Los cuatro permanecieron juntos en contacto silencioso hasta que Lo y Sandor se apartaron con brusquedad y caminaron con rapidez hacia su deslizadora. Sin una palabra, Mona soltó la mano de Casey y los siguió. Él se quedó inmóvil, mirándola con el miedo grabado en la cara.
—¿Mona? —un susurro sin aliento, sin voz—. ¿Por qué?
—No hay tiempo. —Volvió como un rayo para besarle los labios abiertos—. No queda tiempo.
Se alejó antes de que él pudiera abrazarla y entró corriendo en la deslizadora detrás de Lo y Sandor. La puerta se cerró de golpe detrás de ella. Casey se volvió a mirarnos, con las manos vacías extendidas en una súplica muda. Sentí lo conmocionado que estaba, pero no podía ayudarlo.
—¡Demonios! —murmuró Pepe en español—. ¡Fantasmas de los muertos!
Fantasmas de los muertos.
La oscuridad se espesaba a nuestro alrededor, los perritos de las praderas se habían callado. El capitel de la Corona emitía un suave fulgor, iluminaba la cúpula y esparcía largas sombras negras entre los árboles y los montículos de escombros que nos rodeaban. A lo lejos, en el bosque, escuché un grito extraño, tembloroso. Alguna criatura de la noche, pensé, que llama a su pareja; sin embargo sentí que se me erizaba el vello en la nuca.
La deslizadora se quedó allí parada.
—¿Por qué? —Casey permaneció allí mirándola, herido y pasmado—. ¿Por qué me dejó?
—Dios sabe —dijo Pepe en español y se estremeció—. Dios sabrá. ¿O es que Satán ha reclamado el mundo?
Nos quedamos allí mucho tiempo, temblando bajo el viento de la noche, esperando que salieran de la deslizadora, que ésta se elevara, que ocurriera algo. La deslizadora permanecía silenciosa e inmóvil, un misterio espejado que relucía con suavidad bajo el fulgor del capitel. Casey le gritó una vez, le rogaba a Mona con voz ronca que abriera la puerta. Pero no se abrió.
Cansados de estar allí de pie, Pepe y yo volvimos a la mesa. Quedaba un puñado de galletas en la cesta de Mona, junto con un poco de vino en el jarro. Sentados allí y encorvados contra el viento llamamos a Casey para que viniera con nosotros. Permaneció donde estaba, sordo a nuestros ruegos, con los puños apretados; sacudía la cabeza en dirección a la deslizadora mientras nosotros terminábamos las galletas y el vino.
La puerta de la otra deslizadora seguía abierta. Para escapar del viento, Pepe y yo nos metimos dentro. Recliné un asiento y me quedé echado un buen rato, contemplando a través del casco transparente a Casey y la deslizadora inmóvil, viendo cómo trepaba la Luna y pasaba por encima del brillante capitel. Pepe no dejó de murmurar obscenidades en español en sus inquietos sueños. Gracias al vino por fin me quedé dormido.
Casey estaba dentro con nosotros cuando desperté. Estaba echado en el suelo, roncando, con los ojos hundidos, el rostro cansado y un rastrojo negro en la barbilla. Los perritos de la pradera me saludaron con un coro de ladridos cuando salí. La deslizadora de Sandor todavía permanecía donde la habíamos dejado, un enigma brillante como un espejo bajo el sol de la mañana. Pepe revolvió en una despensa y encontró unas losas duras y secas de algo que sabía a avena quemada. Comimos un poco. Casey salió para escuchar en la otra deslizadora, con la oreja pegada al casco de espejo, y volvió callado y alicaído.
—¿Qué le hace? —preguntó Pepe en español y frunció el ceño—. No podemos esperar aquí para siempre.
—Soñé. —Casey estaba triste y de mal humor—. Soñé que estaban muertos.
—Si lo están —Pepe se estremeció y se persignó—; deberíamos ir a ver.
Se alejó hacia la calle y volvió con un gran trozo de acera rota, lo levantó con las dos manos para estrellarlo contra el costado de la deslizadora.
—¡No! —gritó Casey para detenerlo—. Había más en el sueño. Yo intentaba entrar y oí a Mona pronunciando unas palabras que recuerdo: «Ocho dorado, seis rojo, cuatro negro». La puerta se abrió, fue entonces cuando vi que estaban muertos.
Pepe soltó la roca y se agachó para mirar más de cerca el costado de la deslizadora.
—¡Mira! —susurró en español—. ¡La cerradura!
Había encontrado tres puntos de colores en el cascarón espejado. Dorado, rojo y negro. Los pulsó con cuidado uno por uno, contando los golpes en voz alta. La puerta bostezó, abierta de repente. Lo seguimos al interior.
Yacían en los asientos, echados y quietos. Los ojos de Mona estaban abiertos, vidriados y mirando sin ver, su belleza distorsionada en una mueca congelada. Tenía el brazo frío y duro cuando lo toqué, ya se había instalado el rigor mortis. Casey cayó de rodillas a su lado. Salimos y lo dejamos allí.
