CAPÍTULO II

ALGO HUELE MAL

BULEVAR DE LOS REYES. CIUDAD REFUGIO. LOS ELEMENTOS DEL SUBSUELO. UNA SEMANA MÁS TARDE…

LA CABO Holly Canija estaba dirigiendo el tráfico en el Bulevar de los Reyes; se suponía que los agentes de la Policía de los Elementos del Subsuelo patrullaban en parejas, pero había un partido de la liga de baloncruje al otro lado del río, por lo que su compañero se encontraba patrullando las inmediaciones del Estadio de Westside.

Holly se paseaba arriba y abajo por el Bulevar, resplandeciente con su traje de tráfico computarizado. El traje era prácticamente una señal de tráfico andante con capacidad para mostrar todas las indicaciones habituales además de ocho líneas de texto en el luminoso del pecho de la agente. El traje también iba codificado con su voz, por lo que cuando Holly ordenaba a un conductor que parase, la orden aparecía en luces amarillas en su pecho al mismo tiempo.

El hecho de ser una señal de tráfico andante no era a lo que Holly había aspirado al ingresar en la Academia de la Policía de los Elementos del Subsuelo, pero todos los cabos tenían que hacer sus pinitos en tráfico antes de poder acceder a una especialización. Holly llevaba en las calles más de seis meses, y a veces tenía la sensación de que nunca le iba a llegar su oportunidad en Reconocimiento. Si los mandamases le daban una oportunidad y conseguía aprobar el ejercicio de iniciación, se convertiría nada más y nada menos que en la primera agente femenina de Reconocimiento, cosa que no solo no amedrentaba a Holly Canija sino que, en realidad, estimulaba aún más su naturaleza testaruda. No solo aprobaría con nota la iniciación: tenía intención de batir el récord de puntuación establecido por el capitán Camorra Kelp.

El Bulevar estaba tranquilo aquella tarde, pues todo el mundo estaba en Westside degustando unas verduritas fritas y unas hamburguesas de champiñones. Todo el mundo excepto ella, unos cuantos funcionarios y el dueño de una caravana-lanzadera que estaba aparcada ilegalmente en la zona de carga de un restaurante.

Holly escaneó el código de barras de la caravana de color púrpura pasando el sensor de su guante por la matrícula del parachoques. Unos segundos más tarde, el servidor central de la PES envió el expediente del vehículo al casco de la agente: pertenecía a un tal señor E. Phyber, un duendecillo con un largo historial de infracciones de tráfico.

Holly arrancó una tira de velcro que tapaba la pantalla del ordenador que llevaba en la muñeca, abrió el programa de multas de aparcamiento y envió una a la cuenta del señor Phyber. El hecho de que ponerle una multa a alguien le produjese aquel sentimiento de satisfacción le decía a Holly que había llegado el momento de irse de tráfico.

De pronto, algo se movió en el interior de la caravana, algo de gran tamaño. Todo el vehículo se estremeció sobre sus ejes.

Holly dio unos golpecitos en las ventanas tintadas.

—Salga del vehículo, señor Phyber.

No hubo respuesta del interior de la caravana, solo unas sacudidas aún más violentas: había algo allí dentro, algo de un tamaño mucho mayor que el de un duendecillo.

—Señor Phyber, abra la puerta o entraré a efectuar un registro.

Holly trató de mirar por los vidrios tintados, pero fue en vano: su casco no contaba con los filtros necesarios para penetrarlo. Era como si hubiese alguna clase de animal encerrado allí dentro. Aquel era un delito muy grave; el transporte de animales en un vehículo privado estaba estrictamente prohibido, por no hablar de lo cruel que era. Puede que las Criaturas se comiesen a determinados animales, pero desde luego, lo que no hacían era retenerlos como mascotas. Si aquella persona estaba haciendo contrabando de animales o algo así, era muy posible que los estuviese comprando directamente de la superficie.

Holly apoyó las manos en el lateral del vehículo y empezó a empujar con todas sus fuerzas. Inmediatamente, la caravana se puso a vibrar y a dar sacudidas, y estuvo a punto de caer de lado.

Holly retrocedió un paso. Iba a tener que intervenir.

Había un duendecillo flotando en el aire junto a ella. Los duendecillos se ponían a flotar cuando estaban nerviosos.

—¿Es suyo este vehículo, señor?

El duendecillo empezó a batir las alas aún más vigorosamente y se elevó en el aire a otros quince centímetros más del suelo.

