26

Casey se quedó allí mucho tiempo, en silencio, doblado sobre el tocón negro. El humo y el polvo habían convertido el cielo sin nubes en bronce, y un sol rojo ardía sobre la desolación calcinada que nos rodeaba. El aire inmóvil tenía un sabor acre a fuego. A lo lejos, un diablo de polvo levantó una pequeña espiral negra. El único sonido era el ruido del arroyuelo que corría sobre el saliente rocoso que había detrás de nosotros.

—Venga. —Por fin Pepe cogió a Casey del brazo—. Vamos.

—Id vosotros —le soltó Casey con dureza—. Dejadme aquí.

Volvimos a cruzar las vías y nos subimos al avión. Cuando miré desde la plataforma, estaba arrodillado al lado del tocón como si rezara. Laura se había quedado a bordo. Hizo otra tetera y la tomamos mientras esperábamos.

—¿Y ahora qué? —pregunté yo.

Pepe se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? —dijo en español.

—Nuestro corresponsal informó que la Dama de la Luna dirigía a los rebeldes de esta zona —dijo Laura—. Pero eso fue hace meses.

Por fin volvió Casey con pasos pesados. Se detuvo en la plataforma para echar otra larga mirada al pasado quemado antes de entrar. Sin embargo parecía tranquilo y con los ojos secos cuando se sentó y aceptó una taza de té.

—Siento haber sido brusco contigo. —Sacudió la cabeza irónico dirigiéndose a Pepe—. Es difícil decir lo mucho que me afectó. He conocido la historia de Leo toda mi vida pero nunca me la creí del todo. No hasta ahora. —Señaló con la cabeza el yermo oscuro que había tras las ventanas—. No hasta que reconocí la curva del riachuelo y encontré la pequeña catarata donde había estado el árbol. —Sonrió y tomó un sorbo de té—. Casi fue demasiado pero ya estoy bien.

—¿Listo para buscar a Mona? —preguntó Pepe—. ¿Si tienes alguna pista…?

—Ninguna pista —se encogió de hombros—. Nada en realidad. Pero se dijo que los refugiados rebeldes se escondían en el bosque que todavía sigue en pie al oeste de aquí. Vi el color de los árboles vivos en las tierras altas del oeste. Esperemos que ella nos haya visto, si todavía sigue allí. Si tiene tiempo suficiente para llegar aquí.

—¿Tiempo? —Pepe levantó la voz—. ¿Tenías algo más que decirnos?

—Algo que no me gusta decir. —Casey se terminó la taza, la posó y se tomó un momento más antes de continuar—. Sabéis que la Estación Tycho se estableció para vigilar los objetos que se aproximaran y pudieran chocar contra la Tierra. El ordenador está programado para continuar con la misión mientras dormimos.

Pepe lo interrumpió con brusquedad.

—¿Ha encontrado algo nuevo?

—Hace casi cuarenta años —asintió Casey sombrío—. Por eso nos clonaron, el ordenador quería en un principio darle a la colonia otros mil años antes de enviarnos a mirar.

—¿Por qué no se nos dijo?

Casey se encogió de hombros.

—Toma sus propias decisiones.

—¿Qué pasa con ese objeto?

—Probablemente se ha soltado del Cinturón Kuiper, más allá de Neptuno. —Casey frunció el ceño, cuidaba mucho las palabras—. Unos cuarenta y cinco kilómetros de diámetro medio. Lo bastante grande para que el impacto asolé el planeta, quizá borre todo tipo de vida. Al principio no era seguro que se fuera a producir un impacto. Se nos despertó sólo para estar preparados por lo que pudiera ocurrir. —Su rostro adquirió una expresión determinada—. Va a ocurrir. —Me miró un momento—. Dunk, sabes que tu padre es la voz del ordenador. Nos lo dijo a Mona y a mí antes de dejar la Luna…

—¿Lo sabías? —Pepe lo miró fijamente—. ¿Y no nos lo dijiste?

—Dijo que el ordenador os informaría de lo que necesitarais saber.

—¿El peligro? —susurró Laura—. ¿Es ya seguro?

