CAPÍTULO III

LA ISLA DE LOS SUEÑOS ROTOS

TERN, MÓR

EL SOL ahuyentó con sus brasas la bruma matinal, y los contornos de Tern Mór empezaron a perfilarse en el horizonte de la costa irlandesa como si fuera una isla fantasma. Si hasta entonces no había habido allí más que bancos de nubes, un minuto después los riscos de Tern Mór se vieron surgir de entre la niebla.

Holly observaba atentamente la isla a través de su ventanilla.

—Qué lugar más alegre… —comentó con ironía.

Remo masticó su habano.

—Lo siento, cabo. Y eso que siempre les decimos a los fugitivos que se escapen a lugares un poquitín más cálidos, pero nada, como si oyeran llover…

El comandante regresó a la cabina, pues había llegado la hora de volver al control manual de la aeronave para efectuar el aterrizaje.

La isla parecía recién salida de una película de terror. Los acantilados ensombrecidos surgían con aire imponente de las aguas, y las olas de espuma golpeaban las rocas de la costa. Una franja de vegetación se aferraba desesperadamente al borde del acantilado, agitándose furibunda como un flequillo despeinado y rebelde.

«Aquí no va a pasar nada bueno», pensó Holly.

Camorra Kelp le dio una palmadita en el hombro, disipando el ambiente de pesimismo.

—Alegra esa cara, Canija. Al menos has llegado hasta aquí. Un par de días en la superficie bien vale un poco de sacrificio. Aquí se respira un aire increíble, puro y dulce, no hay nada igual.

Holly intentó sonreír, pero estaba demasiado nerviosa.

—¿Supervisa el comandante todos los ejercicios de iniciación?

—Todos, aunque este es el primero en el que solo hay un aspirante. Normalmente se encarga de perseguir a media docena o así, para divertirse. Pero esta vez lo tienes para ti solita por lo de ser una agente femenina. Cuando suspendas, Julius no quiere que se le eche encima la oficina para la igualdad, no piensa darles ningún motivo de queja.

Holly frunció el ceño.

—¿Cuando suspenda?

Camorra le guiñó el ojo.

—¿He dicho «cuando»? Quería decir «si». Si suspendes, claro.

Holly sintió cómo le temblaban las puntas de las orejas de duende. ¿Acaso aquel viaje había sido una farsa desde el principio? ¿Tendría el comandante escrito ya el informe de evaluación?

Aterrizaron en la playa de las Focas, en la que curiosamente no había ni focas ni un solo grano de arena. La lanzadera iba protegida con una segunda capa de pantallas de plasma que proyectaban el paisaje de los alrededores sobre las placas exteriores de la nave. Para cualquiera que pasase por allí, cuando Camorra Kelp abriese la escotilla para salir, parecería una trampilla abierta en el cielo.

Holly y Camorra bajaron de un salto a los guijarros y corrieron hacia delante para esquivar el chorro de presión.

Remo abrió una de las ventanillas.

—Tienes veinte minutos para llorar o rezar tus plegarias o lo que sea que hagáis las féminas, luego saldré a por ti.

Holly tenía una expresión feroz en la mirada.

—Sí, señor. Voy a empezar a llorar ahora mismo, en cuanto desaparezca usted por el horizonte.

Remo esbozó una sonrisa sesgada y frunció un poco el ceño.

—Espero que tus habilidades puedan pagar los cheques que escribe tu boca.

Holly no sabía qué era un cheque, pero decidió que aquel no era el momento de preguntarlo.

Remo arrancó el motor y despegó de la ladera describiendo un arco limpio y no demasiado alto. Lo único visible de la aeronave era un débil resplandor traslúcido.

De repente, Holly notó que tenía frío. Refugio era una ciudad acondicionada térmicamente con bombas de frío y calor las veinticuatro horas, y su traje de agente de tráfico no llevaba dispositivo de calefacción. Advirtió que el capitán Kelp accionaba el termostato de su ordenador.

