34

El techo abovedado se había quedado oscuro cuando el radiodirigido se estropeó. Un momento después quedó sembrado de nuevo con aquellas nuevas constelaciones. La nave muerta, inmensa y muy por encima de nosotros, era una silueta ribeteada de fuego contra la Vía Láctea.

—¡Usted lo vio! —le gritó Casey a Sandor—. Algo verde. ¡Algo vivo!

Sandor frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Vi un breve relámpago verdoso. Probablemente debido a un mal funcionamiento cuando se estrelló el radiodirigido.

—Era verde —insistió Casey—. ¿No van a hacer aterrizar a nadie para echar un vistazo?

—No hay tiempo para eso.

—Pero si la isla está viva…

—¿Cómo puede ser eso? —Se mostraba brusco e impaciente—. Hemos visto todo el planeta muerto. Sea lo que sea lo que lo mató, mató al radiodirigido antes de que siquiera tocara la superficie. La capitana no se va a arriesgar a intentar ningún tipo de contacto…

—Si nos permitiera aterrizar… —Casey esperó a que Pepe y yo asintiéramos—, podríamos enviar un informe por radio.

—¿Enviaros ahí abajo a morir? —Sandor abrió mucho los ojos—. Le importa demasiado la vida, no se lo plantearía siquiera.

—¿Y no cree usted que a nosotros nos importa la vida? Dígale que nos clonaron para mantener la Tierra y a la humanidad con vida. Pero dígale también que nos clonaron para morir. Si hay que hacerlo, no veo una forma mejor.

Sandor nos llevó a que conociéramos a la capitana Vlix y nos tradujo. Nuestra visita fue breve pero suficiente para dejarme vislumbrar una chispa de humanidad bajo aquellas escamas relucientes de un rojo intenso. No sé lo que le dijo pero percibí el interés de ella. Hizo que nos interrogara sobre la Estación Tycho y nuestras vidas allí.

—¿Les gusta? —Sus enormes ojos verdes nos sondearon con una intensidad inquietante—. ¿Vivir sin microbots? ¿Saber que vais a morir?

—Lo sabemos —asintió Casey—. Pero yo no me lo planteo.

—Debo admirar su idealismo. —Un ceño le arrugó las escamas rojas—. Pero el personal científico informa que no hay pruebas creíbles de que haya vida en el planeta. No puedo desperdiciar sus vidas.

—Nosotros vimos pruebas que sí creemos —dijo Casey—. En aquel último segundo mientras el radiodirigido se estrellaba. Si consideramos lo que hay en juego, estamos listos para correr el riesgo.

—Las apuestas son altas. —Con los ojos clavados en Sandor, frunció el ceño y por fin asintió con la cabeza de escamas rojas—. Pueden ir.

No había trajes espaciales que nos sirvieran. Eso no importaba, dijo Casey; el equipo espacial no había salvado al piloto que abordó la nave abandonada. Sandor traducía y los robots de servicio enseñaron a Pepe a pilotar una lancha de vuelo, una burbuja aerodinámica muy parecida a la deslizadora que había traído a Sandor a la Luna. Nos estrechó las manos y nos deseó buena suerte.

—Que sea rápido —nos dijo—. La capitana Vlix no espera buenas noticias de vosotros. En realidad ninguna noticia después de que aterricéis. Nuestro nuevo destino todavía se está discutiendo. No hay ninguno que parezca seguro, o satisfaga a nadie, pero no podemos retrasarlo mucho más.

Pepe fue rápido y encontramos la isla verde.

Se elevaba entre la niebla de polvo mientras bajábamos, el mar poco profundo que la rodeaba abandonaba el azul del mar abierto, atravesaba cien tonalidades de jade y turquesa hasta llegar al verde brillante de la vida. La isla tenía forma de cuenco, la gran caldera dejada por una antigua explosión volcánica. Las colinas bajas rodeaban un valle circular con un pequeño lago azul en el centro. Una línea de árboles verdes mostraba el curso de un arroyo que atravesaba una brecha en las colinas desde el lago hasta el mar.

