CAPÍTULO V

¿CARRERA O COMPAÑEROS?

HOLLY siguió la captura del comandante desde lo alto del risco.

Cuando Remo cayó, se puso en pie de un salto y salió disparada ladera abajo, resuelta a desobedecer sus órdenes y acudir en ayuda de su comandante. Entonces, el invernadero se materializó ante sus ojos y Holly se detuvo en seco. Su presencia no serviría de nada dentro de los dominios de la casa, a menos que el hecho de vomitar sin parar pudiese resultar útil de algún modo para salvar la vida de Remo. Tenía que haber otra forma.

Holly se volvió, trepando a gatas cuesta arriba de nuevo por la ladera, clavando los dedos en la tierra y arrastrándose hacia los bosques. Una vez que se halló a cubierto, activó el localizador del chip de arranque de la lanzadera. Sus órdenes eran regresar a la nave y enviar una señal de socorro. Al final, después de un largo rato, la señal lograría atravesar la barrera del entorpecedor, pero para entonces, lo más probable es que fuese demasiado tarde.

Echó a correr por los campos de matojos silvestres, y a medida que avanzaba, las briznas de hierba se le agarraban a las botas. Las bandadas de pájaros volaban en círculos por encima de su cabeza, y los chillidos desesperados que emitían reflejaban de algún modo el estado de ánimo de la joven elfa. El viento le azotaba la cara y la obligaba a aminorar el paso. Hasta la naturaleza parecía estar en contra de la PES aquel día.

El pitido del localizador la condujo al otro lado de un arroyo cuyo caudal le llegaba a la altura del muslo. El agua helada se colaba entre las aberturas del traje de Holly para, acto seguido, resbalarle chorreando por las piernas. Hizo caso omiso del agua, así como de la trucha del tamaño de su brazo que tanta curiosidad parecía sentir por el material del que estaba hecho su traje. Continuó avanzando, trepó unos escalones de tamaño humano y ascendió por una cuesta muy empinada. Una niebla espesa se había acomodado en lo alto de la colina como si fuera nata montada en el centro de un pastel. Holly olió la niebla antes incluso de llegar hasta ella. Era química, de fabricación industrial. Evidentemente, la lanzadera estaba dentro de la nube de niebla.

Con sus últimas fuerzas, Holly se abrió paso a través de las cortinas de niebla falsa y activó mediante control remoto la puerta de la lanzadera. Una vez dentro, se dejó caer al suelo exhausta, tumbándose boca abajo un instante junto a las puertas de la plataforma de carga e inspirando grandes bocanadas de aire. A continuación se levantó y pulsó el botón de emergencia del tablero de instrumentos, activando de ese modo la señal de socorro.

En el tablero se encendió el icono de la señal y a Holly la invadió un profundo sentimiento de frustración, lo único que podía hacer era quedarse allí sentada viendo mensajes de error parpadeando en la pantalla de plasma. Ahí estaba ella, sentada entre equipos de tecnología punta que costaban millones de lingotes y sus órdenes eran quedarse de brazos cruzados sin hacer nada.

El capitán Kelp y el comandante Remo estaban en peligro de muerte, y sus órdenes consistían en cruzar los dedos y esperar. Si pilotaba la lanzadera estaría quebrantando una orden directa, y su carrera en Reconocimiento se habría truncado para siempre, incluso antes de empezar. Pero si no la pilotaba, entonces sus compañeros morirían. ¿Qué era más importante, su carrera o sus compañeros?

Holly insertó el chip de arranque en la ranura de ignición y se ajustó el cinturón de seguridad.

Turnball se estaba divirtiendo de lo lindo. Al fin había llegado el momento con el que había soñado durante tantas y tantas décadas: su hermano pequeño estaba a su merced.

—He pensado que lo mejor será retenerte aquí las próximas veinticuatro horas hasta que tu magia haya desaparecido por completo. Luego volveremos a ser verdaderos hermanos otra vez, un verdadero equipo. A lo mejor entonces decides unirte a mí. Si no, desde luego, no serás tú quien siga al frente de la persecución, porque la PES no emplea a personal que no tenga poderes mágicos.

