Sandor nos llevó a nuestros asientos en la nave de emigrantes. Tenía forma de rueda, giraba lentamente y nos sujetaba contra el borde con una fuerza más débil que la gravedad de la Tierra pero más fuerte que la de la Luna. Una luz azul parpadeó para advertirnos del salto espacio-tiempo. Se desplegaron unos frenos a nuestro alrededor. Sentí un tirón que me llegó hasta las tripas y los frenos nos liberaron. Sin sentir ningún otro cambio nos quedamos allí sentados, esperando inquietos.
La gran cabina estaba en silencio al principio. Al mirar el rostro de los otros pasajeros, vi una expectación ansiosa que daba paso a la desilusión y luego a la angustia. Oí llorar a un bebé, alguien le gritaba a un robot azafata, luego el clamor de voces que se elevaban embargadas por el pánico. Sandor estaba sentado muy serio con la mirada desviada hasta que le pregunté qué pasaba.
—No lo sabemos —sonrió ante nuestro aturdido asombro—. Al menos hemos hecho el salto a la órbita. Quinientos años luz. Ahora sois unos viejos.
Nos dejó seguirlo al salón donde un techo abovedado presentaba un nuevo cielo. La Vía Láctea tenía un aspecto familiar. Encontré la Nebulosa de Orión pero todas las estrellas más cercanas habían cambiado tanto que ya no las reconocía. No sentí la rotación de la nave, el cielo entero parecía girar a nuestro alrededor. Salieron dos soles, uno más pequeño que el nuestro, el más brillante de un fulgor azul cálido. El planeta trepó detrás de ellos, una enorme mancha oscura en el campo de las constelaciones desconocidas. Un fuego rojo lo bordeaba, afilado con el fulgor del sol azul. Busqué el brillo de las ciudades pero todo lo que vi fue oscuridad.
Los pasajeros nerviosos se apiñaban alrededor de unos cuantos miembros de la tripulación uniformados con los gorros y echarpes azules y dorados de la nave. La mayor parte de las preguntas se hacían en el lenguaje silencioso de los microbots pero sus rostros reflejaban la desesperación. Escuché voces agudas, gritos de angustia y miedo.
Nos volvimos hacia Sandor.
—Los telescopios no recogen ninguna luz artificial. —Su rostro delgado tenía una expresión amarga—. Las llamadas de radio no reciben respuesta. El espectro de señales electrónicas parece muerto. —Sacudió la cabeza con un gran suspiro—. Estaba pensando en mi hermano, esperaba encontrarlo aquí.
Con gestos de disculpa, un grupo de personas inquietas pasaron entre empujones y lo rodearon. Pareció escuchar, fruncía el ceño al mirar la sombra oscura del planeta y los despidió con un gesto triste de la mano. Dijo las últimas palabras para nosotros.
—Buscaremos supervivientes.
Vimos el planeta arrastrarse una y otra vez por la bóveda del techo mientras la nave giraba y nos llevaba a su alrededor. Aquella media luna de fuego azul y naranja se iba amplificando con cada pasada hasta que vimos el globo entero. Torbellinos y gallardetes de nubes altas relucían brillantes bajo la luz del sol azul, pero un polvo espeso y rojo apagaba todo lo que había debajo.
Un hemisferio era todo océano, aparte del punto gris de una isla aislada. Un único continente enorme cubría la mayor parte del otro, se extendía hasta muy al sur del ecuador y atravesaba el polo al norte. Las cordilleras montañosas formaban un muro a lo largo de la costa occidental. Un único sistema fluvial drenaba el enorme valle del este. Desde el hielo ártico al mar polar, todo era de un color rojo polvoriento, no se veía vegetación por ninguna parte.
—Un mundo muy rico en otro tiempo —se encogió de hombros desesperado—. Pero ahora…
Se giró para contemplar a una mujer que entraba con paso firme en la habitación. Una mujer con el pecho tan plano, tan masculina y extraña que tuve que mirarla otra vez. Unas escamas brillantes de color negro rojizo le cubrían el cuerpo angular, incluso la cabeza carente de cabello. Su cara era un triángulo estrecho, la barbilla muy puntiaguda, los ojos enormes y verdes. Nos la quedamos mirando mientras saltaba a una plataforma circular que había en el centro de la sala.
