30

Nos quedamos adormilados en el jergón de cartón, doloridos bajo la pesada carga de la gravedad de la Tierra, durante toda una noche eterna, y despertamos rígidos, muertos de frío y desesperados. Casi deseé estar de vuelta en la Luna.

—Tiene que haber un agujero en la verja —intentó animarnos Casey—. Para dejar entrar a los turistas.

El tren había venido del norte. De vuelta en el muro cojeamos en esa dirección por una estrecha carretera del interior, se nos levantó el espíritu un poco cuando el ejercicio nos calentó. Detrás de una curva, el ferrocarril salía de un túnel, cruzaba un largo puente de acero sobre una garganta rodeada de acantilados que había cortado el arroyo y entraba en nuestra prisión a través de un arco estrecho que había en la barrera.

—Tendríamos que caminar por el puente —Pepe se detuvo inquieto para sacudir la cabeza ante la cinta de agua del suelo rocoso del cañón, muy abajo—. Un tren podría cogernos en la vía.

—Esperaremos a que pase antes de cruzar —dijo Casey.

Esperamos echados y ocultos en una zanja de drenaje al lado de la vía hasta que la máquina salió de golpe del túnel con el aullido del silbato de vapor. Los vagones traquetearon a nuestro lado, los pasajeros se inclinaban para mirar las restauraciones de Sandor que había más adelante. Salimos trepando de la zanja y cruzamos el puente corriendo. Saltamos de la vía en la boca del túnel, rodamos por una ladera de hierba, recuperamos el aliento y echamos a andar hacia el sur, alejándonos del muro para entrar en un paisaje que parecía abierto.

El monumento se fue hundiendo detrás de una sierra boscosa hasta que todo lo que vimos fue la réplica que había hecho Sandor de nuestra cúpula de vigilancia en la réplica del borde desigual de Tycho. Salimos a un amplio valle, con grupos de árboles esparcidos y animales que pastaban y que reconocí: ñus, gacelas y una pequeña manada de elegantes impalas.

—Gracias al viejo Calvin DeFort. Otro Noé que salva a la Tierra de un diluvio diferente. —Casey se hizo sombra sobre los ojos para ver a un par de avestruces que huían de nosotros corriendo por la tierra vacía—. ¿Pero dónde está la gente?

—¿Dónde hay agua? —murmuró Pepe—. Nada de diluvios, por favor. Sólo agua que podamos beber.

Seguimos caminando agotados por la alta hierba verde hasta que vi unos elefantes que salían de un grupo de árboles a nuestra derecha: un magnífico macho con grandes colmillos blancos; media docena más detrás de él, una cría con su madre. Vinieron directos hacia nosotros. Quise correr pero Casey nos hizo un gesto para que simplemente nos apartáramos. Pasaron a nuestro lado con paso tranquilo para beber de un estanque que no habíamos visto. Pepe se adelantó y se inclinó para recoger agua en las manos dobladas.

—¡No! —gritó una voz infantil detrás de nosotros—. El agua sucia podría haceros daño.

Una niña pequeña venía corriendo hacia nosotros desde los árboles donde habían estado los elefantes. La primera niña que veíamos era delicada y hermosa, con una blusa blanca y una falda corta azul; su hermoso rostro estaba medio oculto bajo un sombrero de ala ancha que llevaba atado bajo la barbilla con una brillante cinta roja.

—Hola. —Se paró a unos metros, los ojos azules muy abiertos por el asombro—. ¿Sois los hombres de la Luna?

—Y forasteros aquí —Casey le dio nuestros nombres—. Forasteros en problemas.

—Engañasteis a la antigua nave espacial —nos acusó con ademán sombrío—. No deberíais estar aquí en la Tierra.

La miramos con la boca abierta.

—¿Cómo lo sabías?

—La nave informó a mi padre.

Nos quedamos callados, nosotros también asombrados. Era una encantadora imagen de la inocencia infantil pero me había metido en el cuerpo un escalofrío de pánico. Pepe se alejó con cautela de ella, pero después de un momento Casey recuperó el aliento para decir:

—¿Quién es tu padre?

—Lo llamabais tío cuando lo conocisteis en la Luna. —El orgullo le iluminó la cara—. Es un hombre muy grande y famoso. Descubrió la excavación lunar y recuperó la historia perdida de la humanidad. Reconstruyó las antiguas estructuras que visteis a vuestro alrededor donde bajó la nave.

—Ya entiendo —asintió Casey, que parecía alicaído y aturdido—. Creo que empiezo a entenderlo.

—No podemos arrepentirnos de haber venido. —Pepe parpadeó dirigiéndose a ella y dio un gran suspiro—. Ya nos habíamos hartado de la Luna. Pero ahora estamos aquí perdidos, en un mundo que ni siquiera entiendo. ¿Sabes lo que va a pasarnos?

