Mona llamó desde la Tierra.
—Ella y Casey han llegado a Akyar —nos dijo Sandor—. De camino allí volaron hacia el norte, sobre las ciudades de la costa americana, y luego volvieron al sur sobre Europa y el Mediterráneo. Las plantas y los animales parecían abundantes pero las ciudades… —Con los labios apretados pareció hundirse en sí mismo—. Todas convertidas en escombros e invadidas por el bosque. No oyeron ninguna señal de radio, no vieron carreteras abiertas, ni luces de noche, nada que se moviera. —Se quedó callado un momento, se encogió de hombros y continuó—. Han aterrizado en un parque abierto cerca de la Corona. Es el edificio Nexus. Allí hay vida, dice Mona, monos en los árboles y pájaros arriba. La mayor parte de la ciudad se convirtió en una ruina hace mucho tiempo pero dice que el edificio de la Corona parece intacto, que no hay daño visible. Van a bajar de la deslizadora, quiere entrar si puede. Estarán fuera de contacto hasta que vuelvan a la radio de la deslizadora, esperaremos aquí hasta que vuelva a llamar.
Esperamos una eternidad.
Con la Tierra al parecer inmóvil bajo nosotros, el tiempo pareció detenerse. No teníamos días ni noches. Sandor y Lo pasaron horas interminables a bordo del satélite, buscando pistas que nunca parecían encontrar. Una vez volví a bordo con ellos, pero siempre hablaban en silencio y yo no le encontré ningún sentido a lo que vi. Me sentía aislado, deprimido por lo extraña y oscura que era la estación, por la presencia de tanta muerte.
Prefería las estrellas, la ilusión de que estábamos flotando libres en el espacio abierto y la compañía conocida de Pepe. La vida en la deslizadora era bastante fácil, siempre que pudiéramos olvidar las oscuras incógnitas que nos rodeaban. Había comida en las despensas, cubitos marrones que el agua expandía y convertía en algo que aprendí a comer. Los asientos se reclinaban cuando queríamos dormir.
Con tiempo libre en las manos, contemplamos el movimiento lento y deliberado de la Luna alrededor de la Tierra, el paso más rápido del sol para cruzar la faz de la Tierra. Aunque Tycho y la estación estaban demasiado lejos para verlas, me encontré llorando por Tanya y los otros que habíamos dejado allí, vivos y con buena salud cuando los dejamos, pero seguro que muertos desde hacía siglos. ¿O los habían clonado a todos otra vez, y a nosotros con ellos, cuando el ordenador vio que la Tierra estaba muerta?
Contemplamos las nubes del monzón aclararse sobre África y esperamos lo que pudieran descubrir Lo y Sandor. Aunque pocas veces dormían, de vez en cuando volvían a la deslizadora para comer, descansar e intentar llamar a Mona otra vez. Nunca respondía. Pepe le insistió a Sandor para que los siguiéramos a Akyar, para ayudarlos si tenían problemas.
—Esperaban tener problemas. —Sandor frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Por eso nos separamos, para tener el doble de oportunidades. Y todavía tenemos trabajo que hacer aquí. Estamos confirmando la fecha del desastre. Fuera lo que fuera, ocurrió hace poco más de doscientos cuarenta años terráqueos. Desde luego no fue el patógeno de Sagitario, que se extendía por medio de los viajes interestelares y mataba todo tipo de vida orgánica. Hemos leído los archivos de la sección de operaciones. Las naves interestelares y los trasbordadores de la Tierra seguían llegando y saliendo con normalidad hasta el último momento. —Su rostro de elfo se retorció como si le doliera—. Entramos en la habitación de una empleada del departamento de operaciones que acababa de volver de unas vacaciones en la Tierra. Había comprado regalos para sus amigos. Un modelito del cohete prehistórico de la Estación Tycho. Un elefante de juguete que todavía podía extender las orejas, barritar y cargar a través de una mesa. Cubos holográficos de la vida alrededor de las restauraciones del Taj Mahal y el Partenón. Todavía envueltos y marcados con los nombres, pero nunca entregados.
Sin saber qué día era para nosotros, contábamos los días por la luz del sol que desfilaba una y otra vez sobre la inmóvil África que teníamos debajo. Pasaron trece antes de que Sandor recibiera una llamada de la Tierra.
—Están a salvo. —Se le había iluminado la cara de barbilla delgada—. Han vuelto a la deslizadora. Listos para decirnos por qué tardaron tanto.