—La capitana Vlix —murmuró—. Es muy anciana, nació por aquellos tiempos en los que los microbots eran nuevos y las formas corporales experimentales. Navegué con ella una vez, hace siglos. Había conocido a mi hermano, pero no podía darme ninguna pista.
Se giraban cabezas para prestar atención. Vi que la esperanza inquieta daba paso a una amarga desilusión. Sandor se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos y fijos en ella, hasta que la mujer se giró para mirar a otro oficial que subió también a la plataforma.
—¿Qué pasa? —susurró Casey. Sandor pareció sordo hasta que Casey le tocó el brazo y le volvió a preguntar—. ¿Qué dijo?
—Nada bueno. —Sandor habló por fin, en voz baja y apresurada—. Estaba resumiendo un informe preliminar del personal científico. Ésta es la segunda vez que descubrimos un planeta muerto. El primero está a muchos años luz. Las implicaciones son…
Encorvó los hombros, se había puesto pálido.
—¿Sí? ¿Cuáles son?
Con una sonrisa dolorida intentó recobrar la compostura.
—En este punto, sólo especulaciones. El asesino ha alcanzado dos mundos. ¿Cuántos más? Su naturaleza es todavía desconocida. El jefe científico sugiere que podría ser un microbot maligno, diseñado para atacar toda la vida orgánica. Desde luego parece agresivo, avanza en un frente interestelar a partir del núcleo galáctico.
—¿No se puede detener?
—Desde luego no a menos que lleguemos a entenderlo. Los microbots están diseñados para sobrevivir y reproducirse. Sería imposible detenerlos. Son algo complejo, mitad vivos, mitad mecánicos, más eficientes que cualquiera de las dos cosas. Es posible que hayan mutado y se hayan convertido en algo maligno. Es posible que algún loco los haya reprogramado para uso militar, aunque ellos mismos deberían haberlo evitado.
—¿Estamos indefensos?
—La capitana está haciendo lo que puede. Se está preparando un avión robot radiodirigido para que intente un examen a ras de suelo del daño de la superficie. Ya ha comenzado una búsqueda de cualquier nave que permanezca en órbita. Y…
Se interrumpió para contemplar a un hombre delgado con gorro y echarpe gris que salía como un rayo de la multitud y saltaba para unirse a los oficiales de la plataforma.
—Ése es Benkar Rokehut. —Hizo una mueca sarcástica—. También de la Tierra, nacido en mi mismo siglo. Un emprendedor que ha abierto media decena de mundos, hizo y perdió una decena de fortunas. Subvencionó los reconocimientos y los asentamientos iniciales aquí. Se juega el futuro. —Se encogió de hombros con gesto irónico—. Y no quiere morir.
Rokehut se enfrentó a la capitana durante un momento y luego se volvió en silencio para dirigirse a la sala. Indicó con gestos el planeta, señaló varias características de la superficie y se giró para seguirlo mientras reptaba sobre nuestras cabezas, se ponía y salía de nuevo. Cuando la capitana Vlix se movió como si quisiera detenerlo, de repente rompió a hablar, gritándole con vehemencia, la piel pálida adquiría un color más rojo que el del planeta.
—Sus emociones han superado a los microbots —Sandor frunció el ceño y nos acercó más—. Todo lo que ve es peligro. Aunque el primer planeta perdido está a cien años luz de éste, desde la Tierra ambos se ven en el núcleo. Cree que el patógeno asesino se está extendiendo a partir de algún lugar cercano al núcleo, posiblemente trasmitido por refugiados. Quiere que salgamos con dirección a las estrellas fronterizas del límite.
Los oficiales se movieron para enfrentarse a él. Lo que dijeron fue en silencio pero vi que el rostro de Rokehut adquiría un tono gris parecido al del gorro y el echarpe. Se los quitó de un golpe, los tiró a la plataforma, agitó los puños y gritó. Por fin se dio por vencido, se apartó y se quedó allí enfadado, con los puños todavía apretados con una furia totalmente humana.
La capitana Vlix se volvió en silencio para enfrentarse a la habitación y habló con calma y control.