—Dijo que sí. Se han perfeccionado las primeras observaciones. Se predice que la destrucción será total, sin posibilidades de supervivencia humana. Nos resultó difícil aceptar la verdad. Sé que es difícil para vosotros. La Estación Tycho, arriba en la Luna, debería sobrevivir, pero eso significa que todos nuestros esfuerzos pasados no han servido para nada. El ordenador maestro estará allí para valorar el daño y seguir clonándonos pero tendrá que empezar de nuevo. Pero para nosotros, ahora… Para toda la Tierra… Para ti… —Con el rostro herido y una determinación triste en la mirada, Casey estiró la mano para acariciar el hombro de Laura—. Es el final.

Ella había escuchado en silencio, con la cara pálida. Le temblaban los labios, intentó hablar, tragó saliva y le sonrió débilmente. Él se giró hacia mí.

—Tu padre nos aconsejó que no intentáramos advertir a los colonos. No hay nada que puedan hacer. Nuestra misión solo era recoger un poco de historia que debería recordarse.

—¿Cuándo? —Laura lo miró fijamente a la cara—. ¿Cuánto tiempo tenemos antes del impacto?

Le echó un vistazo al reloj que yo llevaba en la muñeca.

—Hoy es 14 de agosto —dijo—. El impacto está previsto para el mediodía del 17 de agosto, hora de Cachemira. Eso sería alrededor de la medianoche de aquí.

Durante un rato nos quedamos sentados en medio de un silencio aturdido.

—Tres días —Laura sacudió la cabeza—. Sólo tres días. Tanto que pensar. —Se encogió de hombros—. No vale la pena pensar en nada. Necesito dar un paseo.

Pepe y yo bajamos con ella la escalera. Caminamos por la vía del tren, levantábamos con los pies pequeñas nubes de polvo negro de hollín. No hablamos hasta que escuchamos la risa frágil de Laura.

—¡Fin del mundo dentro de tres días! —Echó otra carcajada demasiado alta—. Un gran titular. A cualquiera que se hubiera atrevido a publicarlo en casa lo habrían tachado de Científico y le habrían puesto un bicho por alta traición.

Pepe la cogió de la mano y siguieron caminando juntos.

Casey se había quedado en el avión, contemplando el horizonte oscuro. Volvimos con él y preparé una última transmisión a la estación. Laura dictó una breve historia de la colonia. Pepe informó de nuestros encuentros con el regente y la agente de la bolsa de jinetes. Casey dio una lacónica descripción de su experiencia bajo los efectos del bicho. Resumí nuestra situación y envié el mensaje cuando salió la Luna.

Esa noche nos turnamos para vigilar. No vimos nada hasta las primeras horas de la mañana. Casey encontró una mancha de humo en las vías al norte de donde estábamos. Se convirtió en otro tren que se acercaba lentamente como si nos tuviera miedo y se detuvo a unos kilómetros. Con los prismáticos distinguimos media decena de plataformas atestadas de clones negros con atuendo militar, un gran cañón en el último vagón. Los artilleros lo apuntaron hacia nosotros.

—Estamos muertos —murmuró Pepe—. Si disparan.

No dispararon pero al instante una vagoneta vino hacia nosotros con la bandera azul y blanca de la regencia ondeando al viento. Llevaba un oficial blanco y dos clones negros que bombeaban las barras que la impulsaban.

—Están aquí para matarnos. —Pepe miró a Laura con una sonrisa repentina y se dirigió nervioso a Casey y a mí—. Salgamos para la Luna mientras podamos.

—Todavía no —Casey sacudió la cabeza—. No voy a dejar a Mona aquí. Vete tú si quieres. Yo me voy al bosque que queda al oeste por si está allí. —Me miró—. ¿Vienes conmigo, Dunk?

—Voy.

Encontramos una cantimplora y unas cuantas raciones. Laura nos abrazó a los dos. Pepe nos estrechó la mano y nos deseó suerte. El oficial de la vagoneta disparó un revolver cuando cruzamos la vía. Las balas silbaron al pasar por encima de nuestras cabezas y seguimos cruzando. Unos kilómetros después de los tocones nos encontramos con unos árboles que permanecían en pie, pero muertos.

—Deberías haberlos visto vivos. —Casey sacudió la cabeza con un sombrío pesar—. Eran magníficos. Incluso sagrados.