Bajamos planeando hasta África y nos encontramos con que el Kilimanjaro había crecido desde el gran impacto, había una caldera nueva en la cumbre llena de nieve. Una cadena de lagos estrechos llenaba el largo valle de la Gran Falla, estirado y más profundo ahora que el continente estaba partido. Akyar se levantaba al este de la Falla, en la alta planicie que se inclinaba hacia el Océano índico. Vista desde el aire, la ciudad parecía una diana, el centro de la diana rodeado por calles circulares convertidas en manzanas por amplios bulevares radiales.
—Akyar. —Sandor señaló con un gesto el centro de la diana cuando nos deslizamos a su lado—. El edificio Nexus es el del centro. Lo llaman la Corona por la forma.
Era magnífico. Unas columnas blancas que parecían tan altas como el Monumento a Washington sostenían una enorme cúpula dorada coronada por un capitel con forma de aguja que emitía lanzas de los colores del arco iris como un único diamante enorme. Unas figuras de animales gigantescas desfilaban alrededor de la base de la cúpula. Un tiranosaurio, un mamut, un tigre diente de sable. Delante de ellos un caballo, un camello, un león y una llama, un gorila y un hombre.
—¡Los amos del universo! —dijo Pepe con una risa irónica y amarga.
—Al menos el centro de la civilización. —Sandor se asomó al prismático esplendor del capitel y sacudió la cabeza cubierta de lustrosa piel—. Ésa es la incógnita. En un mundo que ha dado lugar a tantos planetas, tan libre de problemas al menos en apariencia, ¿qué pudo pasar para que el resultado fuera tan terrible? Espero que Mona tenga la respuesta.
Nos bajó sobre la aguja de diamante y se giró en su asiento para señalar el brillo plateado de la deslizadora de Mona, había aterrizado en un parquecito al lado de una amplia avenida que salía de la Corona y se dirigía hacia el oeste. Aterrizamos al lado. Al mirar a nuestro alrededor no vimos ninguna señal de ella ni de Casey pero Sandor abrió la puerta y salimos a empujones.
Escuché un ladrido agudo. La hierba que nos rodeaba estaba salpicada de montículos circulares de tierra marrón y desnuda. Un animalito marrón se incorporó en el montículo más cercano, ladró otra vez y se desvaneció por un agujero que había en el medio.
—Una criaturita muy astuta —murmuró Lo—. A Mona le encantaría.
—Un perrito de la pradera —dijo Pepe—. Mi padre solía ver sus pueblecitos en Tejas cuando era crío. El doctor DeFort estaba intentando conservar lo que él llamaba la biodiversidad. Intentó conservar muestras de tejidos de todas las criaturas…
—¡Amigos! —El grito en español de Casey lo interrumpió—. ¿Qué pasa?
Mona y él estaban saliendo de su deslizadora. Me dejaron asombrado. Iban de la mano, llevaban unos taparrabos de color verde brillante y guirnaldas de enormes flores color escarlata, y nada más. La amplia cara oscura de él brillaba con una felicidad que jamás le había visto, aunque se quedó un poco avergonzado cuando ella lo soltó y corrió a abrazar a Lo y Sandor.
—Pepe, Dunk, me alegro de que vinierais.
Nos estrechó la mano y se volvió hacia Mona, que abrazaba a Lo y Sandor. Se reían absortos los unos en los otros. Casey se quedó un rato mirándolos antes de volverse hacia nosotros.
—No esperaba… —Contuvo la impaciencia de su voz como si lo avergonzara su propia emoción—. No me esperaba esto.
Cerca teníamos una mesa muy sólida, hecha de lo que parecía jade con venas verdes y asientos a ambos lados. Nos indicó que nos sentáramos con un gesto. Todavía incómodos por la gravedad de la Tierra, Pepe y yo nos alegramos de obedecer. Después de echarle otra cariñosa mirada a Mona, Casey se nos unió. Le preguntamos qué habían averiguado.
—Ni una pista. Nada que pudiera entender.
No parecía preocuparle aquel fracaso, ni siquiera la muerte de la Tierra; dejó que su mirada volviera a Mona. Ella lo saludó con la mano, con una sonrisa que pareció embrujarlo, y escoltó a Lo y Sandor hasta su deslizadora. Casey se quedó sentado mirándolos con aire soñador hasta que Pepe le tocó el brazo.
—Lo siento. —Parpadeó como si nos hubiera olvidado—. Estaba pensando.
—Entramos en el satélite —le dijo Pepe aunque no parecía importarle mucho—. Todo lo que encontramos fueron cadáveres desecados y nada que indicara lo que los mató. —Señaló con un gesto la elevada Corona—. ¿Habéis entrado ahí?
Por respuesta solo asintió.
—Cuéntanos.
