría la joya: Sergei y sus grandes amigos lo esconderían todo unos cuantos metros por debajo de su carpa, enterrado a salvo lejos del alcance de los humanos. Lo cual aún dejaba cientos de metros cuadrados que registrar.
—Nunca la encontraré —sentenció al fin—. En siete minutos, no.
Artemis abrió su portátil Powerbook.
—Esto es una simulación por ordenador: tú eres la figura azul y Sergei es la figura roja.
En la pantalla, las dos criaturas se abrían paso a través de la tierra simulada.
Mantillo observó a la figura azul durante más de un minuto.
—Tengo que admitirlo, Fangosillo —dijo el enano—. Es un plan muy ingenioso, pero necesito una bombona de aire comprimido.
Artemis se quedó perplejo.
—¿Aire? Pero creía que podías respirar bajo tierra…
—Y puedo. —El enano dedicó a Artemis una enorme sonrisa—. Es que no es para mí.
Así que en esos momentos, Mantillo estaba agazapado en su agujero subterráneo con una botella de aire sujeta a la espalda. Estaba acurrucado completamente en silencio. Una vez Sergei penetrase en la tierra, los pelos de su barba serían sensibles a la más mínima vibración, por lo que Artemis había insistido en que se mantuviesen en silencio por radio hasta que llegasen a la segunda fase del plan.
Hacia el oeste, una vibración de alta frecuencia se abrió paso entre el ruido de ambiente: Sergei se estaba moviendo. Mantillo percibía cómo su hermano enano horadaba la tierra, seguramente en dirección a su alijo secreto de joyas robadas.
Mantillo se concentró en el avance de Sergei. Estaba cavando en dirección este, pero trazando una tangente vertical, sin duda con un objetivo concreto. El sonar de los pelos de la barba de Mantillo le retransmitía constantemente las actualizaciones en la velocidad y la dirección. El segundo enano avanzó a un ritmo y una pendiente regulares durante casi cien metros y luego se paró en seco. Estaba comprobando algo; con un poco de suerte, la diadema.
Al cabo de medio minuto de movimiento mínimo, Sergei se dirigió a la superficie, casi directamente hacia Mantillo, quien sintió cómo una sábana de sudor le cubría la espalda. Aquella era la parte más peligrosa; con cuidado, se metió la mano en las mallas y extrajo una pelota del color y el tamaño de una mandarina. La pelota era un sedante natural que empleaban los nativos chilenos. Artemis había asegurado a Mantillo que no tenía efectos secundarios y que, de hecho, solucionaría los problemas de sinusitis que Sergei pudiese tener.
Con cautela infinita, Mantillo se aproximó todo lo que su valor le permitía hasta la trayectoria de Sergei y luego colocó la pelota de sedante en la tierra. Al cabo de unos segundos, las fauces demoledoras de Sergei engulleron la pelota junto con varios kilos de tierra. Antes de darle tiempo a masticar media docena de veces, su movimiento de avance se frenó en seco y su masticación se hizo cada vez más lenta. Había llegado el momento más peligroso para Sergei, pues si se quedaba inconsciente con la tripa llena de arcilla, podía asfixiarse. Mantillo se comió a mordiscos la delgada capa de tierra que los separaba, colocó al enano durmiente boca arriba y le metió un tubo de aire en las negras profundidades de su boca cavernosa. Una vez que el tubo estuvo en su sitio, accionó la llave de la botella de oxígeno y envió un chorro regular de aire hacia el cuerpo de Sergei. El aire infló los órganos internos del enano inconsciente y eliminó cualquier resto de arcilla de su organismo. Su cuerpo se estremeció como si estuviera conectado a la corriente, pero no solo no se despertó sino que siguió roncando y durmiendo a pierna suelta.
