35

Sandor Pen nos trajo a casa, a la Tierra: Casey, Pepe y yo sentados con él en la deslizadora. El casco era casi invisible, así que parecíamos flotar entre constelaciones que saltaban una y otra vez para adquirir diferentes dibujos mientras atravesábamos los años luz. Para nosotros, que habíamos crecido en una rebanada de la vieja Tierra conservada en la Estación Tycho de la Luna, aquel vuelo era una aventura extraña. Hundirnos en aquel universo futuro tan lejano representaba toda una conmoción para nosotros y él intentó hacernos sentir como en casa.

—Hemos tenido un día muy largo. —Con una sonrisa burlona en su rostro malicioso, nos recordó la paradoja del tiempo—. Sus buenos mil años cuando lleguemos a casa.

¡Mil años! Me sentí aturdido ante tanta maravilla. Sandor contaba chistecitos para ayudarnos a ajustamos a su nuevo mundo. Con su español perfecto gracias a los microbots que llevaba en el cerebro, bromeó dulcemente con Pepe por intentar utilizar los pocos fragmentos que había aprendido de su padre holográfico. Puso su mano camaleónica al lado de la negra de Casey bajo el fulgor azul de una estrella pasajera hasta que los colores coincidieron. Intentó picarme con lo que él decía que eran huecos en lo que yo había aprendido sobre la Estación Tycho. Desde luego él se sabía nuestra historia mejor que yo.

Sandor dejó de hablar de trivialidades. Aunque sus microbots no necesitaban controles visibles para dirigir la deslizadora, él se inclinaba hacia delante con la atención fija para buscar el camino hacia una tenue estrella blanca que teníamos delante y que parpadeaba con más fuerza con cada salto. Sentimos su angustia y las adivinanzas del tiempo relativo nos asombraron. Vi el ceño preocupado de Pepe que miraba el reloj enmarcado en joyas que le habían dado los inmigrantes agradecidos después de aterrizar en aquel planeta muerto de Sagitario.

—¿Da el día que es en la Tierra además de en la nave? —preguntó—. ¿O cómo van a saber Lo y Tling cuándo llega?

—Lo sabrán —dijo él—. Los microbots cuentan el tiempo.

Se inclinó de nuevo para examinar el camino a través de las estrellas. Su paso lento había disuelto las constelaciones conocidas pero encontré las Pléyades. Todavía estaba buscando el Gran Carro cuando el sol salió de repente de la oscuridad que teníamos delante. Me cubrí los ojos para protegerlos y encontré una chispa roja y caliente.

—¿La Tierra? —Pepe se quedó ronco de la consternación—. ¿Muerta? ¿Convertida en algo rojo por culpa del polvo?

—Marte —se rio Sandor—. La Tierra estaba oculta detrás del sol.

El sol se hizo a un lado de un brinco. La chispa roja desapareció. Vi un punto azul y blanco, con una peca más ligera al lado. Se acercaron más de un salto hasta que la peca se convirtió en la cara gris de la Luna y encontré América en la Tierra, todavía llena de vida y vegetación.

¡Bien! —se relajó Pepe y dijo en español: ¡Todo sigue igual!

—¿Igual? —Casey sacudió la cabeza—. ¿Después de mil años?

—Menudo día —Pepe sonrió abiertamente y le echó un vistazo a las manecillas de diamante del reloj—. Diez siglos desde que nos levantamos y un viaje a una estrella demasiado lejana para verla desde aquí. Me alegro de ver la Tierra otra vez.

Un día muy largo, y muy extraño desde luego. En el planeta muerto en el que aterrizamos, Sandor había encontrado a su hermano gemelo perdido y los microbots que proporcionaban una nueva inmunidad contra el contagio que había matado al planeta. Yo no sabía nada de su química, pero nos habían salvado. Agradecía tenerlos flotando en la sangre.

La lancha se deslizó otra vez hacia la cara gris y magullada de la Luna. Tycho yacía bajo nosotros, el pico central era un islote escarpado en un lago de sombras negras como la tinta, los rayos pálidos se desplegaban a su alrededor, la estación era una cuenta de plata brillante en la pared del borde norte.

—Todavía segura. —Sandor nos sonrió con un asentimiento de satisfacción—. Lista para clonaros de nuevo si hace falta replantar la Tierra otra vez.

—¿Podemos aterrizar? —Casey se mostraba ansioso de repente—. ¿Podemos mirar dentro?

—Está dormida —Sandor sacudió la cabeza—. No hay nada vivo dentro excepto el ordenador maestro, programado para despertarla si se detecta algún peligro.