—Es demasiado grande. —Sin embargo se encogió de hombros como si esa vastedad apenas importara—. No vimos ni la décima parte.
—¿Algo vivo?
—Nada. —Por fin volvió a prestarnos atención—. Aunque hay personal de robots porteros y conserjes todavía activos. Si la gente murió ahí, deben de haber quitado los cuerpos.
Nos quedamos allí sentados, levantando la cabeza para contemplar el capitel de diamante y los animales que desfilaban alrededor de la gran cúpula dorada hasta que Pepe lo presionó para que nos contara algo más.
—Fue algo realmente maravilloso. —El asombro lo hacía hablar más lento—. Tenía un sistema informático conectado a todos los microbots de todas partes. Eso lo convertía en una especie de súper cerebro, según Mona, en contacto con centros parecidos de todos los mundos colonizados. El cerebro de toda la humanidad.
—¿Sigue vivo? —preguntó Pepe—. ¿Sabe qué afectó a la gente?
Casey sacudió la cabeza.
—Los robots mantienen el ordenador en funcionamiento. Todos los datos antiguos siguen ahí pero Mona dice que no se ha añadido nada desde el apagón.
Había aparecido otro perrito de la pradera para ladrarnos.
—Me alegro de que algo siga vivo. —Sonrió como si eso lo animara—. No importa lo que nos golpeó, la evolución puede ocurrir de nuevo.
Pepe preguntó si iban a entrar otra vez en el edificio.
—No merece la pena. —La sonrisa había desaparecido, sacudió la cabeza—. ¡Demasiada muerte! Me destrozó los nervios, fue un alivio salir de ahí.
—¿No querrá verlo Sandor?
—Supongo que hay mucho que ver. —Pareció encogerse ante aquella masa imponente—. La mitad está bajo tierra, nivel tras nivel. Laberintos de pasillos interminables. Nos perdimos una vez y tuvimos que encontrar a un robot que nos enseñara a volver a un sitio que reconociéramos. Los robots intentan seguir órdenes pero nunca te dicen nada. No los verás fuera, aunque cuidan del edificio. —Hizo una pausa, había algo parecido al miedo en sus ojos—. ¡Hay demasiado! Demasiado de todo. Embajadas de todos los planetas colonizados, con exposiciones holográficas para contarte cosas sobre ellos, todo conectado al ordenador principal. Bibliotecas, museos, laboratorios, empresas, oficinas de información y, turismo, galerías de arte, teatros, instalaciones para deportes de los que jamás he oído hablar. Hasta una especie de hotel de lujo con personal robot listo para alojarnos. —Sonrió otra vez y se tocó el collar de flores como si quisiera disculparse por él—. ¡Y Mona! —Entonó el nombre casi como si fuera una plegaria y se inclinó con urgencia hacia nosotros—. Sabéis que había soñado que terminaríamos juntos pero nunca pensé que ocurriría de verdad. —Dio un gran suspiro—. Pasó —le brilló el rostro oscuro—. La habéis visto. Me quiere. ¡Hemos estado juntos en el paraíso!
Mona había salido de la otra deslizadora con una cesta. Él se apresuró a cogérsela y colocarla en la mesa. Mona la abrió, extendió un mantel y empezó a sacar platos, vasos, cuencos de comida, un jarro de vino color ámbar.
—Los robots nos la prepararon —dijo Casey—. Recuerdan lo que eran.
Lo y Sandor se reunieron en la mesa con nosotros. Mona estaba sirviendo el vino. Casey repartió unos frutos redondos y dorados.
—Son diferentes de todo lo que teníamos en la Luna. No sé cómo se llaman pero probadlos.
—Melocotones —Sandor mordió uno—. De las muestras de tejidos que encontré en la excavación lunar. Los tenía en la huerta del monumento.
Mona partió otro y lo compartió con Casey. El mío era delicioso. Había tazas de sopa, pasteles, frutos secos, gelatinas. Había cosas que al principio no me gustaban, pero el vino ámbar realzaba los sabores hasta que me encantó todo. Lo y Sandor se miraron cuando terminamos, y se alejaron de la mesa.
—Disculpadnos, por favor. Tenemos cosas que pensar.
Mona cogió a Casey de la mano y se lo llevó tras ellos. Los cuatro se quedaron un momento mirando hacia la cúpula, luego unieron las cabezas, perdidos en una charla silenciosa. Tenían bastante, pensé yo, en qué pensar.
—¡Dos locos! —dijo Pepe en español, sacudió la cabeza al mirar a Casey y una sombra le cruzó la cara—. Me equivoqué cuando pensé que nunca terminarían juntos. Se han olvidado de que el mundo está muerto.