Casey se terminó otra taza de café, volvió a su habitación y regresó con la ropa de trabajo que nos habían dado los robots, un chándal cálido y cómodo de un material lustroso y de un color naranja brillante. Nosotros aún estábamos sentados a la mesa del desayuno.
—¿Creéis que estoy loco? —sonrió cuando Pepe levantó la vista—. Podría ser, pero voy a buscar a Mona.
Pepe le preguntó dónde.
—¿Dónde si no? —Se encogió de hombros—. Hacia el final pensó que estaba sobre la pista de algo más que esos rebeldes antimicrobots. No me dijo lo que era. Al principio tenía miedo, intentaba negarlo y no quería decirlo. Hacia el final parecía llenarla de esperanza.
—Casey, por favor. —Pepe, nervioso, levantó la mano—. No te estoy llamando loco pero todos hemos pasado por un infierno. Vamos a darnos un respiro y mirar las probabilidades.
—Si supiéramos las probabilidades…
—Sabemos lo suficiente. La Corona es demasiado grande. Un gran pajar. Estarás buscando una aguja que no reconocerías cuando la buscaras y dudo que esté allí. Es mejor que desayunes. Deja que los robots te froten un poco. Duerme esta noche, espera a que Mona vuelva en otro sueño, quizá tenga algo más que decir.
—Gracias, Pep. —Casey rodeó la mesa para estrecharle la mano—. Es verdad que no sé lo que estoy buscando pero ahora no puedo parar. Quizá Mona se equivocaba al temer a los microbots, quizá puedan ayudarnos. Nosotros llevamos los que cogimos en el planeta de Sagitario. Creo que los míos todavía están abriéndose camino por mi sistema.
—¿Ah, sí? —Pepe parpadeó alarmado—. ¿Haciendo qué?
—Creo que se me están metiendo en el cerebro.
—¿Volviéndote loco?
—¿Quién sabe si ya lo estoy? —Se encogió de hombros—. Pero han empezado a enseñarme cosas que no sabía. Mona hablaba el idioma de Sandor en el sueño, pero a pesar de eso la entendí. Espero que me ayude a encontrarla ahora.
Cuando se movió para irse, Pepe preguntó si podíamos ir con él.
—Vale. —Se encogió de hombros con una sonrisa irónica—. Si creéis que necesito niñera…
—Yo sí —asintió Pepe sombrío—. Si tus microbots se están despertando, tengo miedo de que te maten.
Esperó a que nos vistiéramos. Lo seguimos a través de los escombros cubiertos de vegetación de vuelta a la Corona. Los robots nos dejaron entrar. Lo seguimos todo el día, por pasillos interminables que se encendían cuando entrábamos e incontables salas vacías que me deprimían con el silencio de la muerte. De vez en cuando parábamos para ver cómo revivía un muro holográfico vacío, para preguntarle a un robot una respuesta que yo era incapaz de entender o para quedarnos esperando como si buscáramos una inspiración que nunca parecía llegar.
Sin embargo, él seguía adelante sin mirar nada más, al final a través de un laberinto desconcertante de oficinas que dijo que habían sido el complejo administrativo. Salimos por fin a un balcón que se asomaba a un pozo de oscuridad. Me aparté de una barandilla que parecía demasiado baja. Pepe contuvo el aliento y gritó en español con la voz un poco temblorosa.
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Nos quedamos esperando un buen rato en silencio antes de que el débil eco nos susurrara una respuesta. Su voz encendió estrellas por encima de nuestras cabezas. Tenues al principio, se iluminaron en constelaciones más brillantes que las que habíamos visto en el espacio. Revelaron un enorme hueco en el centro del edificio.
La inmensa curva de la pared estaba cubierta de balcones como el nuestro que se elevaban nivel tras nivel hacia la cúpula y bajaban nivel tras nivel por debajo de nosotros, tanto que me sujeté mareado a la barandilla. Al asomarme encontré un suelo circular, enorme y desnudo, rodeado de una fila tras otra de escritorios en una ladera que se elevaba hacia la pared.
