CAPÍTULO I

Y VINO UNA ARAÑA

PUERTO DE SYDNEY, AUSTRALIA

LO MALO del dolor, teniente Everdín —dijo el viejo elfo, al tiempo que depositaba una pequeña caja de madera encima de la mesa—, es que duele.

Everdín no estaba para chistes, todavía estaba demasiado grogui.

Sea lo que fuese lo que el desconocido había puesto en el dardo, estaba tardando lo suyo en abandonar su organismo.

—¿Qué es lo que…? ¿Por qué estoy…? —No conseguía articular las frases enteras.

No había manera de que su aturullado cerebro formase una frase coherente.

—Chissst, teniente, procura no hablar —le aconsejó su captor—. No luches contra el suero, solo conseguirás que te siente mal.

—¿El suero? —acertó a decir el teniente, con la respiración entrecortada.

—Un mejunje que he inventado yo mismo. Como ya no me queda magia, he tenido que recurrir a las bondades de la naturaleza: este brebaje en concreto está elaborado con flor de ping-ping molida y veneno de cobra a partes iguales. En pequeñas dosis no es letal, pero sí es un sedante muy eficaz.

En esos momentos, el miedo empezó a abrirse camino entre la sensación de aturdimiento del agente de la PES, perforándola como si fuera un hierro candente abriéndose paso entre la nieve.

—¿Quién eres tú?

Una mueca contrariada, como la de un niño, torció el gesto envejecido del desconocido.

—Puedes llamarme capitán. ¿No te acuerdas de mí, teniente? ¿No me habías visto antes? Haz memoria y recuerda tus primeros años en la PES. Hace siglos de eso, ya lo sé, pero inténtalo. Las Criaturas creen que pueden olvidarse de mí, pero la verdad es que nunca ando demasiado lejos, no del todo.

El teniente quería responder que sí, que lo conocía, pero algo en su interior le decía que mentir sería aún más peligroso que decir la verdad, y la verdad era que no recordaba haber visto a aquel viejo elfo en toda su vida. No hasta ese día, cuando lo había agredido en los muelles. Everdín había seguido la señal de un gnomo fugitivo hasta aquel cobertizo cuando, de repente, el viejo elfo había salido de la nada, le había disparado con una pistola anestesiante y le había dicho que lo llamase capitán. Y ahora estaba atado a una silla, escuchando un sermón sobre el dolor.

El viejo elfo accionó dos cierres de latón de la caja y levantó la tapa con aire reverencial. El teniente Everdín vio de reojo un forro de terciopelo, de color rojo sangre.

—Y ahora, amigo mío, necesito información; información que solo un teniente de la PES puede saber.

—El capitán sacó una bolsa de piel del interior del maletín. Había una especie de cajita dentro de la bolsa, cuyos bordes se percibían a través de la piel.

Everdín respondió entre jadeos.

—No pienso decirle nada.

El viejo elfo deshizo con una sola mano el nudo que cerraba la bolsa de piel. La cajita emitía un brillo deslumbrante desde el interior de la bolsa, proyectando una luz enfermiza sobre la palidez del viejo elfo. Las arrugas del contorno de sus ojos se sumieron en una oscura sombra, mientras los ojos adquirían una expresión febril.

—Y ahora, teniente, ha llegado el momento de la verdad: la hora del interrogatorio.

—Cierre ya esa bolsa, capitán —dijo el teniente Everdín, con un envalentonamiento que no sentía en realidad—. Soy un miembro de la PES, no puede hacerme daño y esperar salir impune.

El capitán lanzó un suspiro.

—No puedo cerrar la bolsa. Lo que hay dentro se muere de ganas de salir, de ser liberado y cumplir con su misión. Y no creo que vaya a venir nadie a rescatarte, teniente.

He manipulado un poco tu casco y he enviado un mensaje de error. Los de la Jefatura de Policía creen que se te ha estropeado el sistema de comunicación. Pasarán varias horas antes de que empiecen a preocuparse.