—¿Kell? —La voz de Sandor graznó en la radio antes de que tocáramos el suelo—. ¿Navarro? ¿Yare? Responded si podéis.

—¡Díselo! —Casey le sonrió a Pepe mientras bajaba nuestra deslizadora a una amplia playa blanca que parecía arena de coral—. Tiene mucho mejor aspecto que nuestros pozos de la luna. Haya lo que haya.

—Haya lo que haya —le hizo eco Pepe.

—Dile que vamos a abrir la escotilla —dijo Casey—. Si podemos respirar el aire, vamos al interior de la isla.

Pepe abrió la escotilla. Yo aguanté la respiración hasta que no pude más. El aire estaba fresco y frío pero percibí una leve picazón acre. Al momento me estaban escociendo los ojos. Pepe estornudó y se puso un pañuelo en la nariz. Casey mató una tos y nos miró con brusquedad.

—¿Podéis informar? —La voz ansiosa de Sandor—. ¿Podéis respirar?

Casey tosió y se sonó la nariz.

—Respiramos —jadeó—. Todavía respiramos.

Pensé que estábamos inhalando el patógeno. Yo no había conocido al piloto que murió en la nave abandonada, ni a los millones o miles de millones que había matado. No sentía ningún dolor personal por ellos pero Pepe y Casey formaban casi parte de mí. Los rodeé con los brazos. Nos acurrucamos juntos, estornudando y jadeando hasta que Pepe se echó a reír y se apartó.

—Si esto es la muerte, no está tan mal. —Me dio un codazo en las costillas—. Vamos a echar un vistazo más de cerca.

Salimos dando bandazos de la escotilla y nos quedamos allí, en la arena dura y húmeda al lado de la deslizadora, respirando con dificultad y mirando a nuestro alrededor. El cielo era de un rosa polvoriento, los soles una diminuta luna roja y una chispa rosa brillante. La playa subía hasta unas colinas verdes y bajas. Quizá a un kilómetro playa abajo, una selva verde cubría el delta de la desembocadura del pequeño río. Pepe recogió un trozo de alga que habían dejado las olas.

—Todavía verde. —Lo estudió, lo olió—. Huele vivo.

Me ardían los pulmones. Creí que cada vez que respiraba iba a ser la última, sin embargo siempre era capaz de luchar por más aire. Pepe tiró el pañuelo y se subió a la deslizadora para ponerla playa arriba y alejarla del agua. Volvió con una radio portátil. Casey se sonó otra vez y empezó a caminar playa abajo, hacia el delta. Lo seguimos, respirando cada vez con más facilidad mientras avanzábamos.

Aquel pequeño río se había abierto camino entre dos grandes acantilados de basalto. Casey se detuvo antes de que pudiéramos alcanzarlos y frunció el ceño ante el más cercano. Yo lo miré y cogí aire. La cumbre se había tallado para formar una cara. La cabeza sin terminar de un gigante luchaba por salir de la piedra.

—¡Sandor! —Casey se acercó más y se quedó mirando la gran cara oscura—. Es Sandor.

—Así es. —Pepe se cubrió los ojos con las manos para defenderse del sol y susurró con voz ronca—. A menos que estemos locos.

Tuve que estornudar otra vez y me pregunté qué nos estaba haciendo el polvo.

Sandor llamó otra vez desde la nave pero Pepe parecía demasiado aturdido para hablar. Colgaba una escala de cuerda por la cara que bajaba hasta la playa. Negra y gigantesca, con la mirada clavada en el cielo y los labios curvados en una sonrisa maliciosa, la cabeza era desde luego la de Sandor.

—Estamos bien —dijo Pepe por fin al teléfono con la voz ronca y rasposa—. Todavía respiramos.

Nos acercamos más al acantilado y encontramos una cueva estrecha. Un antepecho que sobresalía albergaba un largo banco de trabajo tallado en un tronco sin desbastar, una forja con un pedal para hacer funcionar los fuelles, una cesta de carbón, un yunque pesado, una larga estantería atestada de martillos toscos, cinceles y taladros.

—El taller del escultor. —Casey se volvió a través de un arrecife de virutas negras y vidriosas que había en la arena, basura caída del cincel—. ¿Quién es el escultor?