—¡Qué grande! —murmuró asombrado Pepe en español—. ¡El consejo de las estrellas! Imagínate a los líderes de dos mil mundos aquí, con toda su ciencia y sabiduría, ¡debatiendo el futuro del universo!
—¿Sabiduría? —gruñó Casey—. No se enteraron de que estaban a punto de morir.
Se encogió de hombros y salimos tras él del balcón para volver al laberinto. Serio y decidido, miró los hologramas que hablaban en silencio si es que decían algo, interrogó a los robots en busca de respuestas que para mí no eran más que ruidos, se detuvo una y otra vez para escuchar una voz que nunca parecía oír. Agotados, nos paramos al fin para decir que ya estábamos hartos.
—Vamos a volver a casa a cenar —le dijo Pepe—. Si es que lo podemos llamar casa. Será mejor que vuelvas con nosotros.
Casey sacudió la cabeza con obstinación.
Comimos algo que a mí casi no me supo a nada, nuestros camareros robots de pie detrás de nosotros y la silla vacía de Casey enfrente. La pared holográfica brillaba con escenas que yo casi no veía, paisajes de otros mundos, lejanos y pasados. Me dormí antes de que entrara Casey. En el desayuno su silla volvía a estar vacía.
—Estuvo aquí —dijo Pepe—. Lo oí hablar con los robots pero acabo de mirar en su habitación y no está.
Anhelando distraernos de unos problemas demasiado grandes para que los resolviéramos, nos volvimos hacia la pared holográfica. La había llenado un extraño paisaje marino: una espuma amarilla se formaba en la costa de un interminable océano amarillo bajo un fantástico cielo amarillo. Unas criaturas enormes y bastante feas del color de la sangre salían arrastrándose de la espuma y subían una amplia playa de arena naranja.
—¿Eh?
Oí el grito sofocado de Pepe. La pared parpadeó. La playa y las criaturas desaparecieron y en su lugar vi el mundo que nos rodeaba y a Casey corriendo desesperado a través de los montículos de los perritos de las praderas. Con los ojos clavados en la deslizadora de Lo, no vio un agujero rodeado de tierra y metió el pie. Cayó de bruces, se levantó tambaleándose y siguió cojeando hasta que la pierna herida le falló. Llegó a gatas a la deslizadora. La puerta se abrió de golpe y él entró dando tumbos. Salió disparada.
—¡Caramba! —murmuró Pepe en español—. ¡Pobrecito, está loco!
El cielo del holograma se hizo otra vez amarillo. Los perritos de la pradera habían desaparecido. Una vez más aquella especie de grandes lagartos salieron reptando entre la espuma. Arrastraban unas largas colas de escamas de color rojo intenso, se tambaleaban con torpeza para incorporarse sobre unas patas traseras amplias y palmeadas. Uno a uno, inclinaron las cabezas de largas mandíbulas hacia un enorme globo negro, anadearon hasta ponerse en un círculo y caminaron arrastrando los pies a su alrededor.
Nos quedamos allí sentados durante mucho tiempo, encogidos de miedo, un miedo al que no queríamos enfrentarnos, contemplando lo que parecía una ceremonia de adoración. El robot le trajo a Pepe una pila de algo parecido a tortillas mejicanas que les había enseñado a hacer, con un cuenco de algo como frijoles aliñados con algo parecido a chili. Pepe le hizo un gesto al robot para que se fuera.
—Probablemente estén todavía vivos. Los exploradores nunca colonizaron mundos que tuvieran algún tipo de vida inteligente y las criaturas no tenían microbots que los mataran. Si los microbots pueden asesinar. No importa lo que nos pase a nosotros, la evolución todavía tiene una oportunidad.
Hicimos que los robots borraran aquel cielo amarillo para poder ver los escombros y la selva que nos rodeaba y el Kilimanjaro elevándose en el sur, los cúmulos se apilaban alrededor de las laderas más bajas bajo el doble cono coronado de nieve. Un pequeño perrito de la pradera hacía guardia en el montículo en el que había estado la deslizadora de Casey.
