Las visitas de Sandor Pen continuaron mientras crecimos, aunque cada vez más espaciadas. Sus tentadores regalos siempre nos encantaban tanto como nos confundían. Frutas exóticas que había que comer antes de que se estropearan. Juegos nuevos y música nueva que nos daban sueños extraños. Pequeños cubos holográficos que tenían imágenes vivas de nosotros cuando éramos más pequeños. Siempre era cariñoso y amable aunque yo a veces pensaba que nos encontraba menos interesantes que antes.
Su mayor preocupación estaba claro que era la estación en sí. Limpió la basura y los escombros de los túneles más profundos, que se habían utilizado como talleres y almacenes, y los volvió a abastecer de herramientas y repuestos nuevos que los robots llamados robos habían utilizado para repararse y mantener la estación.
La mayor parte de su tiempo lo pasaba en la biblioteca y en el museo con Dian y su madre holográfica. Estudiaba los libros antiguos, los hologramas, las pinturas y las esculturas, se las llevaba y traía copias para sustituirlas. Durante un tiempo las máquinas excavadoras volvieron a estar ocupadas, quitando los escombros sueltos de alrededor de la estación y moliéndolos para hacer cemento para un enorme muro nuevo de retención que vertió para reforzar los cimientos.
El día que cumplimos veintiún años, hizo que los robots nos midieran para hacernos trajes espaciales como el suyo. Lustrosos y con un brillo de espejo, se adaptaban a nuestra piel y nos hacían sentirnos como en casa fuera de la cúpula. Bajamos con ellos para ver uno de nuestros viejos cohetes espaciales, que ahora permanecía en el campo al lado de su pequeña deslizadora. Sus robots lo habían sacado, de un hangar destrozado y había hecho que lo reconstruyeran con piezas nuevas traídas de la Tierra.
Lo sujetaba una de las grandes máquinas excavadoras. Un robot estaba sustituyendo un puntal de aterrizaje roto, lo fundía con suavidad en su sitio con un proceso que no producía calor. Casey habló con el robot, pero éste no le hizo caso. Se subió para llamar a la puerta. Respondió con una frágil voz informática que apenas era un tableteo en nuestros cascos.
—Abre —dijo—. Déjanos entrar.
—Admisión denegada. —Su dura voz de máquina tenía el acento de Sandor.
—¿Con qué autoridad?
—Con la autoridad del director Sandor Pen, Excavación de Investigación Lunar.
—Pídele al director que nos deje entrar.
—Admisión denegada.
—Eso te piensas tú. —Casey sacudió la cabeza, sus palabras eran un susurro irónico en mi casco—. Si es que estos robots nuevos saben pensar.
De vuelta a la escotilla, Sandor había esperado para ayudarnos a quitarnos los trajes de espejo. Casey le dio las gracias por el regalo y le preguntó si iba a dejar la vieja nave espacial aquí en la Luna.
—Olvida lo que estás pensando. —Le echó a Casey una mirada penetrante—. Nos la llevamos a la Tierra.
—Ojalá pudiera ir.
—Siento que no puedas. —Su rostro era firme pero un brillo de satisfacción lo transformó en un rico dorado—. Va a instalarse en el centro de nuestro nuevo monumento histórico, situado en el subcontinente australiano. Forma parte de nuestra reconstrucción del pasado prehistórico. Toda la historia del planeta antes del impacto y del hombre antes del impacto… —Hizo una pausa con una sonrisa cálida dirigida a Tanya, ella se puso roja y también le sonrió—. ¡Es realmente magnífico! Encontrar la excavación lunar fue mi gran suerte y reconstruirla ha sido mi vida durante muchos años. Ha llenado un hueco en la historia humana. Ha respondido a preguntas por las que los estudiosos llevan eras peleando. Vosotros también tenéis un lugar en un duplicado de la estación, con un diorama holográfico de vuestra infancia.
Casey preguntó de nuevo por qué no podíamos bajar a visitarla.
—Porque vuestro sitio es éste. —La impaciencia se le transparentaba en la voz—. Y por el fuero que nos permitió excavar el lugar. Acordamos restaurar la estación y dejarla en el estado en que estaba antes del impacto, sin dejar rastro de nosotros. Tiene que ser sellada, protegida y asegurada contra cualquier intrusión futura.
Nos sentimos enfermos de pérdida el día que nos dijo que su trabajo en la excavación había terminado. Como regalo de despedida nos llevó de dos en dos a dar una vuelta por la órbita de la Luna. Casey y yo fuimos juntos, nos sentamos detrás de él en su diminuta deslizadora. Habíamos visto el espacio y la Tierra desde la cúpula toda la vida pero el vuelo fue de todos modos una aventura emocionante.