—¡Cabrón! —murmuró Pepe en español—. ¡Madre de cabrones! ¿Cómo puede Dios permitir estas cosas?
¿Acaso había algún Dios? ¿Qué clase de poder asesinaría a inocentes y planetas que no se lo esperan sin un aviso o una razón? Yo no tenía la respuesta.
Casey salió por fin tambaleándose de la deslizadora. Parecía pálido y destrozado, como si le hubieran chupado la vida, sin embargo estaba luchando para recuperarse, tenía los ojos hundidos secos y la mandíbula firme.
—¿Qué los mató? —preguntó Pepe.
Se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Creo que Mona lo sabía cuando vino a darme un beso de despedida. Creo que quería decírmelo pero no le dio tiempo.
Quería enterrar los cuerpos. El suelo estaba demasiado duro, dijo Pepe, para que pudiéramos abrir las tumbas sin herramientas. La deslizadora, pensó, debería ser una buena tumba, pero las momias secas que habíamos encontrado en el satélite todavía perseguían a Casey.
—Los quemaremos —dijo él—. Construiremos una pira funeraria.
No teníamos hacha para cortar madera para la pira pero las tormentas habían destrozado árboles viejos a lo largo de las calles abandonadas. Pasamos la mayor parte del día trayendo, arrastrando y apilando ramas caídas mientras los enfadados perritos de las praderas nos reñían. Cuando Casey declaró que ya teníamos bastante, sacamos los cuerpos con tanto respeto como pudimos y los depositamos uno al lado del otro en la pila.
Nos dimos cuenta de que no teníamos forma de encenderla. Pepe quería buscar pedernal y acero pero Casey recordó una exposición de ciencia que él y Mona habían visto en la Corona. Volvió allí y regresó con un espejo cóncavo. Una hoja muerta que tenía debajo empezó a echar humo y se incendió. Pepe inclinó la cabeza y murmuró una oración en español. Seguimos echando más madera en la hoguera hasta la puesta de sol.
A la mañana siguiente las cenizas se habían apagado. Recogimos los fragmentos de hueso en la cesta de Mona. Cuando me pregunté qué hacer con ellos, Pepe se ofreció a esparcirlas con la deslizadora. Eso me dejó asombrado, porque Sandor parecía pilotarla con magia, nunca tocaba ningún control. Nada de magia, dijo Pepe: sus microbots lo habían hecho con los campos magnéticos y electrostáticos pero Sandor le había enseñado a usar el mando de control.
—El Serengeti —Casey asintió agradecido—. Vi allí a una manada de ñus. A Mona le encantaban los animales.
Pepe nos llevó a sobrevolar el cráter lleno de hielo que había en la cima del enorme cono nuevo del Kilimanjaro y luego bajamos para rozar la costa este de un Lago Victoria más ancho. Planeamos bajos sobre las exuberantes praderas verdes del Serengeti y abrimos la puerta. Ñus, gacelas y cebras huyeron ante nosotros a toda velocidad y unos pájaros de alas anchas se alejaron de una charca. Casey se acercó a la puerta y empezó a esparcir las cenizas.
—Inmortales —Pepe sacudió la cabeza con tristeza, cerró la puerta y detuvo el rugido del viento—. Ojalá lo hubieran sido.
Nos llevó de vuelta a la larga sombra de la Corona y aterrizó de nuevo entre los enfadados perritos de las praderas. Todavía sentado, se dio la vuelta para mirarnos a Casey y a mí.
—¿Y ahora qué? —dijo en español y añadió en inglés—. ¿Qué hacemos?
Casey se encogió de hombros. Yo me sentía aplastado bajo una sensación de oscura desesperación. Estábamos los tres aquí solos con los animales, sin amigos ni comida ni los instintos que los mantenían con vida. Busqué a tientas un propósito o al menos algo de cordura y le pregunté a Pepe si nos podía llevar de vuelta a la Luna.
—El ordenador seguro que nos clona otra vez —le dije— cuando sepa que la Tierra está muerta. Cuando eso ocurra, nuestros hermanos deberían tener el relato de lo que hemos visto.
—La estación no nos dejaría entrar. —Sacudió la cabeza—. Sandor la dejó sellada.
Yo seguía desesperado por escapar de todas aquellas incógnitas de ruina y muerte que colgaban sobre nosotros. ¿Podría llevarnos al planeta de Lo? ¿O quizá un vuelo que llevara otros mil años? Pensé que podríamos encontrarnos otra vez clonados cuando volviéramos y la vida restaurada en la Tierra.
Se le iluminó la expresión durante un momento pero luego volvió a sacudir la cabeza.
—No soy piloto interplanetario. Y aunque lo fuera, quizá no encontráramos ningún mundo vivo. Cualquiera que pensara que podríamos contagiar algo nos derribaría del cielo.
Aterrizamos otra vez entre los sorprendidos perritos de las praderas. Al anochecer habíamos salido de la deslizadora y estábamos sentados otra vez ante la mesa de jade, comiendo de nuevo las galletas duras que Pepe había encontrado en la despensa y preguntándonos cómo seguir con vida.