Le señaló los labios a Pepe cuando Sandor volvió a llamar.

—Dile que aguante la nave. Dile que estamos vivos y avanzando por la isla. Dile que hemos encontrado vida humana o grandes pruebas de que la hay. Pero no le digas ni una palabra de la cara. No hasta que tengamos algo que se pueda creer la capitana Vlix.

Seguimos andando hacia el interior de la isla siguiendo un sendero gastado a lo largo de la orilla del río. El valle se hizo más ancho. Salimos entre dos filas de árboles pulcramente espaciados que tenían unas frutas rojas y brillantes.

¡Cerezas! —gritó Pepe en español—. ¡Cerezas! Es un cerezal.

Cogimos un puñado y las compartimos, ácidas, dulces, difíciles de creer. Llegamos a un manzanal, a filas de melocotoneros y perales, todos cargados de fruta verde. Más adelante encontramos una huerta regada por una estrecha zanja que desviaba agua del río. Tomateras, batatas, calabacines, judías, maíz alto y verde.

Casey dio un suspiro y se detuvo. Yo miré al hombre que había detrás de él, un hombre que podría haber sido el doble de Sandor, que subía caminando por el sendero para reunirse con nosotros.

—¿Sandor? —Tenía una voz ansiosa muy parecida a la de Sandor, aunque el acento la hacía extraña—. ¿Sandor?

Esperamos sin apenas respirar hasta que llegó a nosotros. La imagen de Sandor, bronceado por el sol, tenía la misma constitución esbelta, la misma piel castaña y lustrosa coronándole la cabeza, el mismo rostro de duende y los ojos dorados. Se detuvo para examinarnos con evidente desilusión y señaló de repente cuando vio la radio de Pepe.

Pepe lo dejó cogerla. Ansioso, con las manos temblándole, hizo una llamada. El otro Sandor respondió con una voz rápida y sin aliento. Las palabras emocionadas de los dos no significaban nada para mí, como tampoco la comunicación silenciosa cuando se callaron, pero pude leer el flujo de sentimientos en el rostro curtido del extraño. Asombro, miedo, esperanza, lágrimas de alegría.

Por fin el Sandor de la nave tuvo un momento para nosotros.

—Habéis encontrado a mi hermano. Llamadlo Corath si necesitáis un nombre. La capitana Vlix está lista para saltar al límite de la galaxia. No termina de creer lo que estáis diciendo con su nave en peligro, pero Rokehut exige una oportunidad para confirmarlo y yo tengo que ver a mi hermano. Me va a dejar bajar.

Corath nos hizo un gesto. Lo seguimos por un sendero hasta que vimos el lago lejano y un edificio en ruinas sobre una colina. En otro tiempo debió de ser impresionante pero ahora los muros de piedra carecían de tejado, las ventanas y las puertas estaban negras y sólo había huecos. Nos detuvo ante su sencilla vivienda, un techo de paja sobre un suelo desnudo de madera con un pequeño recinto de piedra en la parte de atrás. Esperamos a Sandor sentados a la mesa debajo del techo de paja. Nos sirvió vino de cereza de una jarra de cerámica negra y se quedó esperando de pie, con la vista clavada en el cielo.

Sandor aterrizó la lancha de vuelo plateada en la hierba delante de la vivienda. Corath corrió a encontrarse con él. Se detuvieron y se miraron, se tocaron, se cogieron las manos con fuerza. Se abrazaron y se apartaron, se quedaron mucho tiempo cara a cara sin decir una palabra que yo pudiera oír, riendo y llorando, abrazándose de nuevo hasta que Sandor se frotó los ojos húmedos y se dirigió a nosotros.

—Vi… vi la cabeza. —Respiró profundamente, se detuvo para aclararse la garganta y mirar de nuevo el rostro de Corath como si quisiera verificar que era real—. Se supone que es la mía aunque al principio pensé que era la suya. Lleva aquí casi doscientos años, aislado por el patógeno. Sin forma de buscarme, dice, excepto dentro de la montaña.