El casco espejado era casi invisible desde el interior, así que parecíamos volar libres por el espacio abierto. La desolación gris de la Luna se fue extendiendo cada vez más mientras subíamos y luego se encogió para convertirse en una burbuja brillante que flotaba en un golfo de oscuridad. Aunque yo no vi que Sandor tocara nada, nuestra visión cambió.
Las estrellas brillaron de repente con más fuerza, la Vía Láctea era un amplio cinturón de esplendor tachonado de gemas por todo el cielo. El sol quedó atenuado y enormemente magnificado para permitirnos ver los puntos oscuros de su cara. Abrumado por la temible sensación de que estaba cayendo dentro, tuve que agarrarme al borde de mi asiento. Seguía sin tocar nada y no sentí ningún movimiento nuevo, pero ahora se extendió Australia ante mí. Los desiertos habían desaparecido. Un mar nuevo y largo reposaba en el centro del continente, con forma de media luna y un color azul brillante.
—El monumento conmemorativo —señaló una amplia lengua de tierra verde metida en la media luna—. Si alguna vez venís a la Tierra (que no creo) podríais conocer a vuestros dobles ahí, en la exposición de Tycho.
Casey preguntó:
—¿Estará Mona ahí?
—Pregúntale al ordenador —dijo Sandor—. Sus muestras de tejido siguen conservadas en la crioestación.
—Si merece la pena clonarme a mí —dijo Casey—, a Mona también. —Su voz se dulcificó y dijo con tristeza—: Algún día lo será.
—Nunca. —Sandor le sonrió imitando otra vez a Pepe, pero nunca significaba jamás.
Sandor nos reunió en la cúpula de la estación para el adiós final. Parecía contento de irse, aunque no nos dijo por qué. Le dimos las gracias por aquella emocionante visión de la Tierra lejana, por los trajes espaciales y por todos los regalos, por devolvernos la vida. Era un pago insignificante, dijo, por todo lo que había en la estación. Nos estrechó la mano, besó a Tanya y Dian y se metió en su traje plateado. Lo seguimos a la escotilla. Tanya debía de quererlo más de lo que yo pensaba. Rompió a llorar y se fue corriendo a su habitación mientras los demás contemplábamos la lágrima flotar con rumbo a la Tierra.
—Nosotros los pusimos en la Tierra —murmuró Casey—. Tenemos derecho a ver lo que hemos hecho allí.
Se giró para mirar la nave espacial restaurada, que ahora permanecía sobre el equipo de aterrizaje. Ocupadas de nuevo, las excavadoras abrían una fila de pozos profundos y se enterraban bajo los cascotes, sólo dejaban una fila de cráteres nuevos que se convertirían en un acertijo, pensé yo, para los astrónomos posteriores.
A la mañana siguiente nos reunió otra vez en la cúpula para ver cómo salía un camión de combustible de los hangares subterráneos excavados en el borde del cráter.
—¡Nosotros nos vamos a la Tierra! —Rodeó a Pepe con el brazo—. ¿Quién está con nosotros?
Arne lo miró enfadado.
—¿No oíste al señor Sandor?
—Sandor se ha ido. —Le sonrió a Pepe—. Tenemos un plan propio.
Casey y él no habían hablado sobre ello pero yo había oído sus susurros y los había visto muy ocupados en los talleres. Aunque la ciencia de los saltos en el espacio de la deslizadora seguía siendo un misterio para nosotros, yo sabía que ellos habían estudiado astronáutica y electrónica. Sabía que se habían puesto micrófonos para grabar la voz de Sandor, siempre rogándole que contara más de la nueva Tierra de lo que quería.
—Sé lo que nos dijo el señor Pen —Arne dio un gruñido gutural—. Y me imagino vuestra locura de plan, pero no es para mí. He visto los informes de la gente que bajó en el pasado para evaluar la terraformación. Nunca encontraron nada que les gustara y nunca volvieron a la Luna.
—Que le hace —Pepe se encogió de hombros y dijo la frase en español—. Mejor eso que desperdiciar nuestras vidas esperando aquí en nuestro agujerito por nada.
—Nuestro sitio es éste. —Enfadado con él, Arne se hizo eco de lo que había dicho Sandor—. Nuestra misión sólo es mantener la estación viva. Desde luego no matarnos en una locura.
Dian decidió quedarse con él aunque no creo que estuvieran enamorados. El amor de Dian era la estación en sí, con todas sus reliquias de la antigua Tierra. Incluso de niña siempre había querido trabajar con su madre holográfica, grabar todo lo que Sandor se llevaba para copiar y devolver.
