31

Seguimos vagando valle arriba después de que nos dejara Tling, apartándonos de los árboles e intentando mantenernos alerta por si había algún peligro o algo que nos pudiera ayudar.

—Si Sandor vive aquí fuera —dijo Casey—, tiene que haber otros. Gente, espero, que no nos tome por robots.

Nos paramos para contemplar a unos impalas bebiendo en un charco. Se limitaron a levantar la cabeza para mirarnos pero huyeron cuando un guepardo saltó de un matorral. El más pequeño fue demasiado lento. El guepardo lo derribó y se lo llevó de vuelta a la maleza.

—Nada de microbots para ellos —murmuró Pepe—. Ni para nosotros.

Seguimos adelante con esfuerzo, sin encontrar ninguna señal de nada humano. Hacia la mitad de la tarde, con hambre y sed otra vez, y sin nada humano a la vista, nos sentamos a descansar en un saliente de rocas. Pepe sacó un pequeño holograma de Tanya del bolsillo de la chaqueta y lo pasó para mostrarnos su sonrisa y sus ojos oscuros.

—Si no hubiéramos perdido la radio… —Se interrumpió con una sonrisita rígida—. Pero supongo que no habríamos llamado. Me encantaría oír su voz. Sé que está nerviosa pero no querría que supiera el lío en el que estamos metidos…

Se detuvo cuando una sombra parpadeó por el holograma. Al levantar la vista encontramos una deslizadora plateada que flotaba hacia la hierba a unos metros de nosotros. Una puerta ovalada se dilató en uno de los lados y Tling saltó del interior.

—¡Os encontramos! —gritó—. Sin microbots ni nada. Aquí está su madre.

Una mujer delgada salió de detrás de ella, se rio de Pepe cuando intentó repetir el nombre que nos dio.

—Dice que la podéis llamar Lo.

Tling todavía llevaba la blusa y la falda con el sombrero de ala ancha, pero Lo estaba desnuda salvo por un diáfano echarpe azul que llevaba sobre los hombros. Tan agraciada y elegante y casi tan asexuada como Sandor, tenía el mismo tono crema de piel, ya oscureciéndose allí donde le había dado el sol, pero tenía una espesa corona de rizos de un brillante castaño rojizo en lugar de la capa de piel lustrosa de Sandor.

—El doctor Yare. —Tling pronunciaba con cuidado para que la oyéramos—. El señor Navarro, el señor Kell, que también se llama El Chino. Los clonaron en la Estación Tycho a partir de muestras de tejido prehistóricas.

—Los clonaron para cumplir con su obligación allí. —Lo nos miró con severidad, su inglés era tan preciso como el de Tling—. ¿Cómo llegaron aquí?

—Le mentimos a la nave. —Casey se incorporó con ademán irónico para enfrentarse a ella—. Lo hicimos porque no queríamos vivir toda la vida en aquel pozo de la Luna. No diré que no lo siento pero ahora tenemos problemas. No quiero morir.

—Morirás —le dijo ella con brusquedad—. Como toda tu especie. No lleváis microbots.

—Supongo. —Él se encogió de hombros—. Pero primero queremos una oportunidad para vivir.

—¡Mamá, por favor! —Tling la cogió de la mano—. Sin microbots están en peligro inmediato. ¿Podemos ayudarlos a seguir con vida?

—Eso depende de tu padre.

—Intenté preguntarle —dijo Tling—. No respondió.

Contemplamos el ceño solemne de Lo y la expresión cada vez más preocupada de Tling.

—Ojalá tuvierais microbots. —Por fin se giró para traducirnos—. Mi padre ha salido a recibir una nave interestelar que acaba de volver después de ochocientos años de viaje. Los oficiales le están contando una historia muy rara.

Levantó la vista hacia su madre, como si escuchara.