—¿Qué ocurre? —dijo Camorra—. No tenemos por qué pasarlas canutas los dos, ¿sabes? Yo ya aprobé mi prueba de iniciación.

—¿Cuántas veces te dispararon y acertaron? —preguntó Holly.

Camorra esbozó una mueca avergonzada.

—Ocho. Y fui el mejor del grupo. El comandante Remo se mueve muy rápido para ser un viejales, además tiene un par de millones de lingotes en armas y cachivaches para usarlos a su antojo.

Holly se subió el cuello del traje para protegerse del viento atlántico.

—¿Algún consejo práctico?

—Lo siento, pero me temo que no. Y en cuanto esta cámara empiece a filmar, ni siquiera podré seguir hablando contigo. —El capitán activó un botón de su casco y una luz roja hizo un guiño a Holly—. Lo único que puedo decirte es que, si estuviera en tu lugar, me pondría en marcha ya. Julius no va a perder ni un minuto, así que tú tampoco deberías perder más tiempo.

Holly miró a su alrededor. «Sácale partido al entorno —decían los manuales—. Usa todo lo que te proporcione la naturaleza». Esa máxima no le resultaba demasiado útil en aquellos parajes. La playa de guijarros estaba flanqueada por una pared vertical de roca en dos de los lados, con una cuesta muy pronunciada y resbaladiza a causa del fango en el tercero. Era la única escapatoria, y más le valía seguirla antes de que el comandante tuviese tiempo de situarse en lo alto. Echó a andar a paso ligero hacia la cuesta, decidida a salir de aquel ejercicio con la cabeza bien alta y su dignidad intacta.

A Holly le pareció detectar una especie de resplandor por el rabillo del ojo. Se detuvo en seco.

—Eso no es justo —dijo señalando el sitio de donde provenía el brillo.

Camorra miró al otro lado de la playa.

—¿Qué pasa? _preguntó a pesar de que se suponía que no debía hablar.

—Mira ahí, hay alguien con una capa de tela de camuflaje. Alguien está escondido en la playa. ¿Acaso tenéis refuerzos por si resulta que la pequeña cabo Canija es demasiado rápida para los viejales?

Camorra se dio cuenta al instante de la gravedad de la situación.

D’Arvit! —masculló, echando mano de su arma.

El capitán Kelp era muy rápido desenfundando; de hecho, llegó a sacar su arma de la sobaquera antes de que el rifle de francotirador bajo la capa de aluminio le descerrajase un tiro, le hiriese en el hombro y lo enviase dando vueltas sobre sí mismo hasta el otro lado de las piedras mojadas.

Holly echó a correr a toda velocidad, zigzagueando entre las rocas. Si no dejaba de moverse, tal vez el francotirador no conseguiría acertarle. Tenía los dedos hincados en la ladera de barro cuando, de pronto, un segundo francotirador apareció delante de ella, como si surgiese de la tierra, y se despojó de Una capa de tela de camuflaje.

El recién llegado, un enano fortachón, enarbolaba el rifle más enorme que Holly había visto en su Corta vida.

—¡Sorpresa! —la saludó, sin dejar de sonreír, mostrándole unos dientes torcidos y amarillentos.

Abrió fuego y el rayo de láser golpeó a Holly en la barriga como si fuera un mazo.

Es lo que tienen las armas Neutrino, que no matan, pero hacen más daño que un ataque agudo de gota.

Holly recobró el sentido… y enseguida deseó no haberlo recobrado. Inclinó el cuerpo hacia delante en la enorme silla a la que estaba atada y vomitó todo el contenido del estómago justo encima de sus botas. A su lado, Camorra Kelp estaba haciendo exactamente lo mismo.

¿Qué estaba pasando allí? Se suponía que las armas de láser no tenían efectos secundarios, a menos que fueses alérgico, pero ella no lo era.