Tanya había puesto su corazón en Sandor. Creo que siempre había soñado que algún día la llevaría con él a la Tierra. Se quedó desolada y amargada cuando se fue sin ella, con el orgullo profundamente herido.
—Nos quería mucho cuando éramos pequeños —sollozó cuando Pepe le rogó que se uniera a él y a Casey—. Pero creo que sólo porque éramos niños. O quizá mascotas interesantes. Interesantes porque no somos su raza de seres humanos. La gente que vive para siempre no necesita tener niños.
Pepe le rogó otra vez, creo que porque la quería. Lo que encontraran en la Tierra siempre sería más grande que nuestros túneles y seguro que más emocionante. Tanya lloró, lo besó y decidió quedarse. La nueva Tierra no tenía sitio para ella. Sandor no la querría aunque lo encontrara. Prometió escuchar sus transmisiones de radio y rezar para que volvieran sanos y salvos.
Yo siempre había sido el historiador de la estación y la Tierra era donde estaba ocurriendo la historia. Estaba encantado de ir.
—No habrá sitio para vosotros allí —nos advirtió Tanya—. Y no podéis volver.
Sin embargo encontró cantimploras de agua y paquetes de raciones y nos recordó que metiéramos prendas de safari para ponernos cuando nos quitáramos los trajes espaciales. Nos turnamos en la cúpula para ver cómo el camión llegaba al avión y los robots empezaban a cargarlo de combustible.
—Ya es hora —Casey lucía una sonrisa de ávida expectación—. Hora de decir adiós.
Dian y Arne nos estrecharon la mano con una expresión muy solemne en el rostro. Tanya se aferró mucho tiempo a Pepe y nos besó a mí y a Casey, con la cara bañada por las lágrimas y tan desmejorada que me dolía verla. Nos metimos en nuestros relucientes trajes espaciales, salimos al avión y trepamos por la escalera de aterrizaje. Una vez más la puerta se negó a abrirse.
Casey dio un paso atrás para hablar por la radio de su casco.
—Mensaje prioritario del Director Sandor Pen. —La crepitación de su voz era casi la de Sandor—. Órdenes especiales para la nave espacial restaurada SP2469.
La puerta respondió con un discurso metálico que me resultó totalmente extraño.
—Órdenes efectivas ahora —soltó Casey—. El personal de la Estación Tycho K. C. Kell, Pedro Navarro y Duncan Yare están autorizados a subir a bordo para su traslado inmediato a la Tierra.
En total silencio se abrió la puerta.
Yo había medio esperado encontrarme a un robot en los controles pero nos encontramos solos en el cono del morro, el asiento del piloto vacío. Asombrados por aquello en lo que se había convertido el avión, lo vimos funcionar solo. Se cerró la puerta, las escotillas sisearon, los motores bufaron y rugieron. La nave tembló y despegamos de la Luna.
Al volver la vista hacia la estación todo lo que encontré fue la cúpula, un ojito brillante que se asomaba al espacio desde los picos desiguales y grises del borde del cráter. Se encogió hasta que la perdí en el gran lago de sombras negras del cráter y el brillante pico negro del centro. La Luna se encogió hasta que la vimos entera, gris y maltrecha por el impacto, cayendo tras nosotros hasta convertirse en un pozo negro sin fondo.
El vuelo de Sandor en la deslizadora quizá no llevara más que un instante, pero en el viejo cohete tuvimos tiempo para ver tres rotaciones completas del planeta que se iba hinchando lentamente ante nosotros. Los reactores estuvieron en silencio durante la mayor parte del vuelo con sólo algún susurro ocasional para corregir el rumbo. Flotamos en caída libre, con cuidado de no tropezar contra los controles. Nos turnamos para ponernos los cinturones en los asientos e intentamos dormir pero pocas veces lo conseguimos. La mayor parte del tiempo la pasamos buscando la Tierra con los prismáticos, buscando señales de civilización.
—Nada —murmuró Casey una y otra vez—. Nada que se parezca a una ciudad, un ferrocarril, un canal, una presa. Nada excepto verde. Sólo bosques, selvas, praderas. ¿Han dejado que el planeta vuelva a la naturaleza?
—Tal vez. —Pepe siempre se encogía de hombros y decía algo en español—. Sí o no. Aún estamos muy altos para saberlo.
Por fin revivieron los reactores y nos fueron bajando a la órbita de frenado. Volamos dos veces alrededor de aquel planeta que nos dejaba perplejos y Australia explotó ante nosotros. Los reactores tronaron. Caímos de nuevo hacia la amplia lengua de tierra verde que había entre las estrechas cúspides de aquel largo lago con forma de media luna.