—Llevaba colonos para los planetas de la estrella Enthel, que está a cuatrocientos años luz hacia el núcleo galáctico. Habían despegado sin ningún aviso de problemas. El planeta de destino se había examinado y abierto para el asentamiento. Tenía grandes riquezas naturales y no tenía vida nativa que proteger. Los algoritmos de navegación para el vuelo se habían comprobado y las prioridades de ocupación se habían asegurado. —Miró al cielo con una expresión de consternación perpleja—. Ahora ha vuelto la nave con dos mil colonos aún a bordo.

Casey preguntó qué había pasado. Esperamos contemplando cómo fruncía el ceño nerviosa.

—Mi padre está preguntando —Tling se volvió hacia nosotros—. Tiene miedo de que haya pasado algo horrible.

—Tiene que haber sido horrible —susurró Pepe—. ¡Imaginaos ochocientos años en una nave espacial!

—Sólo instantes para ellos —Tling sacudió la cabeza mientras le sonreía—. El tiempo se detiene, recuerda, a la velocidad de la luz. Para ellos se fueron ayer. Sin embargo su situación sigue siendo bastante difícil. Sus amigos están desperdigados. Todo su mundo ha desaparecido. Se sienten perdidos y desesperados.

Se volvió hacia su madre.

—¿Por qué no pudieron despegar?

Su madre escuchó otra vez. Al otro lado del valle vi una pequeña manada de cebras que corrían. No vi lo que las había asustado.

—Mi padre está preguntando —nos dijo por fin—. A los pasajeros no les dijeron por qué tuvo que regresar la nave. Los oficiales han prometido una declaración, pero mi padre dice que no se ponen de acuerdo sobre lo que van a decir. No están seguros de lo que encontraron en el planeta de destino. Cree que tienen miedo de decir lo que creen.

Las cebras que corrían se desviaron hacia un lado. Vi el relámpago moreno de un león que cargaba contra ellas y vi que caía una cebra coja. A mí también me dolía el tobillo de una piedra que se había girado al pisarla y me sentí tan indefenso como la cebra.

—No se preocupe, señor Dunk —Tling estiró la mano para acariciarme el brazo—. Mi padre está muy ocupado con la nave. No sé qué puede hacer con vosotros pero no quiero que os maten los animales. Creo que podremos manteneros a salvo hasta que vuelva a casa. ¿Verdad, mamá?

Con los labios muy apretados Lo se encogió de hombros como si nos hubiera olvidado.

—Por favor, mamá. Sé que son primitivos pero nunca me harían daño. Los entiendo igual que entiendo a los animales. Tienen hambre y miedo y no tienen sitio a donde ir.

Lo se quedó inmóvil durante un momento y nos miró con el ceño fruncido.

—Suban.

Hizo un gesto para que entráramos en el volador y levantó la cabeza otra vez como si escuchara al cielo.

Nos encumbramos hacia una colina rocosa y aterrizamos en un saliente nivelado cerca de la cumbre. Al bajarnos contemplamos el valle lleno de hierba y por encima de la sierra, el monumento de Sandor justo después. Más cerca de lo que esperaba encontré el brillo metálico de la nave espacial reconstruida en la avenida, la cúpula del Capitolio y el obelisco de Washington, el fulgor del mármol blanco de la pirámide egipcia asomándose entre el bosque verde que había algo más allá.

—Mi padre escogió este sitio —Tling señaló con la cabeza el acantilado—. Quería ver cómo construían el monumento.

Mientras su madre se quedaba allí escuchando al cielo con atención, Tling inspeccionó nuestros trajes de safari manchados de barro.

—Necesitáis un baño antes de comer —decidió.

Corrió delante de nosotros y nos llevó por un túnel arqueado al interior de la colina y me acompañó a una habitación mucho más grande que la celda que yo tenía bajo la cúpula de la estación. El agua templada me roció cuando entré en la ducha y el aire caliente me secó. Cuando salí, un robot con forma humana me entregó mi ropa, limpia y pulcramente doblada. Me llevó a una habitación en la que Tling ya estaba sentada con Pepe y Casey ante una mesa puesta con platos alrededor de una pirámide de fruta fragante.