—Mi padre no está muy seguro. —Desvió la vista hacia la réplica de la cúpula de Tycho—. Yo siempre le rogaba que me llevara con él a la Luna. Dijo que en la estación no había sitio para mí. —Se volvió para estudiarnos otra vez—. Sois muy interesantes. Me llamo…

Emitió una serie de consonantes rítmicas y vocales cantarinas y sonrió ante el fracaso de Pepe cuando intentó imitarlas.

—Llamadme Tling —dijo—. Os será más fácil de decir. —Se volvió hacia Pepe—. Si queréis agua, venid conmigo.

Volvimos con ella hasta un pequeño círculo de piedras cuadradas a la sombra del árbol más cercano. Nos hizo un gesto para que nos sentáramos, abrió una cesta, encontró una botella de agua y llenó una taza para Pepe. Divertida ante la forma ansiosa con que la vació, la llenó de nuevo para él, y luego para Casey y para mí.

—Salí a visitar a los elefantes —nos dijo—. Me encantan los elefantes. Os estoy muy agradecida a la gente de la Luna por conservar las muestras de tejido que han mantenido con vida a tantas criaturas antiguas.

Yo había percibido una fragancia tentadora cuando abrió la cesta. La niña sorprendió los ojos de Pepe todavía clavados en ella.

—Traje comida para algunos de mis amigos del bosque —dijo ella—. Si tenéis hambre.

Pepe dijo que estábamos muertos de hambre. Ella extendió una servilleta blanca en una de las piedras y empezó a sacar lo que había traído. Frutas que pensé que se parecían a los melocotones, las uvas y las peras, pero maravillosamente dulces y diferentes. Pastelitos marrones que olían de tal modo que me hicieron la boca agua. Los devoramos con tal avidez que nos miró divertida.

—¿Dónde está la gente? —Casey hizo un gesto para señalar el paisaje vacío—. ¿No tenéis ciudades?

—Sí —dijo la niña—. Aunque mi padre dice que son mucho más pequeñas que las que construisteis vosotros en la Tierra prehistórica. —Señaló a los elefantes—. Compartimos el planeta con otros seres. Dice que vosotros lo estropeasteis cuando dejasteis que vuestra biología quedara sin control.

—Quizá tenga razón, pero eso no fue lo que provocó el impacto. —Casey frunció el ceño—. Eres la única niña que hemos visto.

—No hay mucho sitio para niños. Es que no morimos.

Yo escuchaba con desesperación, con la esperanza de oír algo que nos ayudara a encontrar o hacernos un lugar allí, pero todo lo que oía convertía aquel mundo en algo más extraño todavía. Casey la miró.

—¿Por qué no morís?

—Si lo pudiera explicar… —Hizo una pausa como si buscara una respuesta que pudiéramos entender—. Mi padre dice que debería deciros que nos hemos cambiado desde que los clones volvieron para colonizar la Tierra muerta. Hemos alterado los genes e inventado los microbots.

—¿Microbots?

La niña hizo otra pausa y miró a los lejanos elefantes.

—Mi padre los llama simbiotes artificiales. Son cosas diminutas que viven como bacterias en nuestros cuerpos pero hacen cosas buenas en lugar de daño. Son en parte orgánicos, en parte diamante y en parte oro. Se mueven por la sangre para reparar o sustituir las células heridas, o para volver a crear un órgano que perdamos. Ayudan a las células nerviosas y cerebrales.

Nos habíamos olvidado de la comida y la mirábamos fijamente. Era la imagen de la simplicidad inocente, con aquella falda y aquella blusa sencillas y el sombrero flojo, y a la vez era algo tan amenazador que me eché a temblar. Ella estiró la mano para posar la suya diminuta en la mía antes de continuar.

—Mi padre dice que debería deciros que son robots diminutos, mitad máquinas y mitad cosas vivas. Son electrónicos. Se pueden programar para guardar información digital. Laten al unísono, crean sus propias ondas en el cerebro y convierten a todo el cuerpo en una antena de radio. Aquí sentada, hablando con vosotros, también puedo usarlos para hablar con mi padre. —Levantó la vista para sonreírme, su manita todavía cerrada sobre mis dedos—. Señor Dunk, por favor, no me tenga miedo. Sé que parecemos diferentes. Sé que le parezco extraña pero nunca le haría daño.

Era tan encantadora que quise cogerla en brazos, pero el asombro se había convertido en miedo. Todos nos apartamos de ella y nos quedamos sentados en silencio hasta que el hambre nos obligó a atacar la fruta y los pasteles otra vez. Pepe empezó a hacer preguntas mientras comíamos.

—¿Dónde vivía?

—En aquella colina. —Hizo un gesto hacia el oeste pero no distinguimos a qué colina se refería—. Mi padre eligió un sitio desde el que pudiera ver el monumento.

—¿Iba a la escuela?

—¿Escuela? —La palabra pareció confundirla durante un momento y luego sacudió la cabeza—. No nos hacen falta las escuelas que mi padre dice que teníais en el mundo prehistórico. Dice que vuestras escuelas existían para programar los cerebros de la gente joven. Nuestros microbots se pueden reprogramar al instante. Así fue como aprendí vuestro inglés cuando lo necesité.