Remo estaba tendido en el suelo hecho un ovillo, con la cara más verde que el trasero de un duende.

—Sigue soñando —repuso, con un gruñido—. Tú no eres mi hermano.

Turnball le pellizcó la mejilla.

—Ya me cogerás cariño, hermanito. Es asombroso ver a quién recurre una criatura mágica en momentos de desesperación. Créeme, sé de lo que hablo.

—Ni lo sueñes.

Turnball lanzó un suspiro.

—Igual de cabezota que siempre. Seguramente hasta tienes esperanzas de escapar.

O a lo mejor creías que en el fondo sería incapaz de hacer daño a mi hermanito pequeño.

¿Es eso? ¿Creías que tenía corazón? Tal vez una pequeña demostración…

Turnball levantó la cabeza del capitán Kelp. Camorra todavía estaba semiinconsciente; llevaba demasiado tiempo dentro de la casa. Nunca volvería a recuperar todo el potencial de su magia al ciento por ciento, no sin que todo un equipo de magos médicos le insuflasen una inyección, y cuanto antes lo hicieran, tanto mejor.

Turnball acercó una pequeña jaula a la cara de Camorra; en su interior, una araña Tuneladora Azul rascaba con sus patas la malla metálica.

—Me encantan estos bichos —dijo Turnball con dulzura—. Son capaces de hacer cualquier cosa para sobrevivir, me recuerdan mucho a mí mismo. Esta pequeñita de aquí se encargará del capitán.

Remo trató de levantar una mano.

—Turnball, no lo hagas.

—Tengo que hacerlo —repuso su hermano—. Piensa que es como si ya estuviera hecho. Tú no puedes hacer nada para remediarlo.

—Turnball, es un asesinato.

—«Asesinato» es una palabra, una simple palabra como otra cualquiera.

Turnball Remo empezó a hacer girar el diminuto pestillo de la jaula. Cuando solo quedaban un par de centímetros para que se abriese del todo, de pronto, una antena de comunicaciones en forma de arpón atravesó el techo y se incrustó en los tablones de madera del suelo. La voz amplificada de Holly resonó en los altavoces de la nave y la casa entera tembló.

—Turnball Remo —atronó la voz—. Suelta a tus prisioneros y ríndete.

Turnball volvió a echar el pestillo y se guardó la jaula en el bolsillo.

—Conque la chica estaba muerta, ¿eh? ¿Cuándo vas a dejar de mentirme, Julius?

El comandante estaba demasiado débil para responder. El mundo se había convertido en una pesadilla. Estaba respirando melaza.

Turnball desvió su atención a la antena de comunicaciones. Sabía que aquel instrumento retransmitiría sus palabras al interior de la lanzadera.

—La agente guapa, vivita y coleando. Bueno, no importa. Tú no puedes entrar y yo no pienso salir. Si entras, yo quedaré libre. No solo eso, sino que yo habré ganado una lanzadera. Si intentas detenerme cuando esté a punto de irme, la detención será ilegal y mi abogado te empapelará, ya lo verás.

—Haré saltar por los aires la casa hasta reducirla a escombros —advirtió Holly a través de la antena.

Turnball extendió los brazos.

—Adelante, así me librarás de mi mísera existencia. Pero cuando dispares la primera ráfaga, le daré de comer mi arañita al comandante. Los hermanos Remo no sobrevivirán a este asalto. Sé realista, cabo: no puedes ganar mientras esta casa siga en pie.

Arriba, en la lanzadera, Holly se dio cuenta de que Turnball tenía cubiertos todos los ángulos; se sabía el reglamento de la PES mejor que ella. A pesar de que era ella quien contaba con la aeronave, Turnball jugaba con ventaja. Si Holly infringía las reglas, él saldría por la puerta con toda la tranquilidad del mundo y despegaría a bordo de su lanzadera, que sin duda estaba escondida en alguna parte por allí cerca.

«No puedes ganar mientras esta casa siga en pie». Tenía razón: Holly no podía ganar mientras una casa humana rodease a sus compañeros agentes de la PES, pero ¿y si no había casa?