—El señor Chino preguntó por mi madre. —Levantó la vista para sonreírme—. Habéis visto que es diferente, con microbots diferentes. Viene del sistema Garenkrake, a trescientos años luz de aquí. Su gente había olvidado de dónde venían pero ella quería saberlo. Cuando su búsqueda del planeta madre la trajo aquí, se encontró con que mi padre ya estaba excavando en Tycho. Trabajan juntos desde entonces.

Pepe y Casey ya estaban comiendo. Casey se volvió hacia Tling, quien mordisqueaba con delicadeza algo que parecía una enorme orquídea violeta.

—¿Qué crees que nos va a pasar?

—Le preguntaré a mi padre cuando pueda —miró un momento al techo—. Todavía está ocupado con los oficiales de la nave. Siento que le tengáis miedo a mi madre. No os odia, de verdad que no. Si parece fría con vosotros es porque ha trabajado mucho tiempo en la excavación, desenterrando reliquias del primer mundo. Piensa que tenéis un aspecto tan… tan primitivo…

Sacudió la cabeza ante nuestras expresiones inquietas.

—Le dijisteis que mentisteis a la nave. —Miró a Casey—. Eso la preocupa porque los microbots no transmiten falsedades ni dejan que la gente se haga daño. Siente pena por vosotros.

Pepe hizo una mueca de dolor.

—Nosotros también lo sentimos por nosotros.

Tling se quedó sentada un momento, en silencio, con el ceño fruncido y se volvió hacia nosotros.

—La nave es un gran problema para mi padre —nos dijo—. No le deja tiempo para vosotros. Dice que deberíais haberos quedado en la Luna.

—Ya lo sé —Casey se encogió de hombros—. Pero estamos aquí. No podemos volver y queremos seguir vivos.

—Percibo vuestro miedo. —La niña esbozó una sonrisa inquieta—. Mi padre está demasiado ocupado para hablar con vosotros, pero si venís a mi habitación hay noticias de la nave.

La habitación debía de ser su cuarto de jugar. En una esquina había una cama de niño llena de muñecas y juguetes, al lado había una cuna en el suelo. La pared que había encima estaba viva con el holograma de un paisaje. Aves de largas patas se alejaban volando de una charca cuando un tigre salía de la alta hierba para beber. Una cebra macho se aventuraba a acercarse con cautela, olisqueándonos. Un leopardo que rondaba por allí se quedaba inmóvil y huía de un elefante macho. La niña señaló la pared con un gesto.

—Viví aquí de bebé, aprendiendo a amar a los animales.

Aquel paisaje verde desapareció de repente. La pared se convirtió en una amplia ventana que nos mostró una gran nave espacial que flotaba en medio de una negrura vacía. Unos focos relucían cegadores cuando los alcanzaba el sol. El resto se perdía en las sombras pero distinguí un grueso disco de metal brillante que giraba lentamente. Unas deslizadoras de aspecto diminuto se aferraban a una cúpula voluminosa que había en el centro.

—Está en la órbita de estacionamiento, esperando algún sitio al que ir —dijo Tling—. Vamos a mirar dentro.

Nos dejó vislumbrar los suelos curvados donde la rotación creaba una falsa gravedad. Había gente sentada en filas de asientos como los de los hologramas de los aviones antiguos. Más individuos atestaban los pasillos y corredores, oí fragmentos de charlas calladas y nerviosas.

—… un hogar en una isla del Pacífico.

La cámara enfocó a una mujer con una corona de lo que parecían plumas doradas y brillantes en lugar de cabello. Sujetaba a un bebé sollozante con un brazo y con el otro rodeaba a un hombre de cara seria, estaba respondiendo las preguntas que le hacía alguien que no veíamos. La voz que oímos era la de Tling.