Sonrió al ver el asombro de nuestras caras y seleccionó una baya gordita y violeta para comérsela ella.

—Sin embargo nuestros cuerpos sí que necesitan entrenamiento —se limpió los labios con delicadeza con una servilleta blanca—. Formamos grupos sociales, hacemos juegos, practicamos cosas. Volamos con las deslizadoras por toda la Tierra. A mí me encanta esquiar en las montañas altas en las que cae la nieve. He buceado por los arrecifes de coral para observar las cosas marinas. Me gustan la música, el arte, el teatro, los juegos de creación.

—Eso sería divertido —Pepe abrió mucho los ojos—. Más divertido que la vida en nuestros túneles de la Luna. —Su rostro se oscureció de repente—. Espero que tu padre no nos envíe de vuelta allí.

—No puede, aunque quisiera —se rio de su miedo—. Por fin ha terminado con la excavación. El sitio del fuero está cerrado y protegido para edades futuras. Cualquier intrusión queda prohibida.

—¿Entonces qué va a hacer con nosotros?

—¿Tiene que hacer algo? —Parecía ligeramente vejada, desvió los ojos hacia la cúpula de la estación en la cordillera del cráter—. Dice que no tiene ningún lugar preparado para vosotros. Hay réplicas humanoides que interpretan vuestros papeles en la simulación de Tycho. Supongo que podríais sustituirlos, si eso os hace felices.

—¿Fingir que hemos vuelto a la Luna? —Casey se puso muy serio—. Me parece que no.

—Si no queréis…

Se detuvo, ladeó la cabeza como si escuchara y empezó a recoger la botella de agua y el resto de la fruta para meterla en la cesta. Pepe le preguntó nervioso si pasaba algo.

—Mi madre —frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Me llama para que vaya a casa.

—¡Por favor! —le rogó Casey—. ¿No te puedes quedar un poco más? Eres la única amiga que hemos encontrado. No sé qué podemos hacer sin ti.

—Ojalá pudiera ayudaros pero mi madre está preocupada por mí.

—Me preguntaba si no estarías en peligro —le echó un vistazo al valle—. Vimos un león, la verdad es que no deberías estar aquí fuera sola.

—No es el león —negó con la cabeza—. Lo conozco. Un amigo maravilloso, tan rápido y fuerte y fiero. —Le brillaron los ojos al recordarlo—. Y conozco a un tigre de Bengala. Estaba escondido entre los arbustos porque tenía miedo de la gente. Le enseñé que nunca le haríamos daño. Una vez me dejó montarlo mientras perseguía a una gacela. Fue maravillosamente emocionante. —Su voz se hizo solemne—. Me alegré de que la gacela se escapara, aunque el tigre tenía hambre y estaba muy desilusionado. Intento perdonarlo porque sé que tiene que matar para comer, como todos los leones y los leopardos. Tienen que matar para seguir viviendo. Mi madre dice que así es la naturaleza y que es del todo necesario. Demasiados rumiantes destruirían la hierba y al final ellos también se morirían de hambre.

Nos la quedamos mirando otra vez, maravillados.

—¿Cómo amaestraste al tigre?

—Creo que los microbots me ayudaron a llegar a su mente igual que conecto con la vuestra. Aprendió que lo respeto. Somos buenos amigos, lucharía para protegerme, incluso de vosotros.

Recogió la cesta y se quedó levantada cambiando de pie, fruncía el ceño insegura ante nosotros.

—Los microbots… —Dudó un momento—. Yo confío en vosotros, pero los microbots…

Se detuvo otra vez.

—Creí que decías que los microbots eran buenos.

—Ése es el problema —dudó con la expresión preocupada—. Mi madre dice que no tenéis. Ella no puede llegar a vuestras mentes. No oís cuando os habla. Dice que éste no es vuestro sitio porque no sois uno de nosotros. Lo que teme… tiene miedo de vosotros.

Casey se quedó sin habla y parpadeó, mirándola triste.

—Siento tener que irme tan pronto. —Con una pequeña inclinación solemne ante cada uno de nosotros nos estrechó las manos—. Siento que no tengáis microbots. Siento que mi madre esté tan nerviosa. Siento decir adiós.

—Por favor, dile a tu padre… —empezó Casey.

—Lo sabe —dijo ella—. Siente que hayáis venido.

Se alejó con la cesta y se giró para decirnos adiós con la mano, su cara enmarcada durante un momento por el sombrero de ala ancha. Creí que iba a decir algo pero en un momento había desaparecido.

—¡Qué hermosa! —susurró Casey—. Se convertirá en otra Mona cuando crezca.

Miré atrás, hacia los monumentos copiados de la vieja Tierra, la cúpula de la estación copiada que brillaba en el borde del Tycho copiado y vi a un león de melena oscura que cruzaba el valle hacia el estanque donde habían bebido los elefantes. Tres hembras más pequeñas lo seguían, ninguno era amigo nuestro. Me estremecí.