—Los oficiales están de acuerdo en que al parecer nos enfrentamos a una invasión interestelar —dijo Sandor—. Pero un vuelo a ciegas sólo puede extender el contagio si los refugiados asustados lo trasmiten. Al final, a menos que tengamos una salida mejor… —Con un triste encogimiento de hombros, hizo una pausa para mirarnos con intensidad—. La Estación Tycho podría convertirse en la última esperanza de la humanidad. Está sellada, protegida, bien oculta. La Luna no tiene una vida en la superficie que pueda atraer o sostener ningún tipo de patógeno. —Torció los labios en una mueca de humor amargo—. Incluso si el patógeno gana, todavía queda una esperanza. Debería morir cuando no queden anfitriones que lo trasmitan. Vuestros clones quizá tengan otro libro que escribir antes de que termine vuestra épica.
La capitana Vlix dejó la habitación, Rokehut y su gente la siguieron de cerca. Los robots azafatas circulaban con bandejas de galletas marrones y duras y burbujas de plástico de zumo.
—Lo más que podemos hacer —dijo Sandor—. Con cero veces en tránsito, la nave no lleva suministros ni provisiones para una estancia prolongada a bordo. Tenemos que movernos pero los oficiales están de acuerdo en que no podemos volver hasta que recibamos la información que podamos del radiodirigido.
Descendió sobre los glaciares que bordeaban el casquete polar y voló hacia el sur a lo largo de la costa oeste. Sus cámaras proyectaban las imágenes en la cúpula y por el borde del suelo. Al mirarlas, yo tenía la sensación de que iba montado en el morro. Debía de volar alto y rápido pero las imágenes estaban procesadas para hacer que pareciera que flotábamos bajos e inmóviles sobre un puerto desierto o la ruina de una ciudad, y luego nos elevábamos para pasar a la siguiente.
Todo lo que vimos fue polvo y desolación: muros rotos de piedra o ladrillo en los que habían caído los techos; marañas de acero retorcido donde se habían levantado torres; diques de cemento alrededor de muelles vacíos. Y, en todas partes, dunas movidas por el viento de polvo rojo y muerto y nubes agitadas por el viento de polvo del color del óxido, a veces tan densas que ocultaban el suelo.
El radiodirigido giró hacia el este cerca del ecuador, se encumbró sobre los picos de las montañas coronados de nieve teñida del color de la sangre moribunda. Hizo una pausa sobre las presas rotas en altos cañones de montaña y cruzó una red de canales de irrigación llenos de polvo.
—He soñado que mi hermano estaba allí —Sandor puso una expresión solemne—. Soñé que quizá lo encontraría aquí. —Se detuvo para suspirar y contempló un mar infinito de dunas formadas por las olas—. ¡Sueños! Todos soñamos con una vida eterna y tiempo para todo. Y ahora esto, el patógeno.
El radiodirigido había llegado a la costa muerta y había seguido volando hacia el este, cruzando el océano vacío. La sala estaba otra vez en silencio, la gente desalentada empezaba a irse. Casey preguntó si íbamos a volver.
—Todavía no —Sandor se tocó la cabeza, escuchando—. La capitana Vlix informa que el equipo de investigación ha encontrado algo en la órbita polar inferior. Quizá una nave. Quizá sólo una roca. Puede que otra cosa totalmente diferente. Va a lanzar una lancha con un piloto para inspeccionarlo.
De vuelta en la sala sonaba una música extraña. Extraña al menos para mí. Unos trinos, carreras y esfuerzos desconocidos quedaban interrumpidos por largos periodos de silencio. Una mujer con un bebé en los brazos se balanceaba siguiendo un ritmo que yo no oía. La gente silenciosa dormitaba o paseaba por los pasillos. Un grupo silencioso se había reunido alrededor de Rokehut en un extremo de la habitación, escuchaban y gesticulaban.
—Todavía quiere que huyamos para salvar la vida —dijo Sandor—. Hacia una estrella que está a dos mil años luz hacia el límite. ¡Un sueño de idiotas! Para completar el salto tendría que calcular la posición relativa exacta de la estrella dentro de dos mil años. Nadie tiene esos datos.