Sin tiempo que perder, Holly comprobó los dispositivos con los que contaba la nave. Tenía las abrazaderas de acoplamiento habituales, tanto de proa como de popa; las abrazaderas permitían a la nave ser guiada para aterrizar o para avanzar sobre terreno irregular, pero también podían emplearse para remolcar vehículos o posiblemente para otras operaciones menos convencionales.

«No puedes ganar mientras esta casa siga en pie».

Holly sintió que unas perlas de sudor empezaban a empaparle la nuca. ¿Es que se había vuelto loca? ¿Podría defender su forma de obrar ante un tribunal? No importaba, decidió. Había vidas en juego.

Retiró las cubiertas de seguridad de las abrazaderas de proa y realizó varias maniobras para apuntar con el morro de la lanzadera hacia aquella casita de pescadores.

—Último aviso, Turnball —advirtió Holly a través de la antena de comunicaciones—. ¿Vas a salir?

—Todavía no, bonita —contestó alegremente—, pero tú puedes entrar a reunirte con nosotros en cuanto quieras.

Holly no se molestó en dar más conversación y desplegó las abrazaderas de proa accionando un interruptor. Las abrazaderas de aquel modelo en concreto funcionaban por oposición de los campos magnéticos, y se produjo un ligero temblor en las lecturas mientras las dos abrazaderas cilíndricas salían disparadas del vientre de la aeronave y se alojaban directamente en el tejado de la casa.

Holly ajustó los parámetros de alcance del cable a una distancia de veinte metros para que las abrazaderas no llegasen a la altura de la cabeza. Unos ganchos de agarre se desplegaron de las abrazaderas y se engancharon a las vigas de madera, los tablones y el yeso. Holly retrajo las abrazaderas y retiró los escombros. La mayor parte del tejado había desaparecido, y la pared más meridional empezaba a tambalearse peligrosamente.

Holly tomó una instantánea y la pasó por el ordenador para analizarla.

—Ordenador —dijo—, consulta verbal.

—Adelante —contestó el ordenador, con el tono de voz de Potrillo, el mago técnico de la PES.

—Localiza los muros de carga.

—Procesando datos…

Al cabo de unos segundos, el ordenador había reducido la fotografía a una representación en tres dimensiones: cuatro puntos rojos parpadeaban con insistencia en el gráfico. Si Holly acertaba alguno de ellos, la casa entera se derrumbaría. Holly observó el gráfico con detenimiento. La asignatura de demolición había sido una de sus favoritas en la Academia, por lo que enseguida supo detectar que si disparaba a la viga transversal del primer piso, en el hastial, los restos de la casa se vendrían abajo desplomándose hacia fuera.

Turnball peroraba a la antena de comunicaciones.

—¿Se puede saber a qué juegas? —bramó—. No puedes hacer eso, va en contra del reglamento. Aunque arranques el tejado, no puedes entrar en esta casa.

—¿Qué casa? —inquirió Holly, justo antes de accionar la tercera agarradera.

La agarradera se clavó en la viga y la arrancó de cuajo de entre los ladrillos. La casa gimió como si fuese un gigante herido de muerte, luego se estremeció y, por último, se desplomó. Fue un espectáculo casi cómico por su brusquedad, y casi ningún ladrillo cayó hacia el interior. Turnball Remo se quedó sin escondite.

Holly apuntó con un láser al pecho de Turnball.

—Un solo paso adelante —lo amenazó la elfa— y te destrozo.

—No puedes dispararme —repuso Turnball—, no tienes licencia para disparar.

—No —dijo una voz a sus espaldas—, pero yo sí.

Camorra Kelp estaba de pie, arrastrando la gigantesca silla tras de sí. Se precipitó sobre Turnball Remo y ambos se enredaron en una maraña de patas de madera, carne y hueso.

Arriba, en la lanzadera, Holly empezó a maniobrar con el tablero de instrumentos.

No le habría importado nada fulminar a Turnball Remo con un rayo láser; a fin de cuentas, era un poco tarde para empezar a preocuparse por el reglamento. Pilotó la lanzadera hasta llevarla a una distancia prudencial y se preparó para el aterrizaje.