—Sí, agente. Me llamo Eloe Phyber y soy el propietario oficial.

Holly se levantó la visera.

—Por favor, aterrice, señor. El vuelo está restringido en el Bulevar. Hay señales que lo indican.

Phyber se posó con suavidad en el suelo.

—Pues claro, agente. Perdóneme.

Holly escrutó el rostro de Phyber en busca de indicios de culpabilidad. La piel verde pálido del duendecillo estaba empapada en sudor.

—¿Le preocupa algo, señor Phyber?

Phyber esbozó una sonrisa desvaída.

—No. ¿Preocupado yo? No. Es que tengo un poco de prisa, eso es todo. La vida moderna, ya sabe, siempre con prisas a todas partes.

La caravana se estremeció de nuevo sobre sus ejes.

—Hummm… ¿Algún problema, agente?

—¿Qué tiene ahí dentro? —indagó Holly.

La sonrisa de Phyber se le quedó paralizada en los labios.

—Nada, unos paquetes de maderas para estantes. Debe de haberse caído alguno de los paquetes.

Mentía, Holly estaba segura de ello.

—Ah, ¿de verdad? Pues debe de tener un montón de paquetes, porque es el quinto que oigo caerse. Abra la puerta, por favor.

Las alas del duendecillo empezaron a agitarse.

—Me parece que no tengo por qué hacerlo. ¿No necesita una orden?

—No, necesito un motivo justificado, y tengo razones para creer que usted transporta animales de forma ilegal.

—¿Animales? ¡Qué tontería! Además, no puedo abrir la caravana. Me parece que he perdido el chip.

Holly extrajo una Omniherramienta del cinturón y apoyó el sensor en la puerta trasera del vehículo.

—Muy bien. Que conste que voy a abrir este vehículo para investigar la posible presencia de animales.

—¿No deberíamos esperar a un abogado?

—No, los animales podrían morir de viejos.

Phyber retrocedió un metro.

—Yo no lo haría, en serio.

—No, estoy segura de que no lo haría.

La Omniherramienta emitió un pitido y la puerta trasera se abrió. Holly se vio frente a un enorme cubo bamboleante de gelatina anaranjada: era hidrogel, una sustancia empleada para transportar animales marinos heridos de forma segura. Los bichos podían respirar y así se ahorraban los traqueteos del viaje. Un banco de caballa estaba intentando nadar en el interior forrado de la caravana. No había duda de que su destino era un restaurante ilegal de pescado.

El gel habría logrado conservar su forma si el banco de peces no hubiese decidido ir hacia la luz: su esfuerzo conjunto arrastró el cuboide de gel fuera de la caravana y lo dejó suspendido en el aire, por lo que la gravedad se impuso y la masa viscosa explotó justo encima de Holly. La agente quedó sumergida de inmediato en un maremoto de gel con olor a pescado y en un verdadero mar de peces. El gel encontró agujeros en su uniforme que ni ella sabía que tenía.

D’Arvit! —maldijo Holly, cayendo de culo. Por desgracia, aquel fue el momento en que su traje sufrió un cortocircuito y en que recibió una llamada de la Jefatura de Policía informándola de que el comandante Julius Remo quería verla de inmediato.

JEFATURA DE POLICÍA. LOS ELEMENTOS DEL SUBSUELO

Holly dejó a Phyber en el mostrador de la entrada y luego atravesó el patio a todo correr en dirección al despacho de Julius Remo. Si el comandante de Reconocimiento de la PES quería verla, no tenía ninguna intención de hacerlo esperar, porque podría tratarse de su ejercicio de iniciación… ¡por fin!

Había más gente reunida en el despacho, Holly veía varias cabezas moviéndose al otro lado del cristal esmerilado.

—La cabo Canija viene a ver al comandante Remo —dijo casi sin resuello a la secretaria.

La secretaria, que era una elfa de mediana edad con una escandalosa permanente rosa, levantó la vista un momento y a continuación, interrumpió por completo el trabajo que estaba haciendo para dedicar a Holly toda su atención.

—¿Quieres entrar a ver al comandante con esa pinta?

Holly se sacudió con la mano unos cuantos pegotes de gel del traje.

—Sí, solo es gel. Estaba de servicio. El comandante lo entenderá.

—¿Estás segura?

—Completamente. No puedo perderme esta reunión.

