36

La deslizadora bajó al lado del árbol caído. La puerta ovalada se estiró, se abrió y vi a Lo de pie, dentro; su piel pálida se iba iluminando lentamente con un color dorado cuando le daba la luz. Casi desnuda, el tiempo que había pasado por ella no parecía haberla cambiado. Sin pecho, casi un muchachuelo con el pelo castaño rojizo y corto cayéndole alrededor del rostro malicioso, seguía teniendo un cierto atractivo elegante. Se quedó mirando a Sandor por un momento y luego se echó en sus brazos. Se abrazaron durante mucho tiempo y después se separaron mientras se miraban con adoración, sin hablar.

—¡Mona! —escuché el gemido sorprendido de Casey—. ¡Mona Lisa!

Había otra mujer en la puerta de la deslizadora. Vestida con algo de gasa medio transparente, con el pelo de color miel cayéndole hasta los hombros, parecía más mujer que Lo, quizá más hermosa. Casey había crecido enamorado de la imagen de Mona. Y aquí estaba, idéntica y bastante viva.

Se le iluminó la cara al reconocernos.

—¡Señor Kell! Señor Navarro, señor Yare. Mamá tenía miedo de que no llegaran nunca.

Casey se había quedado con la boca abierta y sin poder hablar, con los ojos clavados en ella.

—¿Nos conoce? —susurró Pepe—. Se parece a Mona. Mona Lisa en Vivo, del tanque de hologramas que teníamos en la Luna.

—Soy su clon —asintió riéndose de nuestro asombro—. Los conocí cuando era pequeña. ¿Recuerdan a la niña que estaba en la selva con los elefantes cuando los encontró?

—¿Tling? —Pepe sacudió la cabeza—. ¿Tú eres Tling?

—¡No me había dado cuenta! —Casey se tambaleó hacia ella sin aliento—. ¡No puedo creerlo!

Ella salió de la deslizadora y se acercó a él. Había extendido los brazos como si fuera a abrazarla, pero se contuvo y los dejó caer. Ella se echó a reír otra vez y le ofreció la mano. Casey se quedó paralizado por un momento, sonrió con gesto tímido y la cogió.

—Me clonaron para que fuera un conejillo de indias experimental. —Se volvió con una sonrisa pícara hacia Sandor—. Quería ver si los microbots podían prosperar en la carne prehistórica. —Levantó un brazo desnudo para dejarnos ver el bronceado instantáneo que adquiría cuando le daba el sol—. Al parecer sí.

—¡Mona! —Casey murmuró el nombre, todavía aferrado a su mano—. ¿Dónde has estado?

—Con mamá. Me llevó a su mundo natal. Crecí allí. Desde entonces hemos estado viajando, programando los vuelos para encontrarnos con mi padre aquí.

—¿Recuerdas la estación? ¿A tu madre holográfica? —Los ojos sedientos de Casey se bebían la imagen de Mona—. Eres igual que ella. Siempre he soñado…

Se detuvo cuando la chica se encogió de hombros.

—Una gemela idéntica. —Su alegría se desvaneció cuando vio que ella no la compartía—. No recuerdo nada de la Luna, aunque mi padre solía hablar de la excavación que hacía allí. Sí que recuerdo que mamá me llevó a ver el monumento y me contó lo de Mona Lisa en Vivo y El Chino.

—Mi padre —susurró Casey—. Yo soy el clon del Chino.

—Me lo dijo mamá —asintió ella—. Delincuentes, según dijo, en su violento mundo prehistórico. Habían matado a un hombre. Estaban escapando de la ley así como del impacto cuando despegaron de la Tierra en el avión de huida. Es difícil de imaginar. —Miró fijamente a Casey—. Sé que no estaríamos aquí si no hubieran escapado, pero ahora…

Se encogió de hombros de nuevo e inspeccionó a Casey como si fuera un extraño enigmático.