El viejo elfo extrajo un objeto de acero de la bolsa de piel. El objeto era una jaula metálica y en su interior había una araña plateada y diminuta con unas patas tan afiladas que los extremos parecían invisibles. Sostuvo la jaula en el aire, delante de la cara de Everdín: en su interior, la araña extendía las patas con movimiento frenético a escasos centímetros de la nariz del teniente.

—Tan afiladas que cortan el aire —afirmó el capitán, y lo cierto es que las patas parecían dejar surcos fugaces a su paso.

El simple hecho de haber sacado la araña hizo que el viejo elfo pareciese otra persona: ahora tenía poder y parecía más alto. Unos puntos rojos gemelos le chispeaban en los ojos, a pesar de que no había ningún tipo de iluminación en el cobertizo. Los volantes de un uniforme de la PES pasado de moda asomaban por debajo de su abrigo.

—Y ahora, mi joven elfo, solo te lo diré una vez: respóndeme de inmediato o caerá sobre ti todo el peso de mi ira.

El teniente Everdín empezó a tiritar de frío y miedo, pero mantuvo la boca bien cerrada.

El capitán acarició el mentón del teniente con su jaula.

—Bueno, ahí va mi pregunta: ¿dónde va a ser el próximo punto de iniciación de Reconocimiento del comandante en jefe Remo?

El teniente parpadeó para sacudirse las gotas de sudor de los ojos.

—¿El punto de iniciación? La verdad, capitán, no tengo ni idea. Soy nuevo en el escuadrón.

El capitán acercó la jaula aún más a la cara de Everdín. La araña plateada embistió hacia delante e hincó la pata en la mejilla del teniente.

—¡El punto de Julius! —bramó el capitán—. ¡Dímelo ahora mismo!

—No —repuso el teniente, haciendo rechinar los dientes—. No le diré nada.

La voz del capitán se transformó en un chirrido enloquecido.

—¿No ves cómo vivo? En el mundo de los humanos, me hago viejo.

El pobre teniente Everdín se armó de valor para hacer frente a la muerte: aquella misión había sido una trampa.

—¡Julius me echó de Refugio! —empezó a despotricar el capitán—. Me expulsó como si fuese un vulgar traidor. Me desterró a esta cloaca asquerosa del mundo humano, pero cuando traiga al próximo cabo para su ejercicio de iniciación, yo lo estaré esperando aquí… junto a otros viejos amigos. Si no podemos ir a Refugio, al menos sí podremos cobrarnos nuestra venganza.

El capitán interrumpió su perorata; ya había hablado más de la cuenta y el tiempo no jugaba en su favor. Debía acabar con aquello.

—Has venido hasta aquí en busca de un gnomo fugitivo. Bien, pues no había tal gnomo: hemos manipulado las imágenes del satélite para atrapar a un agente de la PES. He esperado nada menos que dos años para que Julius enviase a un teniente. —Tenía su lógica, pues solo un teniente conocía la ubicación de los ejercicios de iniciación de la PES—. Y ahora que te tengo en mis garras, vas a decirme lo que quiero saber.

El viejo elfo tapó la nariz al teniente Everdín para obligarlo a respirar por la boca.

En un visto y no visto, el capitán metió la jaula metálica entre los dientes de Everdín y abrió la puerta. La araña plateada bajó por el gaznate del joven elfo en un abrir y cerrar de ojos.

El capitán tiró la jaula al suelo.

—Ahora, teniente —dijo—, eres hombre muerto.

Everdín empezó a sufrir espasmos cuando las patas de la araña plateada empezaron a dar zarpazos en las paredes del interior de su estómago.

—Eso hace mucho daño, porque las heridas internas siempre son las que más duelen —le explicó el viejo elfo—, pero tu magia te curará las heridas durante un rato. Sin embargo, dentro de unos minutos se agotarán tus poderes y entonces mi amiguita trepará para salir de ahí.

Everdín sabía que era verdad. La araña era una Tuneladora Azul: el insecto utilizaba sus patas como dientes que trituraban la carne entre las encías antes de engullirla. Su método favorito de destrucción era desde el interior, un nido de aquellos pequeños monstruos era capaz de destrozar a un trol, y con una de ellas bastaba para matar a un elfo.

