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Al mirar por las ventanas encontramos la nave espacial posada sobre una plataforma elevada en el centro de un largo cuadrángulo cubierto de céspedes cuidados, arbustos y parterres de flores brillantes. Las amplias avenidas que lo rodeaban estaban cubiertas de edificios que me asombraron y maravillaron.

—¡El Monumento Conmemorativo Tycho de Sandor! —Pepe me dio un codazo en las costillas—. ¡Ahí está el viejo monumento de la capital americana! Lo conozco de los vídeos de Dian.

—Historia antigua —Casey se encogió de hombros como si casi no importara—. Yo quiero ver la Tierra de hoy.

Pepe abrió la puerta. Con los trajes de safari salimos a la plataforma para ver mejor. La puerta se cerró y la oí sisear detrás de nosotros, se había sellado y cerrado herméticamente. Se volvió para mirar el paisaje. El monumento se alzaba en un extremo del cuadrángulo, elevándose sobre su imagen reflejada en un largo estanque, flanqueado a un lado por un Stonehenge en plata reluciente y en el otro por una Esfinge rodeada de arena y con la nariz restaurada.

Nos quedamos mirando con los ojos desorbitados el viejo Capitolio americano al otro lado de la avenida, el Parlamento británico a la derecha con el Big Ben contando el tiempo. El Kremlin lindaba con ellos, las cúpulas de cebolla dorada relucían sobre los severos muros de ladrillo rojo. El Partenón, con techo, nuevo y magnífico, se levantaba un poco más allá, sobre una colina rocosa.

Al otro lado del cuadrángulo encontré las espléndidas cúpulas del Taj Mahal, la Basílica de San Pedro, la Hagia Sofía del antiguo Estambul. En un terreno más elevado, a lo lejos, reconocí el edificio Chrysler del antiguo Nueva York, la Torre Eiffel de París, una pagoda china, la Gran Pirámide revestida de nuevo de mármol blanco pulido. Más lejos aún vi una cordillera montañosa gris que copiaba la curva familiar del borde de Tycho, coronado con el brillo de nuestra cúpula natal.

—¡Llegamos! —Lleno de alegría, Pepe le dio una palmada en la espalda a Casey—. ¿Y ahora qué?

—Nos lo deben. —Casey se volvió para mirar otra vez—. Los pusimos aquí, cuando fuera. Esto debería recordarles todo lo que les hemos dado.

—Si les importa —Pepe se dio la vuelta hacia la puerta—. Vamos a ver si podemos llamar a Sandor.

—Instalación cerrada —escuchamos la voz robótica y átona de la puerta—. Admisión denegada por orden de la Autoridad de Tycho.

—¡Déjanos entrar! —gritó Casey—. Queremos las cosas que dejamos a bordo. La ropa, las mochilas, las cantimploras. Abre la puerta para que podamos cogerlas.

—Admisión denegada.

Golpeó la puerta con el puño y luego se besó los nudillos machacados.

—Admisión denegada.

—Aquí estamos, de todas maneras.

Pepe se encogió de hombros y empezó a bajar por la escalera de aterrizaje. Un extraño bramido lo detuvo, recorría los muros que nos rodeaban. Nos llevó un momento ver que provenía de una locomotora que pasaba lentamente al lado del Monumento a Washington expulsando vapor blanco. Arrastraba un tren de vagones abiertos llenos de pasajeros sentados alrededor del cuadrángulo, parándose con frecuencia para dejar subir y bajar a los pasajeros.

El sol estaba en lo más alto e hicimos sombra con la mano para estudiarlos. Tan delgados y en forma como Sandor, y con frecuencia desnudos, tenían la misma piel de color nuez. Muchos llevaban bolsas o mochilas. Unos cuantos se esparcieron por los céspedes y jardines, la mayoría esperó en las esquinas a que las señales luminosas los dejaran cruzar la avenida.

—¿Turistas quizá? —supuse yo—. ¿Están aquí para ver la historia recuperada de Sandor?

—Pero no veo niños —Casey sacudió la cabeza—. Lo lógico sería que trajeran a los niños.

—Pero es gente —Pepe sonrió esperanzado—. Encontraremos a alguien que nos cuente algo más que Sandor.

Bajamos la escalera y luego otro tramo amplio de escalones hasta un paseo que se curvaba entre parterres de flores extrañas y fragantes. Delante de nosotros se había detenido una pareja. La mujer parecía un poco rara, pensé yo, con aquella cabeza de piel del tono del jengibre en lugar de cabello, sin embargo era tan hermosa como Mona en los hologramas hechos cuando ella y El Chino llegaron a la Luna. El hombre era joven y atractivo como Sandor. Supuse que estaban enamorados.