Entre las ruinas de la casa, el comandante Remo empezaba a recobrar las fuerzas poco a poco. Ahora que la casa humana había quedado completamente destruida, el malestar físico por la pérdida de la magia se mitigaba por momentos. Tosió un poco, agitó la cabeza y se puso de rodillas.

Camorra estaba peleándose con Turnball entre los escombros, peleándose y perdiendo la pelea. Puede que Turnball fuese más viejo, pero estaba poseído por la ira y tenía la cabeza despejada. Daba un puñetazo tras otro a la cara del capitán.

Julius cogió un rifle del suelo.

—Ríndete, Turnball —le ordenó en tono cansino—. Se acabó.

Turnball sacudió los hombros y se fue volviendo despacio.

—Ah, Julius, hermanito… Al final, todo se reduce a lo mismo una vez más: un hermano contra otro.

—Deja ya de hablar, por favor. Túmbate en el suelo con las manos en la nuca. Ya conoces la postura.

Turnball no se tumbó en el suelo, sino que se puso de pie lentamente, hablando sin cesar en un tono muy persuasivo.

—Esto no tiene por qué ser el fin, ¿sabes? Deja que me vaya. Saldré de tu vida para siempre y no volverás a tener noticias mías, te lo juro. Todo esto ha sido un gran error, ahora me doy cuenta. Lo siento mucho, de verdad.

Remo estaba recuperando la energía, reafirmando su actitud firme y resuelta.

—Cállate de una vez, Turnball. Si no colaboras, te fulminaré ahí mismo.

Turnball esbozó una sonrisa burlona.

—No puedes matarme, somos familia.

—No tengo que matarte, solo tengo que dejarte sin sentido. Y ahora, mírame a los ojos y dime que no soy capaz de hacerlo.

Turnball escudriñó los ojos de su hermano y vio la verdad en ellos.

—No puedo ir a la cárcel, hermano. No soy un delincuente común. En la cárcel las pasaría canutas.

En un abrir y cerrar de ojos, Turnball hurgó en su bolsillo y extrajo la diminuta jaula de malla metálica. Abrió el pestillo de la jaula y se tragó la araña.

—Había una vez un viejo que se tragó una araña… —entonó, y a continuación añadió—: Adiós, hermano.

Remo atravesó los escombros de la cocina en apenas tres zancadas, arrancó de cuajo la puerta de un armario que había caído al suelo y rebuscó entre los restos de la despensa.

Cogió un tarro de café soluble y abrió la tapadera. Con dos zancadas más, se arrodilló junto a su hermano y le metió varios puñados de gránulos de café por la garganta.

—No va a ser tan sencillo, Turnball. Eres un delincuente común e irás a la cárcel como todos.

Un segundo más tarde, el cuerpo de Turnball dejó de dar sacudidas: la araña estaba muerta. El viejo elfo estaba herido, pero vivo. Remo le puso un par de esposas rápidamente y, acto seguido, corrió junto a Camorra.

El capitán ya se había incorporado.

—No se ofenda, comandante, pero su hermano da puñetazos como si fuera una duendecilla.

Los labios de Remo dibujaron un amago de sonrisa.

—Por suerte para usted, capitán.

Holly avanzó a todo correr por el sendero del jardín, cruzó lo que antes había sido una antesala y llegó a la cocina.

—¿Va todo bien?

Remo había tenido un día inusitadamente estresante y, por desgracia, a Holly le tocó pagar los platos rotos.

—No, Canija, no va todo bien —repuso con voz atronadora, al tiempo que se sacudía el polvo de las solapas—. Un famoso criminal ha saboteado mi ejercicio, mi capitán ha dejado que lo atasen como si fuera un cerdo de feria y tú has desobedecido una orden directa y has pilotado una lanzadera. Lo cual significa que toda nuestra defensa en este caso se ha ido al garete.

—Solo en este caso —replicó Camorra—, pero todavía tiene varias cadenas perpetuas que cumplir por sus otros crímenes.