Las azafatas volvieron con zumo y unas pequeñas obleas blancas. Rokehut y su grupo las rechazaron con gestos de enfado y marcharon en tropel a enfrentarse otra vez con la capitana.
—Un sedante suave —Sandor rechazó al robot con un gesto—, si necesitáis relajaros.
Yo acepté la oblea. Tenía un ligero sabor a vinagre y me provocó un cansancio repentino. Dormí en mi asiento hasta que Casey me tiró del brazo.
—La lancha ha llegado al objeto de la órbita —nos dijo Sandor—. El piloto la identifica como la nave que trajo a los últimos colonos. Ha intentado establecer contacto pero no recibe respuesta. Pidió permiso para subir a bordo. Se le ha concedido, con la advertencia de que no se le permitirá volver a nuestra nave. Informa que su robot de servicio está cortando ahora los cerrojos de seguridad para permitirle pasar por la escotilla.
Contemplé a la gente que nos rodeaba, escuchaba en silencio, fruncía el ceño prestando atención, asintiendo expectante, frunciendo el ceño otra vez.
—Está dentro. —Con la cabeza ladeada y los ojos clavados en algo lejano, Sandor habló por fin—. El patógeno ha estado allí. Ha encontrado polvo rojo en los muelles pero espera que lo proteja el equipo espacial que lleva. Cree que el asesino ya estaba en el planeta antes de que llegara la nave. Nunca se descargaron los suministros. Todos los productos orgánicos se han desvanecido pero el metal permanece intacto. Sigue avanzando…
Sandor se detuvo a escuchar y sacudió la cabeza.
—El piloto se dirigía a la sala de control, en busca de archivos o pistas. No llegó allí. —Inclinó la cabeza y asintió—. El jefe científico está resumiendo las pruebas que tiene. Parece indicar algo que se trasmite por el aire, de acción rápida, totalmente letal. Probablemente mató a cualquiera que haya sabido lo que es.
La capitana Vlix permitió a Rokehut y a sus partidarios que sondearan a los pasajeros. Por mayoría absoluta votaron que querían volver a la Tierra de inmediato. La sala se convirtió en una confusión de protestas airadas cuando se retrasó la partida y se cayó un poco cuando la capitana Vlix volvió a la plataforma.
—Dice que la Tierra está descartada —nos dijo Sandor— por dos razones más que suficientes. Podríamos encontrarnos con que el patógeno ya está allí. Incluso si llegamos antes dice que no cabe duda de que nos considerarían posibles transmisores, nos advertirían que nos fuéramos y estaríamos sujetos a cualquier ataque.
—Eso me recuerda a una leyenda de la vieja Tierra —asintió Casey con amargura—. La leyenda de un barco fantasma llamado el Holandés Errante, que navegaba para siempre y nunca llegaba a puerto.
Las extrañas constelaciones salieron parpadeando de la cúpula del techo, y volvieron las imágenes del radiodirigido. El océano ilimitado que había debajo parecía tan azul como el de la Tierra cuando lo vislumbramos a través de unas brechas en las nubes, pero el cielo era amarillo, el sol más grande era de un rojo mate, el azul era ahora un punto rosa y cálido.
—La isla está un poco más adelante. —Sandor se quedó con nosotros en el salón y miró ceñudo el horizonte—. Si es que el radiodirigido llega allí. Está perdiendo altitud, y velocidad, probablemente dañado por el polvo.
Unas olas coronadas de blanco se elevaban más cerca mientras bajaba planeando a través de rachas esparcidas de cúmulos.
—¡Ahí está! —susurró Sandor antes de que yo pudiera verla—. Justo a la derecha.
Me esforcé por verla. La imagen se oscureció y parpadeó cuando el radiodirigido atravesó un penacho de nubes teñidas de rosa. Algo borró el horizonte más lejano. Al principio fue una leve veta oscura, se desvaneció y volvió mientras buscábamos el color.
—¿Verde? —un grito agudo de Casey—. ¿No es verde?
—Lo era —dijo Sandor—. Nos hundimos.
Una montaña coronada de espuma de un agua azul verdosa trepaba delante del radiodirigido. Se estrelló con un impacto que casi sentí, pero creí percibir un relámpago de verde.