La sonrisa de la secretaria se tiñó con una mueca de repugnancia.

—Muy bien, en ese caso, adelante.

Cualquier otro día, Holly habría adivinado que pasaba algo malo, pero justo ese día, se le pasó. Y eso mismo hizo ella, pasar al interior del despacho de Julius Remo, sin pensárselo dos veces.

Había dos personas en el despacho delante de ella, el propio Julius Remo, un elfo de amplios pectorales con el pelo cortado al rape y un habano de hongos empotrado en la comisura de su boca. Holly también reconoció al capitán Camorra Kelp, una de las estrellas de Reconocimiento, toda una leyenda en las comisarías de policía con más de una docena de reconocimientos con éxito bajo su cinturón en menos de un año.

Remo se quedó paralizado, mirando a Holly con ojos desorbitados.

—¿Sí? ¿Qué pasa, fontanero? ¿Alguna emergencia de lampistería o algo así?

—N… no… —tartamudeó Holly—. La cabo Holly Canija, presentándose en su despacho tal como había ordenado, señor.

Remo se levantó, unas manchas rojas le teñían las mejillas. El comandante no era un elfo feliz.

—Canija. ¿Así que eres una elfa?

—Sí, señor, ¿cómo lo ha adivinado?

A Remo no le gustaban las ironías.

—No estoy de humor, Canija, guárdate las gracias para otra ocasión.

—Sí, señor. Nada de chistes. —Así me gusta. Había supuesto que eras un elfo por tu puntuación en las pruebas para piloto. Ninguna agente femenina había obtenido esa puntuación hasta ahora.

—Eso tenía entendido, señor.

El comandante se sentó al borde de su mesa.

—Eres la octagésima fémina en haber llegado hasta la prueba del ejercicio de iniciación, pero hasta ahora, ninguna la ha superado. La oficina para la igualdad de género está que trina acusándonos de sexistas, así que me voy a encargar de tu iniciación personalmente.

Holly tragó saliva.

—¿Personalmente, señor?

Remo sonrió.

—Así es, cabo. Solos tú y yo en una pequeña excursión. ¿Qué te parece eso?

—Estupendo, señor. Todo un privilegio.

—Buena chica. Me gusta esa actitud. —Remo olisqueó el aire—. ¿Qué olor es ese?

—Es que estaba de servicio en Tráfico, señor. He tenido un altercado con un contrabandista de pescado.

Remo volvió a olisquear el aire.

—Ya me parecía a mí que olía a pescado. Pero llevas el uniforme de color naranja.

Holly se quitó un cacho de gel del brazo.

—Es hidrogel, señor. El contrabandista lo usaba para transportar el pescado.

Remo se levantó de la mesa.

—¿Sabes a qué se dedican los agentes de Reconocimiento, Canija?

—Sí, señor. Los agentes de Reconocimiento persiguen a los duendes fugitivos y bribones hasta la superficie, señor.

—La superficie, Canija. Donde viven los humanos. Tenemos que pasar desapercibidos, mezclarnos entre ellos. ¿Crees que puedes hacer eso?

—Sí, comandante, creo que puedo.

De un escupitajo, Remo tiró su habano a la papelera de reciclaje.

—Me gustaría poder creerlo, y a lo mejor me lo creería, si no fuese por eso de ahí.

—Remo señaló con el dedo al pecho de Holly.

Holly bajó la cabeza; el comandante no podía estar enfadado por unos cuantos manchurrones de gel y el olor a pescado.

No se había enfadado por eso.

La pantalla de texto de su pecho mostraba una palabra en letras mayúsculas; era la misma palabra que había pronunciado justo cuando el hidrogel le había congelado la pantalla de texto.

D’Arvit —masculló Holly entre dientes, palabra que, casualmente, era la misma que llevaba congelada en el pecho.

E1

El trío se dirigió directamente al E1, el conducto de lanzamiento a presión que iba a parar a Tara, en Irlanda. No se avisaba a los cabos con ningún tiempo de antelación, puesto que no lo tendrían si llegaban a graduarse en Reconocimiento. Los duendes delincuentes no escapaban a la superficie en un momento acordado de antemano con la policía, sino que se largaban cuando les daba la gana, cuando les convenía, y hasta el último agente de Reconocimiento debía estar listo para perseguirlos en cualquier momento.

Se subieron a bordo de una lanzadera de la PES para remontar el conducto hasta la superficie. A Holly no le habían dado ninguna arma y le habían confiscado el casco.