Sandor y Lo se habían apartado un poco y se volvieron para contemplar la ruina invadida por la selva que había sido el monumento conmemorativo. Mona dejó a Casey y corrió a abrazarlos. Los tres se acurrucaron en silenciosa comunión. Nos quedamos esperando hasta que volvió Mona por fin, esta vez ya sonriéndole a Casey.

—¡El héroe! —Le lanzó los brazos al cuello y lo besó en los sorprendidos labios—. Papá me ha dicho cómo encontraste a su hermano.

Parecía sin aliento cuando lo soltó, sacudía la cabeza como si lo aturdiera tanta emoción.

—Oímos un rumor en el último planeta en el que paramos —dijo ella—. Una historia demasiado absurda para creerla, sobre tres clones prehistóricos que aterrizaron en un mundo muerto y volvieron con una cura para la pandemia que lo había matado. —Hizo una pausa para estrecharnos la mano a Pepe y a mí y rodeó con el brazo a Casey, que le volvió a ofrecer una sonrisa tonta—. No sabíamos que erais vosotros tres. Ni que encontrasteis allí al hermano gemelo perdido de papá, junto con el nuevo microbot que lo había mantenido con vida. Papá dice que terminó con el patógeno asesino y nos salvó la vida a todos. Pero ahora…

Sacudió la cabeza, su delicada piel había vuelto a palidecer.

—No nos esperábamos esto. Hemos visto la selva y el monumento en ruinas. Algo ha golpeado la Tierra. No puede ser el mismo patógeno porque las plantas y los animales son obviamente inmunes, pero no vemos a ningún ser humano. No oímos ninguna voz. Papá tiene miedo de que toda la Tierra esté muerta.

Se acurrucaron otra vez, Sandor rodeaba con sus brazos a Lo y a Mona. Esperamos inquietos hasta que Mona se volvió hacia nosotros.

—Tenemos que buscar al asesino, sea lo que sea. Papá dice que hay más posibilidades si nos separamos. Mamá y él van a salir a mirar en la estación espacial que pasamos al entrar. Está todavía en la órbita geosincrónica pero no respondió a nuestras señales. No percibimos ningún tipo de vida pero papá espera que pueda decirnos algo.

—¿Y vosotros? —Casey la miró con el rostro oscuro y tenso—. ¿Tú?

—Yo me voy a quedar aquí en la Tierra. En primer lugar quiero buscar Akyar, la vieja capital mundial. Estaba situada sobre el ecuador en el este de África, bajo esa estación espacial.

—¿Podría ir contigo? —le rogó Casey al instante.

—No veo necesidad —sacudió la cabeza—. No tenemos ni idea de lo que es. No podemos asumir que somos inmunes.

—Hemos respirado el aire de aquí y no nos ha pasado nada todavía. Lo que pasara fue hace mucho tiempo. Siglos, quizá, si miras la selva que hay sobre las ruinas. Lo más probable es que el asesino esté muerto. Y si no lo está… —Con un gesto de determinación en el rostro oscuro, se acercó un poco más a ella—. ¡Déjame ir contigo, por favor!

Mona dudó, miró con el ceño fruncido a las ruinas. Casey se volvió hacia Sandor con las manos extendidas apelando a él en silencio. No vi que hiciera ninguna señal pero al momento Mona le hizo un gesto de asentimiento a Casey.

—Papá dice que quizá se te necesite, ya que estuviste en el planeta de Sagitario. Coge tu equipaje.

Teníamos muy poco equipaje, sólo los trajes espaciales y unos cuantos regalos de los emigrantes agradecidos. Casey se apresuró a recoger su bolsa de la deslizadora de Sandor y volvió para esperar con Mona, quien se perdió una vez más en una charla silenciosa con sus padres. Por fin los volvió a abrazar, se secó los ojos con el extremo suelto del echarpe y le hizo un gesto a Casey para que se subiera a su deslizadora. Se elevó sin un sonido, flotó un momento sobre nuestras cabezas y salió deslizándose del espacio-tiempo. Lo y Sandor los miraron hasta que desaparecieron y luego se quedaron contemplando el valle con aire sombrío. Un magnífico león reposaba sobre una colina con los ojos fijos en una pequeña manada de impalas que pastaban cerca de la charca.