Por fin dejamos la mesa para ir a buscar en su habitación una nota de despedida o alguna pista de lo que lo había cambiado. No encontramos nada en absoluto. Pepe intentó interrogar a los robots, que no hacían más que repetir que estaban listos para servirnos pero que no habían sido programados para nada más.
Le dije a Pepe que iba fuera.
—¿Por qué? —Me miró con intención, como si quisiera valorar mi cordura—. Casey se ha ido, Dios sabe adónde.
Pero tenía que salir de la Corona. Era demasiado grande, estaba demasiado vacía, acosada por demasiadas incógnitas, demasiada muerte. Pepe debía de sentirse igual; salió conmigo y bajamos la avenida en ruinas para volver con los perritos de las praderas. Nos ladraron un saludo y se apresuraron a volver a sus guaridas. Nos sentamos en la mesa de jade y Pepe no dejó de echarle miradas a la deslizadora vacía en la que habían muerto Sandor, Lo y Mona.
—Podría pilotarla —suspiró y sacudió la cabeza—. ¿Pero adónde íbamos a ir?
Buscamos alternativas. Con la estación dormida no podíamos volver allí y él no estaba cualificado para el vuelo interestelar. ¿No podríamos escaparnos hacia algún planeta más cercano? ¿Quizá Marte?
—Tan muerto como la Tierra —Pepe sacudió la cabeza—. Sandor nos habló de un antiguo proyecto para terraformarlo guiando asteroides de hielo hacia las órbitas de colisión. Se renunció cuando las deslizadoras interestelares abrieron mundos mejores. Estamos aquí atrapados con los robots, siempre que sigan tolerándonos.
Con nada que hacer que mereciera la pena, nos quedamos allí sentados viendo como los perritos de las praderas nos espiaban desde sus pozos, se levantaban para ladrarnos y se escabullían a sus cosas. Pasó el mediodía. Sentía una punzada de hambre pero detestaba volver a la Corona, que parecía una tumba. Una conmoción envió a los animalitos a sus guaridas como rayos. Un sonido parecido a un trueno cercano bramó en el cielo del oeste.
—Casey. —Pepe hizo una mueca alicaída—. Pobrecito.
Lo encontramos a unos dos kilómetros por una avenida que bajaba hacia el Kilimanjaro. El impacto había provocado un pozo profundo al lado de la acera. En el fondo encontramos fragmentos retorcidos de la deslizadora y manchas rojas de la sangre de Casey.
—Los microbots de Sagitario. —De pie al borde del cráter, Pepe me miró fijamente y sacudió la cabeza—. Dijo que se le estaban metiendo en el cerebro. Supongo que al final lo consiguieron.
Volvimos a la Corona, trajimos palas de una exhibición sobre la historia de la minería y pasamos una larga tarde tirando tierra al cráter, para luego cubrir el montículo con rocas de los escombros. Quise encontrar algo para marcar la tumba. Pepe se encogió de hombros.
—¿Quién queda para leerlo?
Los robots guardias nos dejaron volver a entrar en la Corona. Nuestros sirvientes robots dispusieron una comida que apenas probamos. La pared holográfica volvía a estar viva, nos mostraba un tren de turistas que reptaba alrededor del monumento de Sandor y que estaba igual que cuando era nuevo, silbando al pasar al lado del Monumento a Washington. La Esfinge agazapada miraba fijamente al otro lado de la avenida, hacia la Acrópolis y la Gran Pirámide. Encontré el brillo de la réplica de nuestra estación en el borde de la réplica de Tycho y sentí una punzada de nostalgia por sus túneles conocidos y todo lo que habíamos perdido.
Pepe sacudió la cabeza dirigiéndose al robot que nos ofrecía unas copas de vino tinto brillante.
—Supongo que estamos aquí para pasar lo que nos quede de vida —dijo con tono apagado y se encogió de hombros—. Siempre que quieran cuidarnos.