Ella se reía de algo que él había dicho, corrió un poco y se giró posando para la cámara, enmarcada entre el monumento y la Esfinge. Llevaba un chal escarlata alrededor de los hombros. A una palabra de él, se lo quitó con un ademán alegre y le sonrió al objetivo. Los pechos de pezones delicados estaban pálidos bajo el chal y el hombre esperó a que el sol los coloreara.

Miramos hasta que él disparó la cámara. Ella se volvió a reír y corrió para echarle a él su chal por los hombros y rodearlo con los brazos. Se abrazaron y se dieron un largo beso. Nosotros habíamos parado a unos cuantos metros. Casey habló esperanzado cuando nos miraron.

—¿Hola?

Se nos quedaron mirando con la mirada vacía. Casey consiguió esbozar una sonrisa insegura pero el sudor de los nervios le cubría la cara oscura y oriental.

—Discúlpennos, por favor. ¿Hablan inglés? ¿Français? ¿Español?

Fruncieron el ceño y el hombre respondió con un torrente de vocales que eran casi música y una sarta de consonantes que supe que jamás aprendería a imitar. Percibí una insinuación del extraño acento de Sandor pero nada parecido a nuestro inglés. Se acercaron más. El hombre extrajo la camarita de la bolsa, sacó una foto de Casey, se acercó más para enfocarle la cabeza. La mujer se rio de él y vino para posar de nuevo al lado de Casey, luego lo rodeó con un brazo dorado para la última foto.

—Vinimos en esa máquina. ¡De la Luna! —Con la desesperación reflejada en la cara, hizo un gesto hacia la nave espacial que había detrás de nosotros y se giró para señalar el disco pálido de la Luna que había en el cielo sobre el Partenón, y agitó las manos para demostrar nuestro vuelo desde allí al pedestal—. Acabamos de aterrizar desde la Estación Tycho. Si entienden…

Se rieron de él, se cogieron de la mano y corrieron a la Esfinge.

—¡Qué demonios! —Se los quedó mirando mientras sacudía la cabeza—. ¿Qué coño pasa?

—No saben que somos de verdad —se rio Pepe amargamente—. Nos toman por muñecos. Parte del espectáculo.

Seguimos un camino que llevaba hacia el Partenón y nos paramos en la acera para ver el tráfico que rodeaba el cuadrángulo. Coches, autobuses, furgonetas, algún camión; me recordaban a las escenas callejeras de los vídeos de antes del impacto. Un taxi amarillo aparcó ante nosotros. Saltó de él una mujer. Delgada y con la piel de oro, parecía casi una gemela de la turista que había posado con Casey.

El conductor, sin embargo, podría haber sido un improbable superviviente de la vieja Tierra. Pesado, moreno, con la respiración sibilante, llevaba gafas oscuras y una americana de cuero mugriento. Encendió un cigarrillo y salió arrastrándose del taxi, rodeó el vehículo con andares de pato para abrir el maletero, le dio a la mujer un trípode plegado y gruñó hosco cuando ella le dio la propina.

Casey se acercó a él cuando se volvió a subir al taxi.

—¡Señor! —No pareció oírlo y Casey lo llamó más alto—. ¡Oiga!

Hizo caso omiso, entró en el taxi y se alejó. Casey se volvió con el ceño fruncido y perplejo hacia nosotros.

—¿Le visteis la cara? ¡Estaba muerta! Un plástico duro. Tenía los ojos ciegos detrás de esas gafas. Es una especie de robot, no más vivo que nuestros robos de la Luna.

Nos mantuvimos a una distancia cauta y seguimos a la mujer del trípode. No nos hizo caso, se detuvo para colocarlo y encima puso un plato redondo y plano de una cosa negra. Cuando se alejó un paso, una gran burbuja transparente se hinchó en el plato, se nubló y se volvió plateada. La mujer se inclinó para asomarse dentro.

Nos acercamos un poco y vi que la burbuja se había convertido en una ventana redonda que enmarcaba el Monumento a Washington, la Estatua de la Libertad y la Esfinge. Parecían extrañamente cambiadas, magnificadas y más brillantes. De repente se movieron. Todo se agitó. El monumento se inclinó y volcó, aplastando la estatua. La Esfinge miró los fragmentos, intacta y eternamente enigmática.

Debí de acercarme demasiado. La mujer se giró con un gesto irritado para apartarme como si fuera una mosca molesta. Me retiré y miré otra vez. Mientras la mujer se inclinaba otra vez sobre la ventana, el cielo de dentro cambió. El sol explotó en una enorme bola rojo mate que tiñó toda la escena de rosa. Muy cerca había una estrella azul, diminuta y brillante. Nuestra nave tomó forma en primer término, los motores se disparaban y la llama blanca bañaba el pedestal, como si estuviera despegando para escapar de la catástrofe.