—Lo siento por Casey —murmuró Pepe dirigiéndose a mí—. Está enamorado de un sueño. Su mundo es la cueva de la Luna donde creció. Mona es tan hermosa como un sueño pero ella creció sin ese pasado. —Se encogió de hombros incómodo—. Es bastante listo pero está loco por ella. Demasiado loco para darse cuenta de que nunca terminarán juntos.

Se le iluminó la cara cuando Sandor habló con nosotros.

—¿Queréis venir con nosotros a la estación espacial?

¡Seguro! —susurró en español—. ¡Seguro que sí!

Él y yo trepamos a la deslizadora y nos sentamos detrás de Sandor y Lo. La puerta parpadeó y se cerró. El tronco podrido y la puerta del acantilado cayeron y se desvanecieron. No sentí ningún movimiento pero volvíamos a estar en el espacio, el sol deslumbraba de tal modo que no vimos ninguna estrella.

La estación se movía al mismo tiempo que giraba la Tierra, así que estaba permanentemente suspendida sobre lo que había sido Kenia. De repente la teníamos a sólo dos kilómetros o tres, una gran rueda plateada que rotaba lenta y ardía allí donde le daba el sol. Sandor y Lo se quedaron sentados mirándola ceñudos, escuchando, supongo, por si oían voces en la radio. Yo volví la vista hacia la Tierra, buscaba Akyar. A treinta y tantos mil kilómetros por debajo de nosotros, África estaba en el lado oscuro del planeta, perdida en la noche.

—Ningún daño visible. —Sandor se volvió por fin para hablar con nosotros—. Ninguna mente que podamos sentir. Ninguna señal de que haya sobrevivido algo. —Hizo una pausa para mirar a Lo—. Vamos a entrar.

La deslizadora entró en una cúpula que cubría el eje de la rueda. Sentí un impacto suave y nos quedamos quietos contra él.

—Nos vamos a poner los trajes —nos dijo—. El aire aquí dentro puede ser inofensivo o letal.

Nos ayudaron a sellar los trajes y entramos con ellos. La parte posterior de la deslizadora era una escotilla que nos dejó pasar uno a uno. Me encontré en medio de un silencio oscuro, flotando en caída libre. Extendí la mano para buscar a Pepe, Sandor o cualquier cosa, descubrí que no tenía nada al alcance de la mano.

Aislado de la luz o el sonido, de todo tipo de sensaciones, me sentí tan impotente como un bicho clavado en un alfiler. Me invadió una ola de auténtico pánico. Quise gritar para oír una voz humana, pero me temblaban los dedos y no encontré el botón de la radio del casco. Estaba completamente solo, ahogándome en el silencio, la oscuridad y la muerte de la estación, llamándome tonto y cobarde… hasta que se encendieron las luces.

Al principio sólo eran símbolos tenues y desconocidos que apenas iluminaban la oscuridad, pero me dejaron respirar otra vez. Encontré una sombra a mi lado, el hombro de Pepe cuando estiré la mano para tocarlo. Se encendieron unas luces más fuertes para llenar un enorme cilindro vacío. Unos cordones incandescentes iban desde nosotros hasta varios puntos repartidos por las paredes. Quedamos allí colgados durante un tiempo, sin ver ningún tipo de movimiento, sin oír nada.

—Nada —murmuró Sandor—. No hay daños, ni señales de accidentes o violencia. Nada que indique qué fue lo que los mató. Vamos a salir al aro.

Cogió un cordón verde brillante que lo alejó de allí. Lo y yo lo seguimos. Nos llevó a una puerta cerrada en la pared lateral del cilindro. Se abrió cuando Sandor miró un símbolo verde que tenía encima. Le seguí a una cámara diminuta que se abrió y nos dio peso al descender hacia el aro. Se paró y salimos a un pasillo interminable que se curvaba hacia arriba por delante y por detrás de nosotros, un túnel circular que rodeaba el aro.