Habían sido magníficos. Los troncos rectos y negros, más gruesos que el cuerpo de nuestro avión, se encumbraban hacia la eternidad y me dolía el cuello de levantarlo para buscar la densa telaraña de ramas negras y muertas que bordaba el cielo. Una gruesa alfombra de hojas sin quemar cubría el suelo, especiando el aire con una extraña fragancia a pudrición. En medio de aquel silencio pesado y deprimente, sentí una sensación asombrosa de que estábamos entrando en un templo abandonado, construido para adorar alguna deidad muerta y olvidada.

Aquí no había señales de fuego. Me pregunté qué había matado a los árboles.

—Eran capaces de sentir —dijo Casey—. Sentían y estaban todos conectados. Creo que todos ellos eran un único ser consciente. Incluso el suelo le pertenecía de algún modo. Si no me llamaras loco, diría que murió de pena.

Continuamos andando y atravesamos un grupo de árboles todavía con hojas, aunque amarillentas y blanquecinas. Más adelante, trepamos a una elevación y salimos de aquel silencio muerto hacia el murmullo de la vida. El suelo seguía cubierto de una alfombra blanda, parecida al musgo y de un color verde azulado, el alto dosel todavía brillaba de vida y color. Aunque no hacía viento, oí un leve suspiro en las copas de los árboles y luego la nota de una canción, aguda, débil y lejana.

—Nos conocen —Casey se paró—. Recuerdan a Leo.

Nos quedamos allí mucho tiempo, escuchando. La canción se hinchó más hasta que llenó el bosque, una melodía cambiante que jamás había oído y que me conmovía con emociones que no había sentido jamás. Vi arrobamiento en la cara levantada de Casey, como si lo conmoviera profundamente. Tras desvanecerse por fin en el silencio me dejó una dolorosa sensación de vacío y pérdida.

Se giró solemne hacia mí.

—Conocen a Mona —susurró—. Están intentando encontrarla. Si esperamos intentarán guiarla hasta aquí.

Esperamos. Cuando le pregunté cuánto tiempo tardaría se encogió de hombros y dijo que los árboles no tenían un lenguaje de palabras, ni números, ni sentido humano del tiempo. Más tarde cantaron de nuevo, yo todavía era incapaz de captar lo que querían decir aunque a veces percibía una sensación de pena y dolor. Terminamos el agua de la cantimplora y las raciones. Cuando la oscuridad empezó a espesarse, volvimos a recoger brazadas de las grandes hojas secas para hacer una cama. La voz de los árboles se había desvanecido en una quietud que parecía esperar algo en silencio. Escuché inquieto para ver si oía algo, la voz de Mona, el rugido del cañón del vagón, el trueno del avión que despegaba sin nosotros. No oí nada.

Esperamos todo el día siguiente. Los árboles cantaron otra vez, a veces con unos ritmos lentos y solemnes que me penetraban con unas punzadas sin palabras, que hablaban de la pérdida y la muerte y me dejaban la mente llena de imágenes agudizadas del desierto desolado de tocones muertos y de los fuegos que habían convertido la tierra en ceniza. Sin embargo, hacia el final me dejaron perplejo con un coro atronador que parecía hacerse eco de un triunfo solemne.

—Saben lo del asteroide —dijo Casey—. Quizá lo presintieron. Quizá se lo dijo Mona. Lloran su propia muerte y su fracaso pero no por nosotros ni por el futuro de la Tierra. Han sentido la maldad de los amos negros y han sentido que hay una especie de justicia en la destrucción que se aproxima. Felices con eso, ellos continuarán viviendo en el ser mayor que los puso aquí. Aunque para ellos la pérdida es dolorosa, pueden aceptar que la muerte es el lado oscuro de la vida. Esperan que el futuro de la Tierra sea mejor que su pasado.

Aquella segunda noche fue interminable. No escuché el sonido del viento, ni la voz de los árboles, sin embargo en ocasiones creí sentir una presencia fantasmal bajo la tenue luz de la luna que se filtraba entre las ramas, algo tan esquivo que se desvanecía cuando intentaba agarrarlo. Escuché en vano por si oía cualquier sonido, me quedé dormido y desperté con la triste convicción de que estábamos locos, de que le confiábamos nuestra vida a la mente imaginada de un bosque moribundo.

—Es el último día —le recordé a Casey cuando despertó—. Si Pepe y Laura todavía tienen el avión, no pueden permitirse esperar hasta que el impacto los mate. ¿No deberíamos volver?