Un ataque de tos lo hizo doblarse. Corath le sujetó el brazo hasta que se incorporó y se volvió sombrío hacia nosotros.

—Estábamos tosiendo —dijo Pepe—. Estornudamos, jadeamos. Creíamos que teníamos el patógeno asesino.

—Algo relacionado, dice mi hermano. Pero benigno. Dice que nos salvó la vida.

Tuvimos que retrasar las preguntas. Nos olvidaron, permanecieron juntos durante mucho tiempo en silencio antes de echarse a reír y abrazarse otra vez. Sandor se secó las lágrimas por fin y se volvió hacia nosotros.

—El patógeno llegó aquí hace doscientos años. Corath no sabe más que nosotros sobre su origen o historia. Lo sorprendió aquí, en la isla, trabajando en el mismo tipo de investigación microbótica que yo esperaba acometer antes. Estaba probando inmunidades y buscando efectos cuánticos que podrían extender el alcance de contacto. El efecto del alcance todavía no se ha comprobado del todo pero su nuevo microbot lo hizo inmune. Demasiado tarde para salvar al resto del planeta, pero limpió el patógeno de la isla.

La capitana Vlix seguía siendo una escéptica obstinada, aterrorizada por una posible contaminación. Se negó a dejar que Sandor trajera a su hermano a bordo o siquiera a que volviera él mismo. Sin embargo, con Rokehut y algunos de los otros pasajeros todavía peleándose por un nuevo destino, dejó que el segundo oficial trajera un pequeño grupo de voluntarios desesperados para que vieran la isla viva por sí mismos.

Salieron de la lancha inquietos y pálidos. Ataques de tos y estornudos los dejaron más pálidos todavía hasta que Corath y la noticia de su nueva inmunidad les devolvieron el color. Para asegurarse su propia supervivencia, el oficial le sacó una gota de sangre a Corath y se la metió en el brazo con una aguja. Todavía respirando, pero no del todo seguro, quiso ver la estación de investigación.

Corath nos llevó a recorrer la ruina de la colina. El patógeno había destruido la madera y el plástico y sólo había dejado la piedra y el acero desnudo. Un terremoto había tirado una de las paredes sin techo pero la cámara de aislamiento seguía intacta. Era una enorme caja de cemento sin ventanas y tenía puertas de acero muy pesadas con un vacío hermético en el medio.

Negras de óxido, las puertas bostezaron y se abrieron, detrás sólo había oscuridad. Encendió fuego con un pedernal, acero y yesca, encendió una antorcha y nos dejó pasar. La cámara estaba vacía, excepto por el desorden del equipo abandonado en los bancos de trabajo y una gruesa alfombra de polvo gris inofensivo en el suelo.

No encontramos nada que revelara la estructura de este nuevo microbot, nada que explicara cómo es que las esporas del viento nos habían hecho estornudar y nos habían dejado a salvo. Corath respondió con un único encogimiento de hombros evasivo cuando Pepe se atrevió a preguntar si la infección nos había hecho inmortales.

—Al menos el polvo no nos ha matado —dijo Casey—. A mí me basta.

El oficial volvió a la nave con una botella de la sangre curativa de Corath. La capitana Vlix accedió a que la nave permaneciera en la órbita. Rokehut trajo a sus ingenieros para que examinaran la isla y planearan un asentamiento en la meseta que había detrás del lago. Los pasajeros bajaron con su equipaje y cajas de suministros, listos para apostarse el futuro en la isla y la promesa de Corath de que el polvo rojo podía ser suelo fértil.

Corath decidió quedarse allí con ellos.

Sandor nos llevó de vuelta a la nave. Por fin convencida, la capitana Vlix esperaba para saludarnos en la escotilla y lo abrazó llorando casi tanto como su hermano. Cuando por fin se secó las lágrimas y se apartó, él se dirigió a nosotros.

—Nuestro trabajo es luchar contra el patógeno con el microbot de Corath. Hay voluntarios en lanchas de vuelo que se están poniendo en marcha para llevarlo a los mundos más cercanos. Yo se lo voy a llevar a Lo y Tling, a la Tierra. ¿Queréis venir?

Sí.