Cuando miró a su alrededor, Holly dio un respingo. Estaban en una pequeña habitación con las paredes de yeso, presidida por una mesa gigantesca. ¿Era una mesa gigantesca o una mesa de tamaño humano? ¿Estaban acaso en una casa humana? Eso explicaba los vómitos: entrar en viviendas humanas sin permiso estaba estrictamente prohibido. El precio por hacer caso omiso de aquella regla era la pérdida de la magia, eso y las náuseas.

Los detalles de su penosa situación acudieron a la mente de Holly con un fogonazo: estaba en su ejercicio de iniciación cuando un par de seres mágicos les habían tendido una emboscada en la playa. ¿Se trataría acaso de alguna especie de prueba extrema? Miró a su lado, a la cabeza cabizbaja del capitán Kelp. Aquello era demasiado realista para tratarse de una prueba.

Una enorme puerta se abrió unos centímetros y un elfo sonriente entró en la habitación.

—Vaya, veo que no os encontráis bien. El típico mareo del hechicero, o «echar las papas mágicas», como lo llamáis los duendes jóvenes, creo. No os preocupéis, pronto se os pasará.

El elfo parecía mayor que cualquier ser mágico que Holly hubiese visto en su vida, y llevaba un uniforme amarillento de época de la PES. Parecía recién salido de una película histórica.

El elfo advirtió la mirada sorprendida de Holly.

—Sí, ya lo sé —dijo, ahuecando los volantes de su traje—, se me están difuminando los Colores de tus mejores galas. Es la maldición de vivir sin magia. Todo se difumina, no solo la ropa. Si me miras a los ojos, nunca dirías que apenas tengo un siglo más que mi hermano.

Holly lo miró a los ojos.

—¿Su hermano?

Junto a ella, Camorra se removió en su asiento, escupió y levantó la cabeza. Holly oyó cómo daba un respingo.

—Oh, dioses… Pero si es Turnball Remo…

Holly trató de pensar con rapidez. ¿Remo? Hermano. Aquel era el hermano del comandante.

Turnball estaba encantado.

—¡Por fin! Alguien que se acuerda de mí… Empezaba a pensar que todo el mundo me había olvidado.

—Me gradué en Historia Antigua —explicó Camorra—. Tiene usted página propia en la sección de Locos Criminales Peligrosos.

Turnball intentó aparentar indiferencia, pero lo cierto es que sentía curiosidad.

—Y dime, ¿qué dice esa página?

—Dice que es usted un capitán traidor que quiso inundar una parte de Refugio solo para eliminar a un competidor que interfería en sus planes de minería ilegal. Dice que si su hermano no le hubiese detenido a tiempo, justo antes de que pulsase el botón, la mitad de la ciudad habría desaparecido para siempre.

—¡Qué tontería! —exclamó Turnball, ofendido—. Hice que los ingenieros revisasen mis planes. No habría habido reacción en cadena. Solo habrían muerto unos cuantos centenares, nada más.

—¿Cómo logró escapar de la cárcel? —quiso saber Holly.

Turnball sacó pecho.

—No he pasado ni un solo día en prisión, no soy ningún delincuente común, ¿sabes? Por suerte, a Julius le faltaron agallas para matarme, así que conseguí escapar.

Lleva persiguiéndome desde entonces, pero esa persecución termina hoy.

—Así que… ¿de qué va todo esto? ¿Es una venganza?

—En parte, sí —admitió Turnball—, pero también lo hago en nombre de la libertad.

Julius es como un perro con un hueso, no piensa soltarlo. Necesito poder acabarme mis martinis sin tener que mirar por encima del hombro a ver si viene alguien. He vivido en noventa y seis sitios distintos en los últimos cinco siglos. Una vez, allá por el mil setecientos, viví en una casa fabulosa cerca de Niza. —Al viejo elfo se le empañó la mirada—. Fui tan feliz allí… Todavía huelo el olor del mar. Tuve que reducir esa casa a cenizas por culpa de Julius.