Yo estaba medio dormido y me dolía todo del trabajo con las palas, pero no quería estar solo. Y Pepe tampoco. Cuando los robots nos volvieron a ofrecer vino me dejó convencerlo para que tomara otra copa. Nos quedamos allí sentados la mitad de la noche, bebiendo copa tras copa, a veces llorando de pena y nostalgia, contemplando los hologramas de la excavación realizada por Sandor en la base lunar y toda la historia humana que él había reunido a partir de lo que había descubierto allí.
—Quizá eso sea lo que pasó. Quizá no. —Pepe se encogió de hombros—. ¿Cómo hacerlo? —dijo en español—. ¿Quién queda vivo para distinguir lo que es real de lo que no lo es?
Vimos unos hombres simiescos que saltaban del bosque a la sabana cubierta de hierba, aprendían a caminar de pie y a llevar comida o armas en las manos. Vimos una mujer desnuda que huía corriendo de un río de lava ardiente, el pelo suelto al aire, con un palo humeante en la mano, la vimos arrodillada para apilar hojas secas y ramitas en el palo y soplarlo hasta que tuvo una hoguera. Vimos hombres desarrapados que trabajaban en cuevas a la luz de antorchas humeantes, pintaban en los muros de caliza imágenes de los animales que cazaban. Vimos hombres con cañas afiladas haciendo marcas en tablas de arcilla blanda. Vimos cadenas de hombres y mujeres que tiraban de largas cuerdas y arrastraban grandes piedras irregulares sobre troncos redondos para construir Stonehenge y piedras más lisas para construir las pirámides de Egipto. Vimos a Cristo en la cruz, a Mahoma montando un camello dirigiéndose a una mezquita y a Buda sonriendo.
Vimos hombres con hachas de piedra derribando árboles y quemando los corazones de los troncos secos para hacer canoas. Vimos hombres construyendo veleros, locomotoras y cohetes. Vimos cohetes que aterrizaban en la Luna, vimos al viejo Calvin DeFort construyendo la estación Tycho y las grandes excavadoras de Sandor sacándola de la ladera del cráter donde la había enterrado el impacto lunar.
Y por fin nos vimos a nosotros mismos, tal y como Sandor nos había restaurado. Unos robos incómodos y de caras rígidas sacaban a unos bebés dormidos del laboratorio de maternidad. Nos reconocimos en los pequeñines que aprendían a caminar, que se reían cuando dábamos grandes saltos hasta el techo del gimnasio y caíamos espatarrados en el suelo. Nos secamos las lágrimas cuando vimos a Tanya y Dian cuando eran apenas unas niñas, sentadas en las rodillas de Sandor y riéndose de las piruetas de una muñeca que les había regalado.
Vimos a nuestros hermanos clones volviendo a la Tierra a través de las eras, vimos nuestras propias estatuas de plata colosales erigidas en la avenida que llevaba al templo de la Luna en aquella ciudad perdida en la desembocadura del Nilo en el Mar Rojo. Vimos los árboles cantarines de Norteamérica, el ser de alas doradas que Casey rescató del globo caído, el arbolito al que llamó Leonardo. Vimos a Casey esclavizado, corriendo con una rikisha por las calles de la capital de Cachemira.
Al final, cuando la pared quedó vacía, Pepe me abrazó. Nos aferramos el uno al otro, llorando de soledad y pena hasta que por fin se apartó y le rogó a los robots que trajeran más vino. Pero en lugar de eso nos ayudaron a llegar a nuestras habitaciones. Dejé que me desnudaran y me metieran en la cama. Desperté tarde de un sueño en el que todavía estaba en la estación, enfadado con Arne por un movimiento ilegal que había hecho en una partida de ajedrez. Se me partía la cabeza, salí dando tumbos al comedor para rogar que me dieran café. La mesa del desayuno estaba puesta, los lustrosos robots blancos permanecían a la espera detrás de nuestras sillas, pero la de Pepe estaba vacía. Cuando fui a su habitación, se había ido.