—¿No podemos despertarla ahora? —preguntó Casey—. ¿No se puede clonar a Mona?

Se sentaron cara a cara bajo el duro brillo del sol, tras ellos la negrura vacía. Casey había salido del pasado, sus genes conservados desde que el primer gran impacto borrara la mayor parte de la vida de la primera Tierra. Un hombre negro y fornido con pelo espeso y negro y rasgos orientales impasibles, le temblaba la mandíbula y lo agitaba la emoción.

Los genes de Sandor provenían de los que teníamos en la estación, pero eras de evolución e ingeniería genética lo habían convertido en un organismo casi alienígena. Sus microbots lo habían transformado en algo más que un simple humano. Casi desnudo, bronceado con un color dorado donde le daba el sol y pálido a la sombra, era delgado y elegante. Tenía un rostro estrecho de duende, una corona de piel marrón lustrosa donde nosotros teníamos pelo.

—¿Mona? —La voz de Casey se elevó con brusquedad—. Deberían haberla clonado con nosotros. ¿Sabe por qué no la clonaron?

—No era necesaria —Sandor se encogió de hombros—. La estación Tycho es un trocito impagable de historia, pero ya no es más que historia.

—¿Sólo historia? —murmuró Casey amargamente—. No olvide la historia. Los clones replantamos el planeta y lo volvimos a replantar cuando todavía era el único mundo humano. Nos debéis la vida. ¿No sabe la historia de mi padre holográfico?

—Tan bien como tú. —Sandor le ofreció un encogimiento de hombros burlón—. No olvides lo que he hecho. Tu estación se había perdido y olvidado. Enterrada bajo los restos del impacto lunar hasta que yo descubrí el lugar.

Con una mueca de obstinación, Casey se volvió hacia Sandor.

—Si nos clonó sólo para probar el nuevo laboratorio de maternidad, ¿por qué no puede comprobarlo de nuevo? ¿Lo suficiente para que ella vuelva a vivir?

Sandor sacudió la cabeza peluda.

—¿Ahora? —Su voz tenía un cierto tono de impaciencia—. No tenemos tiempo que perder. Lo quizá ya esté allí, esperándome en el círculo de Stonehenge.

—¿Podemos volver?

Sandor se volvió a encoger de hombros y la Luna se alejó.

De repente estábamos sobre Asia. Las costas del este estaban ocultas bajo la noche. La India estaba blanca por una nube del monzón, el Himalaya brillaba por el hielo pero al norte y al este la tierra era de un verde vivo, toda ella hasta los mares abiertos que rodeaban el polo iluminado por el sol. La Tierra terraformada todavía estaba templada, todavía viva.

—Tiene buen aspecto —Casey miró a Sandor y bajó la voz—. ¿Verdad?

Sandor había ladeado la cabeza para escuchar. Lo vi sacudir la cabeza, vi que el color desaparecía de su rostro dorado. La lancha no tenía controles que pudiera tocar pero la Tierra redonda giró y se elevó hasta que flotamos sobre el Mediterráneo. Había cambiado desde que se hicieron nuestros antiguos mapas, se había ensanchado cuando el deshielo elevó el nivel de los mares. Se protegió los ojos del sol con la mano y se inclinó para mirar otra vez.

—¿Pasa algo? —preguntó Casey.

—No lo sé. —Hizo una pausa para sacudir la cabeza de elfo—. Me alegro de ver el verde. No hay polvo rojo pero no oigo nada.

—¿No hay señales de radio?

Escuchó de nuevo y el ceño se intensificó antes de sacudir la cabeza.

—Ninguna. Los microbots nos unen a todos mediante señales radiofónicas. Todavía estamos demasiado lejos para que distinga voces individuales pero tantos millones deberían crear un zumbido electrónico. Todo lo que oigo es el silencio.

Fuimos saltando por el planeta y adelantamos a la noche, que ya caía. América estaba oscura pero la distinguimos a la luz de la luna. Flotamos bastante bajos sobre los puntos donde yo recordaba que había ciudades pero no vimos ninguna luz excepto la línea roja e irregular de un gran incendio forestal que cruzaba las praderas al este de las Rocosas.

—¿Gente? —murmuró Pepe con tono esperanzado—. La gente provoca incendios.

—Y los rayos también —dijo Sandor, y nos deslizamos otra vez.

Los antiguos terraformadores habían convertido a Australia en algo difícil de reconocer. Mientras aparecía bajo la luz del sol delante de nosotros, vi que se habían vuelto a dibujar las viejas líneas de costa, los antiguos desiertos eran ahora verdes y había aparecido un nuevo mar azul en el corazón del continente. Sandor nos posó cerca del gran monumento conmemorativo que había construido para mostrar la historia olvidada que había descubierto en la Luna.