También le habían absorbido toda la magia clavándole un pinchazo en el pulgar. Le dejaron allí la aguja hasta que gastaron la última gota de magia para curarle la herida.

El capitán Camorra Kelp le explicó la lógica mientras utilizaba su propia magia para sellarle la diminuta herida.

—A veces te quedas atrapado en la superficie sin ayuda de nada: ni armas, ni equipo de comunicaciones, ni magia. Y todavía tienes que seguir a un fugitivo, que probablemente está tratando de localizarte a ti. Si no puedes conseguirlo, entonces puedes irte despidiendo de Reconocimiento.

Holly esperaba que fuese así; todos habían oído las batallitas de los veteranos acerca de las pruebas de iniciación. Se preguntaba a qué clase de prueba la someterían y qué era lo que tendría que localizar.

A través de las ventanillas de la lanzadera, observó cómo las paredes del conducto pasaban a toda velocidad. Los conductos eran enormes respiraderos de magma subterráneo que subían en columnas en espiral desde el núcleo de la Tierra hasta la superficie. Las Criaturas mágicas habían excavado varios de estos túneles por todo el mundo y construido terminales de lanzamiento en ambos extremos. A medida que la tecnología humana se iba haciendo más sofisticada, muchas de esas estaciones debían ser destruidas o abandonadas.

Si los Fangosos descubrían una terminal mágica algún día, dispondrían de una línea de acceso directo a Refugio.

En situaciones de emergencia, los agentes de Reconocimiento remontaban las corrientes de magma que recorrían dichos túneles a bordo de naves de titanio. Era la forma más rápida de cubrir los ocho mil kilómetros que los separaban de la superficie. Aquel día viajaban en grupo en una lanzadera de la PES a la velocidad relativamente lenta de mil doscientos kilómetros por hora. Remo activó el piloto automático y volvió para dar instrucciones a Holly.

—Nos dirigimos a las islas Tern —explicó el comandante Remo mientras desplegaba un mapa holográfico encima de la mesa de reuniones—, un pequeño archipiélago en la costa Este de Irlanda. Para ser más exactos, nos dirigimos a Tern Mór, la isla principal. Solo tiene un habitante, Kieran Ross, un ecologista. Ross viaja a Dublín una vez al mes para presentar su informe al Departamento de Medio Ambiente. Por lo general, se aloja en el Hotel Morrison y asiste a una función en el teatro Abbey. Nuestros técnicos han confirmado que ya se ha registrado en el hotel, así que disponemos de un margen de treinta y seis horas.

Holly asintió con la cabeza, pues lo último que necesitaban era tener a un humano merodeando por ahí y que les interrumpiese en pleno ejercicio. Las pruebas realistas estaban muy bien, pero no a costa de poner en peligro a toda la raza mágica.

Remo se metió en el holograma y señaló un punto del mapa.

—Aterrizaremos aquí, en la bahía de las Focas. La lanzadera os dejará a ti y al capitán Kelp en la playa, y a mí me dejará en otro sitio. Después, es todo muy sencillo: tú me persigues a mí y yo te doy caza a ti. El capitán Kelp grabará todos tus movimientos para la evaluación. Una vez terminado el ejercicio, evaluaré tu disco y veré si tienes lo que hay que tener para entrar a formar parte de Reconocimiento. Se suelen disparar balas de fogueo a los iniciados media docena de veces en el transcurso del ejercicio, así que no te preocupes si te pasa eso; lo que de verdad importa es lo difícil que me lo pongas a mí.

Remo cogió una pistola de paintball de un estante de la pared y se la dio a Holly.

—Por supuesto, siempre hay un modo de saltarte la evaluación e ingresar directamente en Reconocimiento: si me disparas a mí antes de que yo te dispare a ti. Si lo consigues, entras automáticamente. Sin preguntas. Pero no te hagas demasiadas ilusiones, porque te llevo una ventaja de varios siglos de experiencia en la superficie, voy provisto de magia hasta las cejas y tengo una lanzadera cargadita de armas a mi entera disposición.

Holly se alegró de estar ya sentada. Había pasado cientos de horas en los simuladores, pero solo había llegado a visitar la superficie en dos ocasiones. Una vez en una excursión del colegio a las selvas tropicales de América del Sur y otra vez de vacaciones familiares en Stonehenge. Su tercera visita iba a ser un poco más emocionante.