Holly estaba haciendo girar las muñecas muy despacio, tratando de aflojar los nudos. Turnball se dio cuenta.

—No te molestes, querida. Llevo siglos enteros atando a gente, es una de las primeras técnicas que aprendes cuando eres un fugitivo. Ah, y felicidades, por cierto. Una chica en un ejercicio de iniciación. Me juego lo que quieras a que a mi hermanito no le hace un pelo de enano de gracia. Siempre ha sido un poquitín machista.

—Sí —dijo Holly—. Usted, en cambio, es un auténtico caballero.

Touché —repuso Turnball, como solía decir en Francia.

El rostro de Camorra había perdido la tonalidad verdusca.

—Sea cual sea su plan, no espere que yo le ayude.

Turnball se colocó delante de Holly, y le levantó la barbilla con una uña curva.

—No espero ayuda de usted, capitán Kelp, espero ayuda de la elfa guapita. Lo único que espero de usted es oír unos cuantos gritos suyos antes de morir.

Turnball tenía dos cómplices: un enano huraño y un duendecillo terrestre. El hermano del comandante Remo los llamó para hacer las presentaciones de rigor.

El enano se llamaba Bobb y llevaba un sombrero de ala ancha para que no le diese el sol en su delicado cutis de enano.

—Bobb es el mejor ladrón del gremio después de Mantillo Mandíbulas —explicó Turnball mientras rodeaba los enormes hombros del enano rechoncho—. Pero a diferencia del astuto Mandíbulas, no sabe idear bien sus planes. Bobb cometió el mayor error de su vida cuando se le ocurrió excavar en pleno centro social durante un acto para recaudar fondos para la policía. Lleva escondiéndose en la superficie desde entonces. Hacemos un buen equipo: yo me encargo del plan y él roba. —Se volvió hacia el duendecillo, haciéndolo girar sobre sus talones. Donde debían estar las alas del duendecillo, solo había dos bultos protuberantes de tejido cicatrizado.

—Este de aquí, Unix, tuvo una pelea con un trol y perdió. Estaba clínicamente muerto cuando lo encontré. Le di la última inyección de magia que tenía para traerlo de vuelta a la vida, pero hasta el día de hoy todavía no sé si me quiere o me odia por ello. Sin embargo, es muy leal. Este duendecillo sería capaz de meterse en el mismísimo núcleo de la Tierra por mí.

Las facciones verdosas del duendecillo eran impasibles, y tenía los ojos tan vacíos como dos disquetes borrados. Aquellos dos seres mágicos eran los que habían tendido la trampa a Camorra y a Holly en la playa.

Turnball arrancó la placa de identidad de Holly de su solapa.

—Bueno, este es el plan. Vamos a utilizar a la cabo Canija para atraer a Julius. Si intentas avisarlo, entonces el capitán morirá en medio de terribles dolores. Llevo una araña Tuneladora Azul en la bolsa que le destrozará las entrañas en cuestión de segundos. Y después de entrar en una vivienda humana, no le quedará ni una gota de magia para paliar el dolor. Por tu parte, lo único que tienes que hacer es sentarte en un claro y esperar a que Julius venga por ti. Cuando lo haga, nosotros lo atrapamos, así de sencillo. Unix y Bobb te acompañarán. Yo esperaré aquí el feliz momento en que Julius aparezca a rastras por esa puerta.

Unix cortó algunas de las ataduras e hizo levantarse a Holly de la silla. Luego la sacó a empujones por la puerta gigantesca y la obligó a salir bajo el sol de la mañana. Holly inspiró con fuerza, el aire era muy dulce, pero no era el momento más propicio para detenerse a disfrutar de él.

—¿Por qué no sales corriendo, agente? —insinuó Unix, con una voz que alternaba los tonos agudos con los más graves, como si la tuviera rota—. Corre y ya verás qué pasa.