—Eso no tiene nada que ver —insistió Remo, implacable—. No puedo confiar en ti, Canija. Nos has salvado la vida, eso es cierto, pero en Reconocimiento se valora sobre todo la discreción y el sigilo, y tú no eres una persona sigilosa. Puede parecer poco razonable después de todo lo que has hecho, pero me temo que no hay sitio para ti en mi escuadrón.

—Comandante —objetó Camorra—, no puede suspender a la chica después de todo esto. De no ser por ella, ahora mismo estaría biodegradándome.

—La decisión no depende de ti, capitán, ni tampoco es tu guerra. En este escuadrón, absolutamente todo se basa en la confianza, y la cabo Canija no se ha ganado la mía.

Camorra se quedó estupefacto.

—Perdóneme, señor, pero no le ha dado ninguna oportunidad.

Remo fulminó a su subordinado con la mirada. Camorra era uno de sus mejores duendes, y se estaba jugando el puesto por aquella chica.

—Muy bien, Canija. Si puedes hacer algo para que cambie de opinión, ahora tienes tu oportunidad. Tu única oportunidad. Bueno, ¿puedes hacer algo?

Holly miró a Camorra, y habría jurado que este le guiñaba un ojo. Aquello le dio el valor para hacer algo impensable, increíblemente impertinente e insubordinado dadas las circunstancias.

—Esto, comandante —repuso.

Holly desenfundó su pistola de paintball y disparó al comandante Julius Remo tres veces en el pecho. El impacto lo obligó a retroceder un paso.

—«Me disparas a mí antes de que yo te dispare a ti y entras automáticamente» —murmuró Holly—. «Sin preguntas».

Camorra se echó a reír hasta vomitar. Literalmente. La pérdida de magia lo había dejado con náuseas.

—Oh, dioses… —exclamó—. Ahí le ha pillado, Julius. Eso es lo que dijo. Eso es lo que lleva diciendo los últimos cien años.

Remo pasó el dedo por la pintura solidificada del panel de su pecho.

Holly permaneció con la cabeza gacha, mirándose los pies, convencida de que estaba a punto de ser expulsada del cuerpo. A su izquierda, Turnball estaba llamando a su abogado. Unas bandadas de pájaros de especies protegidas sobrevolaban el cielo en círculos, y unos cuantos metros más allá, en los campos, Unix y Bobb se preguntarían qué les había dejado sin sentido.

Al final, Holly se arriesgó a levantar la mirada. El comandante tenía el rostro crispado por diversas emociones en conflicto: sentía ira, y también incredulidad, pero tal vez también una pizca de admiración.

—Me disparaste —dijo al fin.

—Eso es verdad —convino Camorra—. Lo hizo.

—Y yo dije…

—Desde luego que lo dijo.

Remo se revolvió contra Camorra.

—¿Y a ti qué te pasa? ¿Eres un loro o qué? ¿Quieres cerrar el pico? Estoy a punto de tragarme mi orgullo, ¿sabes?

Camorra cerró la boca con una llave y un candado imaginarios.

—Esto le va a costar una fortuna al departamento, Canija. Vamos a tener que reconstruir la casa entera o generar un maremoto localizado para ocultar los daños. Y eso son seis meses enteros de mi presupuesto.

—Lo sé, señor —le respondió Holly con humildad—. Lo siento, señor.

Remo extrajo su monedero y sacó varias bellotas de plata de uno de los compartimentos. Las lanzó a Holly, quien estuvo a punto de dejar que cayeran al suelo por la sorpresa.

—Póntelas. Bienvenida a Reconocimiento.

—Gracias, señor —dijo Holly, clavándose la insignia en la solapa. La chapa reflejó el sol de la mañana y relució como un satélite.

—La primera agente femenina de Reconocimiento —refunfuñó el comandante.

Holly bajó la cabeza para ocultar una sonrisa que era incapaz de contener.

—Seguro que tendré que suspenderte de empleo y sueldo dentro de seis meses —continuó Remo—, y seguramente me costarás un fortuna.

Se equivocaba en lo primero, pero acertó de pleno en lo segundo.