Nos quedamos callados de asombro, Casey nos hizo un gesto para que nos apartáramos.

—¡Una artista! —susurró Pepe—. ¡Una dramaturga trabajando!

Seguimos caminando, pasamos el Partenón y esperamos en la esquina para cruzar la avenida. Pepe señaló el policía vestido de azul que estaba en la carretera con un silbato y un testigo blanco dirigiendo el tráfico.

—Míralo. Es mecánico.

Al igual que la mayor parte de los conductores. Los pasajeros, sin embargo, que iban en los taxis y los autobuses o llegaban en el tren, parecían totalmente humanos, tan vivos como el propio Sandor, tan ansiosos como los turistas de la Tierra previa al impacto por ver estas recreaciones monumentales de su pasado olvidado.

Se apiñaban en las aceras, trepaban por los escalones del Capitolio para fotografiar el cuadrángulo y sacarse fotos, doblaban la esquina paseando y bajaban la avenida. Nos unimos a ellos. Apenas nos notaban a Pepe o a mí pero a veces se paraban para mirar a Casey y sacarle una foto.

—¡Un robot más! —murmuró—. ¡Me toman por eso!

Pasamos el resto del día paseando por las réplicas de calles, pasando al lado de bancos, oficinas de corredores de bolsa, tiendas, bares, peluquerías, restaurantes, comisarías. Un robot conductor había estacionado la furgoneta delante de una librería para descargar cajas con el sello «Enciclopedia Británica». Un robot mendigo hacía sonar las monedas de la taza que llevaba. Un robot policía corría persiguiendo a un robot fugitivo manchado de rojo. Vimos personas delgadas de piel dorada, elegantemente vivas, que entraban en restaurantes y bares, se metían en tropel en las tiendas y salían con sus compras.

Nos dolían los pies y teníamos hambre antes de que acabara el día, así que seguimos un aroma tentador que nos llevó a una fila de personas doradas que esperaban bajo una señal que decía:

¡FILETE SUPERIOR!

TERNERA DE ALTA CALIDAD

HECHA A SU GUSTO

Pepe se preocupó porque no teníamos dinero para una comida.

—Comeremos antes de decírselo —dijo Casey.

—De todas formas son humanos —Pepe intentaba encontrar algún átomo de consuelo—. Les gusta la comida.

—Espero que sean humanos.

Puestos a la cola, miré y escuché a los que teníamos delante con la esperanza de poder relacionarme con algún humano, pero no lo conseguí. Unos cuantos se giraron y nos dedicaron miradas confusas. Un hombre se quedó mirando a Casey hasta que lo vi apretar los puños. Su forma de hablar a veces tenía un ritmo y un tono que lo convertía en una música misteriosa, pero no percibí ninguna insinuación de nada conocido.

El robot de la puerta dejaba entrar a unas cuantas personas de cada vez. Las lentes brillantes nos miraron sin vernos cuando fuimos a abrirla. Al no ver a nadie más, cerró la puerta.

Cojeamos bajo la gravedad de la Tierra, cada vez con más hambre y más sed, y seguimos vagando hasta que la avenida terminó en un muro alto de algo transparente como el cristal que cortaba el monumento como un filo. Detrás del muro se encontraba un paisaje abierto que recordaba a los vídeos de viajes de Dian al África tropical. Una fila de árboles marcada por una corriente de agua que serpenteaba por un valle poco profundo. Las cebras y los antílopes pastaban cerca de nosotros, sin alarmarse por la presencia de un león de oscura melena que vigilaba somnoliento desde una pequeña colina.

—Ahí hay agua que podríamos beber —Pepe indicó el arroyo—. Si podemos pasar este muro.

Seguimos caminando hasta que nos detuvo. Sin costuras, duro y lustroso, demasiado alto para poder treparlo, se extendía en ambas direcciones hasta donde nos llegaba la vista. Demasiado cansados para seguir adelante, nos sentamos allí en la acera contemplando la libertad de las criaturas que había detrás, hasta que el atardecer y el fresco del aire nos devolvieron a la búsqueda de refugio. Lo que encontramos fue una pila de cartones vacíos detrás de un almacén de muebles de descuento. Aplastamos unos cuantos para hacernos una cama, arrancamos el más grande para cubrirnos e intentamos dormir.

—No puedes echarle la culpa a Sandor —murmuró Pepe mientras estábamos allí echados, temblando bajo el cartón—. Nos dijo que nunca sería sitio para nosotros.