—Eso, eso —la instigó Bobb—, corre a ver qué pasa.

A Holly no le costaba imaginarse qué pasaría: le dispararían otra vez con el láser, en el trasero esta vez. No, no echaría a correr, Todavía no. Lo que tenía que hacer era pensar en algún plan.

Arrastraron y empujaron a Holly a través de dos parcelas de terreno que ascendían en suave pendiente hacia el sur, hacia los acantilados La hierba era escasa y agreste, como trozos de barba sin rasurar después de un afeitado. Unas bandadas de gaviotas, golondrinas de mar y cormoranes aparecieron por el horizonte del acantilado como si fueran aviones de combate alcanzando una altitud de crucero. Después de dejar atrás un espeso matorral lleno de flora silvestre, Bobb se detuvo junto a un peñasco bajo que sobresalía del suelo. Justo lo bastante grande para que un duende pudiese protegerse de un ataque sorpresa por el este.

—Al suelo —ordenó, obligando a Holly a ponerse de rodillas.

Una vez que la elfa se hubo arrodillado, Unix le puso un grillete en la pierna y clavó el otro extremo en el suelo con un martillo.

—Así no podrás escaparte —le explicó sonriendo—. Si te vemos toqueteando esa cadena, te dejaremos fuera de combate durante un buen rato. —Dio unas palmaditas en el dispositivo de alcance del rifle que llevaba colgando, cruzado en el pecho—. Te estaremos vigilando.

Los granujas mágicos volvieron sobre sus pasos a campo traviesa y se agazaparon en dos huecos. Extrajeron unas capas de tela de camuflaje de sus paquetes y se envolvieron en ellas. En cuestión de segundos, lo único visible eran un par de cañones redondos de sendas armas de fuego que asomaban por debajo de las capas.

Era un plan muy sencillo pero extremadamente ingenioso: si el comandante encontraba a Holly, parecería como si esta estuviese preparándose para tenderle una emboscada. Solo que no sería demasiado buena. En cuanto apareciese, Unix y Bobb abrirían fuego sobre él con sus rifles.

Tenía que haber algún modo de avisar al comandante sin poner en peligro a Camorra. Holly trató por todos los medios de que se le ocurriera alguna idea. «Usa todo lo que te proporcione la naturaleza». La naturaleza le proporcionaba muchísimas cosas, pero por desgracia no podía alcanzar físicamente ninguna de ellas.

Si lo intentaba siquiera, Bobb y Unix la dejarían sin sentido con una descarga de baja intensidad sin tener que alterar la estructura básica de su plan. Tampoco llevaba nada encima que le pudiese resultar útil, puesto que Unix la había cacheado de pies a cabeza y le había confiscado hasta el dígiboli que llevaba en el bolsillo por si lo usaba como arma. Lo único que los delincuentes habían pasado por alto era el ordenador extraplano que llevaba en la muñeca, que estaba fundido de todos modos.

Holly escondió el brazo por detrás de la roca y retiró la tira de velcro que protegía su ordenador de los elementos. Dio la vuelta al minúsculo aparato: por lo visto, el hidrogel había penetrado en el interior del cierre hermético y había fundido los circuitos eléctricos.

Deslizó la tapa de la batería y comprobó la placa base del interior. Había una gota diminuta de gel en la placa, extendiéndose por varios interruptores, estableciendo conexiones donde no debería haber ninguna. Holly arrancó una brizna de hierba y la usó para recoger la gota.

En menos de un minuto, el resto de la capa de gel se había evaporado y el minúsculo ordenador se puso en funcionamiento con un zumbido. Holly apagó rápidamente el panel luminoso del pecho por si Bobb o Unix veían el parpadeo del cursor.

Así que ahora disponía de un ordenador. Si tuviera su casco, podría enviarle un e-mail al comandante, pero, dadas las circunstancias, lo único que podía hacer era activar un texto para que apareciese en el panel de su pecho.