Se levantó y se estiró para despojarse de la rigidez que le inundaba los huesos.

—Mona está de camino —insistió—. Tenemos hasta medianoche.

Eso no me consoló mucho pero esperé con él y me sentí un tanto aliviado cuando escuché un canturreo tranquilizador de los árboles y luego el sonido seco de algo que había caído. Casey se alejó y volvió con dos de las grandes frutas llenas de zumo que recordaba de cuando habíamos vivido aquí. Su dulzura picante me alivió la sed y el hambre pero aquel día me pareció un siglo. La luz del sol se desvanecía de las copas de los árboles cuando escuchamos un grito lejano.

Casey respondió y una pequeña banda de hombres barbudos, salvajes y andrajosos salió del creciente crepúsculo. Llevaban espadas mal forjadas, toscas lanzas y unas cuantas armas militares robadas. Uno tenía el brazo en un cabestrillo ensangrentado, otro se tambaleaba sobre una rama rota. Dos o tres eran clones negros, unas bandanas sucias escondían las cicatrices que les habían dejado los bichos. Cautos, se pararon bajo un árbol a cierta distancia.

—¿Casey? —Era una voz ronca y nerviosa. De mujer—. ¿Eres tú?

—¡Mona! —chilló Casey—. ¡Gracias a Dios! O gracias a los árboles.

Sus compañeros nos miraron durante un momento y luego se volvieron a fundir con el bosque.

Ella cojeó hacia nosotros. Con los trozos raídos de una americana y unos vaqueros, estaba muy delgada, sucia del hollín y la sangre seca, el pelo sucio y recogido de forma desigual. Sin embargo sus dientes blancos relucieron en el atardecer con una sonrisa tan brillante como la que tenía en la Luna.

Me dio un breve abrazo antes de que Casey la cogiera entre sus brazos. Sin tiempo para hablar la ayudamos a atravesar los árboles moribundos y muertos y salir al espacio abierto iluminado por la luna. La nave espacial permanecía donde la habíamos dejado, una delgada columna de plata sobre el yermo desnudo de tocones. Antes de llegar a la escalera escuchamos un cántico sutil y lejano de los árboles que habíamos dejado atrás y creí percibir una melodía monocorde que se despedía con cariño.

Laura abrió la puerta para dejarnos entrar. Con una sonrisa de alivio, Pepe nos estrechó las manos, selló la puerta y se derrumbó en el asiento del piloto. Los reactores rugieron. La nave tembló y despegamos hacia la Luna. Cuando por fin estuvimos lo bastante alejados para estar a salvo le pregunté a Laura qué había sido de la fuerza de la regencia.

—El oficial iba detrás del avión —dijo—. Nos ofreció dejarnos libres si lo entregábamos intacto. No quería creerme cuando intenté decirle por qué no le hacía ninguna falta. Pepe lo invitó a bordo y le dejó llamar a la Luna. La respuesta lo convenció. Se volvió a subir a su tren y se fue por donde había venido.

Pepe le echo un vistazo al reloj y le dio la espalda a los instrumentos.

—Estamos de camino. —Le hizo una seña a Laura con una triste sonrisilla—. Nos queda tiempo suficiente para apartarnos de la onda de expulsión y ver el espectáculo del impacto desde la órbita superior. —Me dirigió una mueca irónica—. Un capítulo negro, Dunk, pero viviremos para intentarlo otra vez.

Casey y Mona se sentaron juntos en el estrecho asiento de atrás, cogidos de la mano. Él le murmuró algo al oído y se apoyó contra la ventana para mirar a la Tierra que se iba encogiendo ante sus ojos. La noche había ahogado el bosque destrozado que había bajo nosotros, pero sobre el Pacífico unos arrecifes de nubes blancas seguían brillando al sol. Se quedó mirando un largo rato el exterior antes de suspirar y volverse de nuevo hacia Mona.

—Nuestros colonos, en otro tiempo nuestra última esperanza. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Sólo quedan horas; si lo supieran… Un final horrible, demasiado horrible para imaginárselo. Pero sin embargo… —Hizo un gesto de determinación—. No pudimos ayudar, y por terrible que sea es lo más justo. Se habían equivocado demasiado.