¡La calle mayor! —dijo Pepe en español. Estaba más animado que yo—. La calle principal.

Era la única calle de una pequeña ciudad en el espacio. Unas señales que había en ella empezaron a parpadear e iluminarse con unos caracteres bailarines escritos con un alfabeto desconocido para mí. Sandor y Lo iban delante. La gravedad centrífuga era una experiencia extraña. Aunque el suelo siempre subía delante de nosotros, no teníamos que trepar. La gran rueda de la estación parecía rodar mientras caminábamos y el suelo siempre estaba nivelado bajo nuestros pies.

Sandor y Lo se aventuraron con cautela, se detenían una y otra vez para estudiarlo todo, sin decir nada de las conclusiones a las que llegaban. Pepe y yo los seguíamos nerviosos. Yo no sabía qué esperar. ¿Restos de una batalla? ¿Cadáveres? ¿Monstruos alienígenas? No descubrimos ningún cuerpo, no vimos ningún tipo de vida ni de movimiento. El suelo estaba desnudo y limpio. Pasamos al lado de una máquina muerta que Sandor llamó barredera. Muerta, dijo, porque le había fallado la fuente de energía. Se detuvo ante una puerta cerrada. El verde de los símbolos que había sobre ella brilló cuando los miró.

—La oficina del capitán —nos dijo Lo—. La puerta dice que está dentro.

La puerta se deslizó y se abrió. Los seguimos y entramos en lo que casi podría haber sido la recepción de una oficina de la vieja Tierra, amueblada con asientos a lo largo de las paredes y un amplio escritorio delante de nosotros, todo hecho de algo que parecía plástico de un color verde pálido. El único otro color era el resplandor de unas cuentas de diamante en el borde de un largo cuenco dorado que había sobre una mesita. Debía de contener una planta decorativa. Ahora lo llenaba tierra muerta, y las hojas muertas cubrían la mesa.

Lo y Sandor exploraron la sala, sacudieron la cabeza, abrieron una puerta interior. La sala que había allí contenía cuatro sillas yacías detrás de cuatro escritorios vacíos. No reconocí ningún libro ni ningún papel, ni máquinas de oficina ni archivos, sólo un gran globo negro colgado sobre cada escritorio. Uno de ellos brilló cuando Lo miró dentro. Me asomé sobre ella y vi otra oficina, donde otra silla vacía esperaba detrás de otro escritorio vacío.

Pepe estiró la mano para tocar el globo y la mano lo atravesó.

—Un mecanismo de contacto holográfico —nos dijo Lo—. Todavía conectado a una oficina de abajo, de Akyar. Allí no hay nadie.

Sandor abrió otra puerta y se paró a mirar. Nos apretamos tras él, nos detuvimos y nos retiramos. Media docena de personas sentadas alrededor de una larga mesa de conferencias, aunque no era una reunión de negocios. La mesa estaba cubierta de platos, tazas y copas vacías, tenedores y cucharas de formas raras, botellas que brillaban como gemas, cuencos llenos de fragmentos polvorientos de lo que debió de ser comida.

¡Una fiesta! —murmuró Pepe en español—. Creo que murieron muy contentos.

—Sea lo que sea lo que los golpeó —dijo Sandor—, debió ser algo repentino.

Hombres y mujeres, habían pertenecido a esta raza elegante de huesos delicados pero ya no eran tan guapos. Se habían secado hasta convertirse en momias, la carne marrón y encogida, unas cuencas negras y vacías miraban sin ver desde los cráneos vacíos los vacíos cráneos que tenían enfrente. Me alegré de llevar el casco. El hedor debía ser aplastante.

¡Los pobres! —dijo Pepe en español mientras se persignaba—. Espero que fueran al cielo.