Mantillo dejó a Sergei acurrucado en la tierra y dirigió sus fauces trituradoras a la superficie. La arcilla era típicamente irlandesa, blanda y húmeda con poca contaminación y rebosante de insectos. Segundos más tarde, sintió cómo sus dedos resquebrajaban la superficie y el aire fresco le rozaba las yemas. Mantillo se cercioró de que la máscara del circo le cubría la parte superior de la cara y luego empujó hacia arriba con la cabeza para traspasar el suelo.
Había otro enano sentado en el sillón, solo que aquel día estaba jugando con cuatro yoyós, cada uno colgando de sendos pies y manos. Mantillo no dijo nada, aunque sintió un anhelo repentino de charlar con su congénere enano. Solamente se limitó a hacerle una señal.
El segundo enano recogió sus yoyós sin mediar palabra, se puso un par de botas puntiagudas y salió disparado hacia la pista principal. Mantillo oyó el súbito clamor de la multitud cuando la caja de Sergei hizo explosión. Habían pasado dos minutos y quedaban cinco.
Puso el trasero en pompa y trazó un rumbo hacia el lugar exacto donde se había detenido Sergei. Eso no era tan difícil como puede parecer puesto que los enanos cuentan con una brújula interna que es el más fantástico de los instrumentos y puede guiar a las criaturas mágicas con la misma exactitud que cualquier sistema de GPS. Mantillo se zambulló de cabeza en la tierra.
Había una pequeña cámara excavada justo debajo de la carpa, el típico escondrijo de un enano, con paredes alisadas con saliva que proporcionaban un bajo nivel de luminiscencia en la oscuridad. La saliva de enano es una secreción que posee multitud de propiedades: además de las funciones habituales, también se endurece al contacto prolongado con el aire hasta formar una laca que no solo es dura sino también ligeramente luminosa.
En mitad de la pequeña cámara había un arcón de madera que no estaba cerrado con llave, claro que… ¿por qué iba a estarlo? Allí abajo no podía haber nadie más que enanos.
Mantillo sintió una punzada de vergüenza; una cosa era robarles a los humanos, pero otra muy distinta era desvalijar a los de su misma especie, que solo intentaban ganarse la vida honradamente robándoles a los humanos. La verdad es que era caer muy bajo, incluso para un enano. Así pues, Mantillo decidió resarcir de algún modo a Sergei el Grande y a su banda en cuanto hubiese pasado todo aquello.
La diadema estaba dentro del arcón, y la piedra azul del centro relucía bajo la luz de la saliva. Eso sí que era una joya de verdad, nada de imitaciones. Mantillo se la metió dentro de las mallas. Había muchas otras joyas en el arcón, pero ni siquiera las miró de reojo, ya era suficiente faena llevarse la diadema. Ahora lo único que tenía que hacer era arrastrar a Sergei a la superficie, donde se podría recuperar del todo, y marcharse por donde había venido. Antes de que los demás enanos se diesen cuenta de que allí pasaba algo raro, ya se habría esfumado.
Mantillo regresó al lugar donde estaba Sergei, se echó al hombro su cuerpo inerte y regresó a bocados a la superficie, arrastrando a su hermano durmiente tras de sí. Volvió a encajarse la mandíbula y trepó por el agujero.
La carpa seguía desierta. Para entonces, los Grandes ya habrían ejecutado más de la mitad de su número. Mantillo arrastró a Sergei al borde del agujero y se sacó una daga de enano de la bota. Con ella cortaría unas tiras de cuero del sillón y ataría las manos, los pies y la mandíbula de Sergei. Artemis le había asegurado que Sergei no se despertaría pero ¿qué sabía el Fangosillo de las tripas de los enanos?
—Lo siento, paisano —le susurró casi cariñosamente—. Detesto tener que hacer esto, pero el Fangosillo me ha puesto entre la espada y la pared.
Por el rabillo del ojo, a Mantillo le pareció percibir una especie de brillo, un resplandor que titiló y luego habló:
—Primero quiero que me cuentes lo del Fangosillo, enano —dijo—. Y luego me explicas lo de la espada y la pared.