¡Qué cabrón! —Pepe suspiró cuando empezamos a distinguirlo—. ¡Qué lástima!

El muro que rodeaba al monumento había desaparecido. El Monumento a Washington todavía se levantaba en plena majestad solitaria pero la cúpula de San Pedro se había derrumbado. El Taj Mahal se había desmoronado y convertido en una montaña de mármol roto. La Esfinge, con la nariz restaurada aún intacta, se agazapaba como una bestia lista para salir de un salto de una selva nueva y exuberante. La Gran Pirámide era un pico de mármol limpio y blanco en medio de un bosque denso que había trepado por la ladera del muro del borde Tycho casi hasta la réplica de la cúpula.

La conmoción lo dejó en silencio. Sandor bajó aún más para buscar Stonehenge, que se había levantado en el límite de la gran avenida. Le costó algún tiempo encontrarlo. Copiado en algo que parecía plata maciza, sus enormes pilares irregulares todavía permanecían donde los había colocado, pero ahora ocultos bajo una maraña de parras trepadoras. Un gran árbol con extrañas hojas rojas dominaba el círculo central, mucho más alto que las piedras.

—Lo —oí el leve susurro de Sandor—. Lo y Tling. Iban a estar aquí.

Busqué bajo aquel árbol de hojas enormes en busca del brillo espejado de una deslizadora, de cualquier cosa viva. Cuando por fin encontré algo que se movía, era un monito que nos reñía desde la copa del árbol. Sandor nos retuvo allí mucho tiempo. Tenía la piel del color del papel, incluso cuando el sol debería habérsela dorado; se sentó en sombrío silencio hasta que Casey se atrevió a preguntar.

—Señor, ¿qué piensa?

—Deberían estar aquí. —Su rostro era una máscara inerte—. Vamos a buscar en mi casa.

Su casa se había excavado en el costado de una colina con vistas al monumento conmemorativo. Despegamos de Stonehenge y nos alejamos de la Esfinge que nos miraba sin ver y nos elevamos sobre una sierra boscosa con rumbo al valle abierto que había detrás. No parecía haber cambiado desde que nos fuimos, todavía era una rebanada del África prehistórica. Los ñus y las cebras pastaban cerca de las aves zancudas que había en una laguna poco profunda. Media decena de elefantes seguían a un macho de grandes colmillos que salía de un grupo de árboles que había a la orilla de un arroyo estrecho.

Sólo unos días antes por nuestra retorcida cuenta, los tres habíamos vagado por aquel mismo arroyo, forasteros procedentes de la Luna, perdidos y hambrientos en un mundo que no esperábamos. La pequeña Tling, que estaba aquí para visitar a sus amigos los animales, nos había encontrado, nos había dado de comer y había traído a su madre para que nos rescatara.

Eso había sido ayer para nosotros, pero no dejaba de ser mil años atrás. Había crecido un gran árbol en el estante rocoso que había bajo el acantilado. Ya muerto, caído y casi convertido en moho, el tronco bloqueaba la puerta. Sandor hizo flotar la nave por encima y al final aterrizó al lado. Se quedó sentado en la deslizadora, escuchando, contemplando el cielo y esperando a Lo y Tling.

—¿No pueden estar por aquí? —preguntó Pepe—. ¿Buscándolo?

—Debería sentirlas —dijo abatido, pero al final se movió del asiento—. Vamos a mirar dentro.

Abrió la puerta, salimos a gatas y encontramos un camino alrededor de las raíces podridas del gran árbol y del pozo que habían hecho cuando cayó. Se detuvo de nuevo para escuchar en el arco del acantilado y avanzó por la oscuridad. Lo seguimos y sentí que tropezaba con algo que crujía y rodaba. Me asomé a las sombras y encontré una calavera humana rota y blanqueada.

¡Osos! —dijo Pepe en español—. Osos.

Se había inclinado para señalar unas huellas enormes en el suelo embarrado. En la oscuridad, más adelante, escuché el gruñido ronco de un animal. El olor fétido a animal fue de repente aplastante. El estómago me empezó a dar vueltas y salí dando tumbos al exterior. Nos quedamos allí, respirando el aire limpio hasta que de repente Sandor se giró y miró de nuevo al cielo.

Vi una línea delgada y brillante que cortaba de súbito una borla de algodón de un cúmulo. Se fue ampliando en silencio y se convirtió en una deslizadora espejada que se posó sobre la hierba a nuestro lado.