—Podemos vivir en la deslizadora pero ésta… —Se detuvo para mirar enfadado la galleta mordida—. Ni siquiera esta comida para cerdos nos va a durar mucho.
Hablamos de intentar cultivar algo o cazar pero no teníamos semillas para arar el suelo ni armas para matar la caza que nos rodeaba, ni siquiera a los perritos de las praderas, no sabíamos hacer nada. Casey permanecía callado y malhumorado, mirando el capitel que había sobre la Corona, hasta que Pepe le preguntó si sabía de alguna forma para sobrevivir.
—Llevamos los microbots de Sagitario —oí su amarga ironía—. Eso debería hacernos inmortales.
—Y a Sandor también —dijo Pepe—. Eso no lo salvó.
—No sabemos lo que son —asintió mientras levantaba los ojos hacia la Corona, su cúpula dorada, una enorme media luna que salía al anochecer. Cuando volvió a hablar, fue más para sí mismo que para los demás—. Mona pensó que había cogido esos microbots de mí. Estaba intentando entenderlos, con la esperanza de que nos protegieran de lo que mató al planeta. Creo que al final veía algo que había empezado a aterrorizarla. —Sacudió la cabeza con los labios apretados—. Lo que estaba averiguando, o eso pensaba ella, nunca lo supe. Ella había aprendido a leerme la mente pero la suya era una página en blanco para mí. Estábamos enamorados y parecía más feliz y más esperanzada hacia el final. Yo era feliz con ella.
Con un gran suspiro sacudió la cabeza y se quedó mucho rato sentado, recordando.
—Esperábamos vivir para siempre —continuó por fin con un tono melancólico y triste—. Nos reíamos y hablábamos de los buenos tiempos de nuestra vida. Quería saber cómo podría haber sido su vida si Sandor la hubiera dejado crecer con nosotros en la Luna. Le fascinaba el relato del gran impacto y la historia de la estación. Hablaba de sus viajes con su madre y de todas las extrañas criaturas que había visto. Le encantaban todas las especies nuevas, todo tipo de vida. Y la Corona… —Una sonrisa temporal le iluminó la cara—. Mientras duró tuvimos una gran vida. Disfrutaba de todo lo que los robots nos daban para comer y beber. Disfrutamos de noches maravillosas en la cama. Siempre estaba investigando. Contenta, hacia el final, con lo que creyó que estaba averiguando.
Miró hacia el capitel con un nuevo propósito en los ojos.
—Voy a volver a entrar.
A la mañana siguiente entró. Pepe y yo salimos de la deslizadora tras él, estábamos en una amplia avenida que en otro tiempo había sido magnífica. Allí se habían levantado grandes árboles, la mayor parte ahora muertos o moribundos. Una parra alta de viñas y matorrales encerraba la acera que se desmoronaba. Tuvimos que trepar por los troncos caídos y rodear una torrentera rocosa que habían abierto las riadas.
Enorme en el extremo de la avenida, el edificio estaba más lejos de lo que parecía, y era incluso más colosal todavía. Nos llevó casi una hora llegar a los jardines cuajados de selva que lo rodeaban. Las malas hierbas y las zarzas llenaban un gran estanque con forma de media luna que había bajo la entrada. Una gigantesca figura dorada se cernía sobre ella, con un gran brazo levantado para lanzar al espacio una nave con forma de rueda.
Paramos una y otra vez para contemplar asombrados las columnas sin la parte superior, los grandes animales que desfilaban alrededor de la cúpula, el fuego del capitel de diamante. Sus inmensas dimensiones y la sensación de muerte y larga decadencia que emitían me golpeó con una nostalgia repentina por nuestros pequeños refugios seguros de la Luna, pero Casey siguió avanzando con obstinación.
Lo seguimos alrededor del extremo del estanque con forma de media luna y subimos una rampa de algo parecido a mármol blanco hasta una puerta monumental. La puerta era una enorme losa dorada, con profundos grabados de otra figura gigantesca; ésta levantaba un globo planetario hacia el cielo.
El globo me dejó hipnotizado.
Como una isla de vida en este océano de muerte, relucía con un color impresionante. Giraba y brillaba con mares azules sin nubes y extraños continentes verdes salpicados de lo que pensé que eran carreteras y ciudades, en ocasiones un parpadeo de hielo polar. Cambiaba al girar. Los hemisferios que se desvanecían no volvían jamás. Con cada rotación, revelaba otro mundo.
Me quedé mirándolo con la boca abierta hasta que se abrió un estrecho panel en la parte inferior de la puerta. Salió un robot de un color blanco óseo para recibirnos, una figura con forma humana tan elegante de forma y movimientos que por instante pensé que estaba vivo. Bloqueó la entrada, se quedó quieto un momento para inspeccionarnos y levantó un brazo en silencio para indicarnos que nos fuéramos.
Pepe y yo dimos un paso atrás inquietos pero Casey se quedó donde estaba y gritó algo que despertó un eco de la entonación de Sandor. El robot se quedó inmóvil durante medio minuto y luego se deslizó a un lado y nos invitó a entrar con un gesto.