—Puedo ayudarte —dijo el capitán— si tú me ayudas a mí.

Everdín lanzó un alarido de dolor. Cada vez que la araña le clavaba las patas, la magia sanaba la herida, pero el proceso de curación ya empezaba a ir más lento.

—No, no me va a sacar nada.

—Está bien, morirás y yo interrogaré al próximo agente que envíen. Aunque, claro, puede que él también se niegue a cooperar. Bueno, da lo mismo, tengo un montón de arañas.

Everdín trató de concentrarse, tenía que salir de allí con vida para advertir al comandante. Y solo había una manera de lograrlo.

—De acuerdo. Mate a la araña.

El capitán sujetó a Everdín de la barbilla.

—Primero, mi respuesta: ¿dónde será la próxima iniciación? Y no me mientas, porque lo sabré.

—Las islas Tern —contestó el teniente, entre gemidos.

La cara del viejo elfo se iluminó con una expresión desquiciada de triunfo.

—Sé dónde están. ¿Cuándo?

Everdín musitó las palabras en voz baja, azorado.

—Dentro de una semana.

El capitán dio unas palmaditas en el hombro a su prisionero.

—Buen chico, has tomado una sabia decisión. Seguro que lo has hecho con la esperanza de sobrevivir a este tormento y advertir a mi hermano.

Una sensación de alarma sobresalió entre las punzadas de dolor de Everdín. ¿Su hermano? ¿Aquel era el hermano del comandante Remo? Conocía la historia, todo el mundo la conocía.

El capitán sonrió.

—Ahora ya sabes mi secreto. Soy el deshonroso capitán Turnball Remo. Julius dio caza a su propio hermano y ahora yo voy a darle caza a él.

Everdín se estremecía de dolor mientras se le abrían decenas de desgarros en el estómago.

—Mate al insecto —le suplicó.

Turnball Remo extrajo un pequeño frasco de su bolsillo.

—De acuerdo, muy bien. Pero no creas que vas a advertir a nadie: había una sustancia amnésica en el dardo que te lancé, por lo que dentro de cinco minutos todo este episodio solo será un sueño flotando en tu subconsciente.

El capitán Remo abrió el frasco y Everdín sintió un gran alivio al aspirar el intenso aroma a café fuerte. La Tuneladora Azul era una alimaña hiperactiva y perfectamente previsible con un corazón muy delicado: cuando el café penetrase en su torrente sanguíneo, le desencadenaría un ataque mortal al corazón.

Turnball Remo vertió el líquido humeante por la garganta de Everdín, quien dio una arcada pero se lo tragó entero. Al cabo de unos segundos, la araña empezó a retorcerse en su estómago y, acto seguido, la actividad frenética cesó de repente.

Everdín lanzó un suspiro de alivio, cerró los ojos y luego concentró sus pensamientos en lo que acababa de pasar.

—Sí, muy bien —dijo el capitán Remo, chasqueando la lengua—. Estás intentando fijar tus recuerdos para poder recuperarlos luego bajo hipnosis. Yo que tú no me molestaría, lo que te di no era una sustancia reglamentaria, digamos, así que la verdad es que tendrás suerte si todavía te acuerdas del color del cielo.

Everdín bajó la cabeza con aire derrotado. Había traicionado a su comandante, y todo para nada: al cabo de una semana exacta, Julius Remo se metería derechito en una trampa en las islas Tern, un lugar secreto que él mismo había revelado.

Turnball se ajustó el abrigo, ocultando así el uniforme que llevaba debajo.

—Adiós, teniente. Y gracias por tu ayuda. A lo mejor te cuesta un poquito Concentrarte los próximos minutos, pero para cuando recuperes el buen ritmo, esas cuerdas ya se habrán disuelto solas.

El capitán Remo abrió la puerta del cobertizo y salió al relente bajo el cielo nocturno. Everdín lo vio marcharse y al cabo de solo un minuto ya no habría podido jurar que el capitán había estado allí alguna vez.