—Para nosotros es duro. —Los labios de la mujer no se movían pero tenía la voz marcada por la angustia—. Allí vivíamos bien. Mark es creador de imágenes y yo me ganaba bien la vida como artista genética, diseñando ornamentaciones a la carta. No nos va el estilo pionero pero queríamos a Bebé. —Una sonrisa irónica le torció los labios—. ¡Un sueño hecho realidad!

Levantó al recién nacido para besarle la cabecita dorada.

—Y míranos ahora —le sonrió con tristeza al chiquillo—. Nos gastamos todos los ahorros en una visión del paraíso de Fendris Cuatro. Una playa tropical entre la espuma y el bosque de bambú, nieve en un cono volcánico detrás. Seríamos cien familias, todos amigos para siempre. —Suspiró y meció al niño—. No nos dejaron bajar de la nave. Ni siquiera nos dijeron por qué. Estamos desesperados, sin dinero y teniendo que cuidar a Bebé. Ahora dicen que no hay ningún otro sitio al que podamos ir.

La pared parpadeó y los hologramas volvieron con monos que parloteaban sobre las copas de los árboles de la selva.

—Ése es el problema —dijo Tling—. Dos mil personas como ellos, atrapados en la nave sin ningún sitio donde vivir. Ahora es problema de mi padre, ya que el consejo votó para ponerlo a cargo.

—¿Por qué no pueden dejar la nave? —preguntó Casey.

—Bueno, veras… —Se quedó callada un momento—. Mi madre dice que es lo que pasa con los microbots. No dejan que la gente invada el planeta y lo agote como mi padre dice que hicieron los primitivos, antes de los impactos. Los nacimientos tienen que estar equilibrados por las migraciones. Esa desafortunada gente perdió su sitio cuando dejó la Tierra.

—¿Hace ochocientos años?

—Ochocientos de nuestro tiempo —se encogió de hombros—. Un día o así del de ellos.

—¿Qué puede hacer tu padre por ellos?

—Mi madre dice que todavía está buscando un destino seguro.

—Y si no lo encuentra… —Casey frunció el ceño—. Y no pueden volver a casa. Parece terriblemente injusto. ¿Dejáis que los microbots os dominen?

—¿Dominarnos? —Confundida, giró la cabeza para escuchar y asintió dirigiéndose al muro—. No lo entiendes. Es verdad que nos unen pero no hay conflicto. Viven en todos nosotros, actúan para mantenernos vivos y con bien, nos guían para que sigamos libres y felices pero moviéndonos sólo cuando consentimos hacerlo. Mi madre dice que forma parte de lo que vosotros llamabais inconsciente.

—¿Y esa gente de la nave? —Casey expresaba sus dudas frunciendo el ceño—. Todavía están vivos, supongo, pero no son libres para despegar ni en absoluto felices.

—Están preocupados —asintió sombría y escuchó de nuevo—. Pero mi madre dice que debería explicar cómo funcionan los microbots. Ella dice que los antiguos primitivos vivían en lo que ella llama las costumbres de los genes de la selva, cuando la supervivencia exigía rasgos agresivos y egoístas. Los microbots nos han permitido cambiar nuestros genes para escapar de la codicia, los celos y la violencia que provocaron tantos crímenes, guerras y dolor en la antigua Tierra. Nos guían hacia lo que es mejor para todos. Mi madre dice que la gente de la nave estará contenta de seguir la ruta que marquen los microbots cuando mi padre les haya ayudado a encontrarla. —Giró la cabeza—. Me llama mi madre.

Yo no había oído nada pero salió corriendo de la habitación. En el holograma de la pared, unos ñus de hombros altos saltaban de un acantilado para cruzar un río nadando. Uno tropezó, se cayó y se desvaneció bajo las rápidas aguas. Lo contemplamos en medio de un silencio sombrío hasta que Casey se giró para mirarnos a Pepe y a mí y fruncir el ceño.

—Creo que no me gusta el modo de funcionar de los microbots.

Habíamos empezado a comprender por qué Sandor no tenía espacio en la Tierra para nosotros.